jueves, 24 de diciembre de 2020

Maggie O'Farrell / La extraña desaparición de Esme Lennox XI

 



Maggie O'Farrell

La extraña desaparición de Esme Lennox 

XI

Iris, una enfermera y la asistente social bajan en ascensor. Parecen tardar mucho tiempo. Iris se imagina que deben de estar hundiéndose en el lecho de roca sobre el que se alza la ciudad. Echa un vistazo furtivo a la asistente social, pero ésta tiene la mirada fija en los números iluminados de las plantas. La enfermera lleva en el bolsillo un pequeño dispositivo electrónico. Iris se pregunta para qué servirá, cuando el ascensor se detiene con un ligero salto. Las puertas se abren. Ante ellas se alza un esqueleto de barrotes. La enfermera tiende la mano para marcar un código, pero se vuelve hacia Iris.
    —No se aleje —le advierte—. Y no se quede mirando.
    Ya están fuera de los barrotes al otro lado de los barrotes, que se cierran tras ellas, en un pasillo de luces fluorescentes y linóleo marrón rojizo que desprende un penetrante olor a lejía.

    La enfermera echa a andar y sus zapatos producen chirridos. Cruzan una serie de puertas batientes, hileras e hileras de habitaciones cerradas con llave, una sala de enfermeras donde impera una luz amarillenta, un par de sillas atornilladas al suelo. En el techo, las cámaras parpadean y giran para verlas pasar.
    Iris tarda un rato en comprender qué hay de extraño en ese lugar. No sabe qué esperaba —¿perturbados farfullando cosas ininteligibles?, ¿locos lanzando aullidos?—, pero en cualquier caso nada parecido a ese silencio meditabundo. Todos los hospitales en que ha estado eran un hervidero, se hallaban atestados, los pasillos llenos de gente que andaba, hacía cola, esperaba. En cambio, Cauldstone está desierto, es un hospital fantasma. El verde de las paredes brilla como radio, los suelos están pulidos como espejos. Le gustaría preguntar dónde se ha metido todo el mundo, pero la enfermera ha introducido un código en otra puerta y de pronto se percibe un nuevo olor.
    Es fétido, opresivo. Cuerpos que han llevado demasiado tiempo la misma ropa, comida recalentada demasiadas veces, habitaciones donde las ventanas nunca se abren. Atraviesan la primera puerta abierta e Iris descubre un colchón apoyado contra la pared, un sillón cubierto de papel. Aparta la mirada y al otro lado del cristal blindado del pasillo ve un jardín cerrado. En el suelo de cemento danzan papeles, tazas de plástico y otros desechos. Al volverse cruza la mirada con la asistente social. Iris es la primera en apartarla. Pasan por otra serie de puertas y la enfermera se detiene.
    Entran en una habitación con sillas alineadas contra las paredes. Tres mujeres juegan a las cartas en una mesa. Por las altas y estrechas ventanas gotea débilmente la luz solar, y desde el techo murmura un televisor. Iris aguarda debajo de él mientras la enfermera consulta algo con otra. Una mujer con una chaqueta de punto larga y deformada se planta delante de ella, cerca, demasiado cerca. Bascula el peso de un pie al otro.
    —¿Tienes un cigarrillo? —pregunta.
    Iris la mira un momento. Es joven, más que ella tal vez, las raíces del pelo son negras, pero el resto es de un rubio pajizo.
    —No —contesta Iris—. Lo siento.
    —Un cigarrillo —la apremia la otra—. Por favor.
    —Es que no tengo tabaco, lo siento.
    La mujer no responde ni se retira. Iris nota en el cuello su aliento rancio. Al otro lado de la sala, una mujer mayor con un vestido arrugado va de una silla a otra diciendo en voz alta y clara:
    —Siempre está cansado cuando viene, siempre cansado, muy cansado, así que he de preparar el té.
    Otra mujer está sentada encogida, apretando los puños sobre la cabeza.
    Entonces se oye el grito:
    —¡Euphemia!
    Una enfermera espera en una puerta con los brazos en jarras. Iris sigue su mirada hasta el otro extremo del pasillo, donde ve a una mujer alta, de puntillas ante una ventana elevada, dándoles la espalda.
    —¡Euphemia! —grita de nuevo la enfermera. Luego se vuelve hacia Iris con gesto exasperado—. Sé que me oye. Euphemia, tienes visita.
    La mujer se vuelve, primero la cabeza, luego el cuello, a continuación el cuerpo. Parece tardar un tiempo extraordinario, y a Iris le recuerda a un animal que saliera de su letargo. Euphemia alza los ojos hacia ella y la mira desde el otro extremo de la habitación. Observa después a la enfermera y de nuevo a Iris. Tiene una mano entrelazada en el enrejado de la ventana. Abre los labios pero no emite sonido alguno y, por un momento, parece que no se decidirá a hablar. Luego carraspea.
    —¿Quién eres? —pregunta.
    —¡Genial! —interrumpe la enfermera, en voz tan alta que Iris se pregunta si la anciana estará un poco sorda—. No recibes muchas visitas, ¿verdad, Euphemia?
    La visitante echa a andar hacia la mujer.
    —Soy Iris. —Detrás oye susurrar a la chica del cigarrillo: «Iris, Iris»—. No me conoces. Soy... soy la nieta de tu hermana.
