miércoles, 16 de diciembre de 2020

Casa de citas / John le Carré / Palfrey, un palafrén

 


John le Carré
PALFREY, UN PALAFRÉN

Por lo que a mí se refiere, tuve que esperar otra semana: antes de que Ned decidiese con la adecuada renuencia que era el momento de recurrir al viejo Palfrey. Llevo siendo el viejo Palfrey desde todo el tiempo que puedo recordar. Todavía no he llegado a comprender qué fue de mis nombres de pila. «¿Dónde está el viejo Palfrey? —dicen—. ¿Dónde está nuestra águila legal doméstica? ¡Traed al viejo leguleyo! ¡Esto es mejor echárselo al viejo Palfrey!».
    Es fácil tratar conmigo. No hacen falta grandes complicaciones. Mis nombres son Horatio Benedict de Palfrey, pero puede usted olvidarse inmediatamente de los dos primeros, y el hecho es que nadie se ha acordado jamás del «de». En el Servicio soy Harry, por lo que con frecuencia, dado mi natural obediente, soy Harry también para mí mismo. A solas en mi pequeño pisito de soltero, me siento inclinado a llamarme a mí mismo Harry mientras me preparo una chuleta. Asesor legal de los ilegales, ése soy yo, y en otro tiempo socio más joven de la desaparecida casa de Mackie, «Mackie de Palfrey, Procuradores y Notarios Públicos», de Chancery Lane. Pero eso fue hace veinte años. Durante veinte años he sido su más humilde servidor secreto, dispuesto en cualquier momento a robar la balanza de la misma diosa ciega a quien mi joven corazón había aprendido a venerar.

    Según me han explicado, un palafrén, que es lo que significa
palfrey, no era un caballo de guerra ni un cazador, sino un caballo de silla considerado adecuado para las damas. Bueno, pues sólo hay una damita que condujera jamás durante algún trecho a este Palfrey, pero lo condujo casi hasta su tumba, y se llamaba Hannah. Y fue por causa de Hannah por lo que me apresuré a buscar cobijo en el interior de la ciudadela secreta en que la pasión no tiene lugar, donde los muros son tan gruesos que no puedo oír sus puños golpeando contra ellos, ni su lacrimosa voz implorando que la deje entrar y arrostre el escándalo que tanto aterrorizaba a un joven procurador en el umbral de una carrera respetable.
    Esperanza en el rostro y nada en el corazón, dijo ella. Una mujer más juiciosa podría haberse guardado para sí esa clase de observaciones, según he pensado siempre. A veces se llega a la verdad a través de la autoindulgencia. «Entonces, ¿por qué insiste en un caso desesperado? —protestaba yo—. Si el paciente está muerto, ¿por qué seguir intentando resucitarle?».
    Porque ella era una mujer, parecía ser la respuesta. Porque ella creía en la redención de las almas masculinas. Porque yo no había pagado lo suficiente por mi insuficiencia.
    Pero ya he pagado ahora, créanme.
    Es por causa de Hannah por lo que continúo caminando por los corredores secretos, llamando a mi cobardía deber, ya mi debilidad, sacrificio.
    Es por causa de Hannah por lo que permanezco hasta altas horas de la noche aquí, en el gris cubículo de mi despacho que ostenta en su puerta el letrero de LEGAL, rodeado de carpetas y cintas y películas amontonadas como el caso de Jarndyce contra Jarndyce, mientras redacto el exculpatorio informe de la operación que denominamos «Pájaro Azul» y de su protagonista, Bartholomew, alias Barley, Scott Blair.
    Y es también por causa de Hannah por lo que, incluso mientras garrapatea su exculpación, este viejo Palfrey deja de vez en cuando la pluma, y levanta la cabeza y sueña.


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