viernes, 4 de diciembre de 2020

Casa de citas / Karl Ove Knausgärd / Los que no tienen hijos

 

Karl Ove Knausgärd

LOS QUE NO TIENEN HIJOS


El verano ha sido largo, y aún no ha terminado. El 26 de junio acabé la primera parte de la novela, y desde entonces, hace más de un mes, tenemos a Vanja y a Heidi en casa, sin ir a la guardería, con todo el trabajo extra que eso conlleva. Yo nunca he entendido lo de las vacaciones, nunca he sentido necesidad de tenerlas, siempre he preferido trabajar. Pero si hay que tener vacaciones, las tengo. Pensábamos pasar la primera semana en esa pequeña cabaña que Linda insistió en comprar en una huerta comunitaria el otoño pasado, con la intención de que fuera en parte un lugar donde escribir, y en parte donde pasar los fines de semana. Pero a los tres días nos dimos por vencidos y volvimos a la ciudad. Meter a tres niños pequeños y dos adultos en una superficie muy limitada, con gente rodeándonos por todas partes, sin otra cosa que hacer que arrancar y cortar la hierba, no es precisamente una buena idea, sobre todo si la atmósfera reinante ya es tensa antes de instalarse. Tuvimos varias discusiones muy subidas de tono en ese lugar, sin duda para gran diversión de los vecinos, y la sensación que me producían esos centenares de jardincitos decorosamente cuidados, con todas esas personas viejas y medio desnudas, me hacía sentirme claustrofóbico e irascible. Los niños captan rápido esas situaciones y luego las aprovechan, sobre todo Vanja, que reacciona casi al instante a cualquier alteración de tono o volumen de la voz, y si la cosa va a más, se pone a hacer lo que sabe que más nos disgusta, y que nos hace perder los estribos si esa situación se alarga. Si de antemano uno ya está lleno de frustración, resulta casi imposible defenderse, y a partir de ahí empiezan los gritos, chillidos y demás miserias. La semana siguiente alquilamos un coche y nos fuimos a Tjörn, en las inmediaciones de Gotemburgo, donde la amiga de Linda, Mikaela, también madrina de Vanja, nos había invitado a la casa de verano de su novio. Le preguntamos si sabía lo que era convivir con tres niños. Y si estaba realmente convencida de querer tenernos allí. Dijo que lo estaba, había pensado que podría hacer bizcochos y cosas así con los niños, y llevárselos a bañarse en el mar y a pescar cangrejos, para que Linda y yo pudiéramos disfrutar de un poco de tiempo para nosotros solos. Nos dejamos tentar. Fuimos en coche hasta Tjörn, a ese extraño paisaje que se parece mucho al del sur de Noruega. Aparcamos delante de la casa de verano y desembarcamos con los niños y todos nuestros bártulos. La idea era quedarnos allí una semana, pero a los tres días recogimos de nuevo nuestras cosas, nos metimos en el coche y pusimos de nuevo rumbo al sur, para el evidente alivio de Mikaela y Erik.

    Las personas que no tienen hijos, por muy inteligentes que sean, no suelen tener ni idea de lo que va el tema, al menos eso era lo que me ocurría a mí antes de tener a los míos. Mikaela y Erik son personas ambiciosas. Desde que la conozco, Mikaela ha ocupado exclusivamente cargos de ejecutiva en el mundo de la cultura; Erik dirige una fundación de alcance mundial, con sede en Suecia. Después de Tjörn, se iba a una reunión en Panamá, para luego pasar unos días de vacaciones con Mikaela en la Provenza; así viven, lugares sobre los que yo sólo he leído, están abiertos para ellos. En esa vida irrumpimos nosotros con pañales y toallitas húmedas, con John, que gatea por todas partes, Heidi y Vanja, que se pelean y gritan, ríen y lloran, nunca comen en la mesa, nunca hacen lo que les decimos que hagan, al menos no cuando estamos con más gente y es cuando más deseamos que se porten bien, porque lo notan, claro, cuanto más nos importa, más indómitos se vuelven. Y aunque la casa era grande y espaciosa, no lo era tanto como para que las niñas se volviesen invisibles en ella. En su deseo de parecer generoso y amante de los niños, Erik hacía como si no temiera por ningún objeto de la casa, pero su lenguaje corporal lo delataba; los brazos apretados contra el cuerpo, la manera en la que todo el rato iba colocando las cosas que las niñas acababan de descolocar, y su mirada distante. Estaba cerca de las cosas y del lugar que había conocido durante toda su vida, pero muy lejos de las personas que allí se alojaban esos días, mirándolas más o menos como se mira a los topos o a los puercoespines. Yo entendía cómo se sentía y él me caía bien. Pero me había presentado en su casa con todo eso, lo que imposibilitaba un verdadero encuentro. Erik se había formado en Cambridge y Oxford, y había trabajado durante varios años de broker en el mundo financiero londinense, pero durante un paseo que Vanja y él dieron hasta una colina junto al mar, dejó que la niña se pusiera a trepar libremente a varios metros delante de él, mientras él contemplaba las vistas, sin reparar en que ella sólo tenía cuatro años y era incapaz de ver el peligro, así que tuve que subir hasta allí corriendo, con Heidi en brazos. Cuando media hora después nos sentamos en un café, yo con las piernas entumecidas tras la dura carrera cuesta arriba, y le pedí que le diera a John trocitos de un bollo que le dejé al lado, pues yo tenía que controlar a Heidi y a Vanja, a la vez que ir a buscarles más comida, dijo que sí, que lo haría, pero no cerró el periódico, ni siquiera levantó la vista, y no vio por tanto que John, a medio metro de distancia de él, se estaba poniendo cada vez más nervioso, para acabar gritando con tanta fuerza que la cara se le puso color púrpura, frustrado porque ese trozo que tanto le apetecía estaba delante de sus narices, pero fuera de su alcance. Me di cuenta de que la situación cabreó a Linda, sentada al otro extremo de la mesa, pero se dominó y no hizo ningún comentario. Esperó a que saliéramos y nos quedáramos un momento a solas para decirme que volviéramos a casa enseguida. Acostumbrado a sus caprichos, le dije que se callara y que no tomara decisiones estando tan cabreada, y entonces resultó que se cabreó aún más, claro, y así seguimos hasta que a la mañana siguiente nos metimos en el coche y nos marchamos de allí.



Karl Ove Knausgärd
Un hombre enamorado
Anagrama, Barcelona, 2014, pp. 9-12




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