    Euphemia frunce el entrecejo. Se observan mutuamente. Iris cae en la cuenta de que esperaba encontrarse con una viejecita frágil o enferma, algo senil, la bruja de un cuento de hadas. Pero esta mujer es alta, tiene el rostro anguloso y unos ojos inquisitivos, cierto aire altivo, una expresión pícara, las cejas enarcadas. Aunque debe de tener más de setenta años, se advierte en ella algo incongruentemente infantil. Se sujeta el pelo a un lado con una horquilla y lleva un vestido de flores con vuelo. No es el atuendo de una anciana.
    —Kathleen Lockhart es mi abuela —explica Iris al llegar junto a ella—. Tu hermana. ¿Kathleen Lennox?
    La mano que se agarra a la ventana da una ligera sacudida.
    —¿Kitty?
    —Sí, supongo.
    —¿Tú eres la nieta de Kitty?
    —Eso es.
    Euphemia adelanta la mano sin previo aviso y agarra a la visitante por la cintura. Iris da un respingo y retrocede casi sin querer, antes de volverse buscando a la enfermera o la asistente social. La anciana la suelta de inmediato.
    —No te preocupes —la tranquiliza con una curiosa sonrisa—. No muerdo. Siéntate, nieta de Kitty. —Se sienta en una silla y señala la que tiene al lado—. No quería asustarte.
    —No estaba asustada.
    Euphemia sonríe de nuevo.
    —Sí lo estabas.
    —Euphemia, yo...
    —Esme —la corrige ella.
    —¿Cómo?
    Euphemia cierra los ojos.
    —Me llamo Esme.
    Iris mira a las enfermeras. ¿Ha habido un error?
    —Si vuelves a mirarlas —advierte Euphemia con voz serena—, aunque sea sólo una vez, vendrán por mí. Me encerrarán sola un día entero, tal vez más, algo que me gustaría evitar por razones que sin duda te resultarán obvias. Te repito que no te haré daño, y te prometo que lo digo de verdad, así que, por favor, no vuelvas a mirarlas.
    Iris baja la vista al suelo, a las manos de la mujer que se alisa el vestidosobre las rodillas, a sus propios zapatos.
    —Vale. Lo siento.
    —Siempre he sido Esme —prosigue la anciana en el mismo tono—. Por desgracia, en mi historial y mis notas sólo se registra mi nombre oficial, que es Euphemia. Euphemia Esme. Pero siempre he sido Esme. Mi hermana —la mujer mira a Iris de reojo— decía que «Euphemia» suena como un estornudo.
    —¿Y no les has dicho que te amas Esme?
    La mujer sonríe, observándola fijamente.
    —¿Tú crees que me escucha?
    Iris intenta no apartar la vista, pero se encuentra mirando el raído cuello del vestido, los ojos hundidos, los dedos que se aferran a los reposabrazos.
    Esme se inclina hacia ella.
    —Tendrás que perdonarme —murmura—. No estoy acostumbrada a hablar tanto. Últimamente he perdido la costumbre, y ahora resulta que no puedo parar. Bueno, cuéntame. Kitty tuvo hijos.
    —Sí —se sorprende Iris—. Uno. Mi padre. ¿Es que no... no lo sabías?
    —¿Yo? No. —Sus ojos chispean mientras recorren la habitación en penumbra—. Como puedes ver he estado apartada mucho tiempo.
    —Ha muerto.
    —¿Quién?
    —Mi padre. Murió cuando yo era pequeña.
    —¿Y Kitty?
    La mujer del cigarrillo sigue entonando el nombre de la visitante entre dientes, y en algún rincón la otra sigue hablando del hombre cansado y el té.
    —¿Kitty? —repite Iris, distraída.
    —¿Está...? —Esme se inclina hacia ella, se humedece los labios—. ¿Está viva?
    Iris no sabe cómo decirlo.
    —Más o menos —contesta precavida.
    —¿Más o menos?
    —Tiene alzhéimer.
    Esme se queda mirándola.
    —¿Alzhéimer?
    —Es una especie de pérdida de memo...
    —Ya sé lo que es.
    —Ah, lo siento.
    Esme mira un momento por la ventana.
    —Van a cerrar esto, ¿verdad? —pregunta de pronto.
    Iris vacila y está a punto de mirar a las enfermeras antes de recordar que no debe hacerla.
    —Ellos lo niegan —insiste Esme—, pero es verdad, ¿no?
    Iris asiente en silencio.
    La anciana le agarra la mano entre las suyas.
    —Has venido por mí —dice con apremio—. Por eso has venido.
    Iris se fija en su cara. Esme no se parece en nada a su abuela. ¿Es de verdad posible que esta mujer sea pariente suya?
    —Esme, hasta ayer ni siquiera sabía de tu existencia, ni siquiera había oído mencionar tu nombre. Me gustaría ayudarte, de verdad...
    —¿A eso has venido? Dime sí o no.
    —Te ayudaré todo lo que pueda...
    —Sí o no.
    Iris traga saliva.
    —No —contesta por fin—. No puedo. Es que no... no he tenido ocasión de...
    Pero Esme retira las manos y vuelve la cabeza. Y en su cambio de actitud hay algo. Iris contiene el aliento porque ha visto que una nube atravesaba su rostro, como una sombra en el agua. Se queda mirándola mucho después de que la impresión desaparezca, mucho después de que Esme se haya levantado, atravesado la sala y desaparecido por una puerta. Iris no puede creerlo. En la cara de Esme, por un instante, ha visto la de su padre.






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