sábado, 4 de abril de 2020

Triunfo Arciniegas / Cinco textos de Mester de brevería en Letralia



TINAJA: LECTURAS DE AGUA FRESCA Textos de Mester de brevería


 • Martes 31 de marzo de 2020


Susana


No es viejo pero la desilusión ha dejado su sello. Vemos el noticiero del mediodía en un bar de la avenida 19 y las retorcidas opiniones de un político nos hacen reír. Es tal el cinismo de estos desgraciados. Intercambiamos trivialidades y, como no tenemos nada más que hacer, resultamos conversando. Política, dinero, mujeres. Manoteamos y hasta parecemos borrachos al amanecer, de tan descarriados y sueltos, como en una de esas felices conversaciones con taxistas que uno nunca vuelve a ver en la vida. De pronto, suelta una frase que me encanta: “Llega cuando tantos deseos me han abandonado”. Y menciona su nombre, con la mirada fija en la luz de calle: “Susana Rosas”. No fueron novios ni nada parecido. Pero hizo casi todo pensando en ella. Tuvo una fábrica de zapatos y la abandonó. Recorrió el mundo hasta el hastío. Se casó y se divorció. Nunca tuvo hijos, pero siempre pensó que con ella no lo habría dudado. Se queda mudo, absorto, por un rato. Pasa un ángel arrastrando las alas. Sé que al hombre no se le ha desgastado la cuerda porque el cuento es infinito. Esa mujer navegará en su sangre hasta el fin de sus días y el polvo de sus huesos. “No fui nada”, añade por fin, espantando una mosca imaginaria. Ay, Susana. Este hombre, pozo de la desdicha, nunca fue el objeto de sus besos ni la víctima de sus espinas. Pero, maldita sea, nada dura más que un amor imposible. Como si me adivinara el pensamiento, reniega: “Amor eterno, amor de infierno”. Siento necesidad de decirle algo y las palabras me atropellan. Se vuelven espuma en el cuello de los caballos. No quiero ofenderlo sino expresarle una verdad sin restregarle el hecho de que toda su vida ha sido un imbécil y, en vez de eso, pregunto si Susana Rosas todavía es bonita. No me responde. “Tuvo tres hijos con un policía”, precisa, corroborando la cifra con los dedos. En otro contexto o en otras circunstancias, el comentario me haría reír. Trato de entender su razonamiento. O no es bonita porque tiene tres hijos con un policía o por eso mismo ya no importa si es bonita o no. En todo caso, como una burla de los dioses, aparece cuando tantos deseos lo han abandonado. “Le dije que no”, dice. Y se ríe. Pero no hay gozo en su risa. Repito las retorcidas palabras del político y reímos.

La tía Teodora

Aunque habían pasado toda la vida juntas, algo más de cincuenta años, no derramó una sola lágrima en el entierro de la abuela. Después comenzó a dibujar muñecos en las paredes y a salir sin calzones a la calle. Se levantaba el vestido y los muchachos se morían de risa. Se zarandeaba como una reina y arrojaba besos al aire.
—Vieja cochina —gritaban las mujeres.
La tía Teodora salió desnuda dos o tres veces. Nos sorprendió su foto en El Norteño. La pobre se veía tan flaca.
—Ya ni come —dijeron en casa—. Se va a enfermar.
Había sido tan dulce y recatada, con su gata y sus flores, tan invisible, y de pronto se desordenó. Iba de casa en casa preguntando por un hombre que no sabemos si existió.
—¿Entonces qué, cuñado? —le decían los amigos a papá.
La tía Teodora hizo otras cosas pero no sé si creerlas. Unas las vi y otras las oí. Una tarde que venía de atrapar azulejos en el monte, un par precioso, encontré la puerta abierta y la sorprendí frente al espejo arrancándose los pelos a tijerazos.
—¿Todavía soy bonita? —preguntó.
Nunca lo fue.
Le ofrecí los pájaros y les torció el pescuezo. Preparó una sopa, llenó el plato de la gata, se tiró al piso y comieron juntas.
No la volví a ver.
Una vez la encontraron dormida en un gallinero, cubierta de plumas, y otra en el tejado del convento de las Esclavas del Señor, con unas alas de cartón y a punto de levantar vuelo. Hasta que la policía subió a Los Garabatos y se la llevó.

Reproches

¿Eso querías? ¿Hacerme venir todos los lunes a este pinche cementerio? No creo que siga trayéndote flores, querido. Subieron de precio. ¿Sí te conté que el otro día nos rayaron la camioneta? Eso me pasa por venir a hablar contigo. Nunca le hiciste calibrar el carburador, tanto que te dije. El motor va a sacar la mano, ya no lo siento con fuerza, se cuelga en las subidas y bota más humo que una chimenea. A pie no pienso volver. Imagino que no sabes por qué hacen estos cementerios tan lejos. Para colmo de males, la gasolina por las nubes y las regalías por el suelo. Cada viaje cuesta un ojo de la cara. Pero tampoco lo sabes. ¿A quién le prestaste The Dark Side of the Moon? Se me extravió el anillo que me trajiste de Taxco y tus amigotes jamás devolvieron la guitarra. Acá la cosa está fea, para qué te cuento. Venir por estos rumbos es un riesgo: expones a tu mujercita. El vigilante ya me echó el ojo. Buenota que estoy, qué culpa, por algo dicen que me dejaste enterota. Los bichos se me pegan al sombrero, los ventarrones me enredan las cintas y el tierrero echa a perder los tacones. Menos mal que no ves cuando salgo de aquí, porque parezco un náufrago. Más que fea. Los ladrones se le entraron a la comadre la otra noche y la dejaron sin nada. La cosa está más que fea, te digo. Vives en la ignorancia, querido, siempre fuiste tan despistado. Se robaron la bicicleta. Considérame, por Dios, voy a terminar yendo a la playa en autobús. Ay, las ganas que tengo de nadar desnuda. Ando un poco loca y voy a hacer lo que me dé la gana. Así que lo siento, no más flores. Además, desde marzo voy a dedicar los lunes al club de lectura. Alégrate. ¿No decías que casi no leía? Y a propósito, aunque no sé si te interesa saberlo, vamos a empezar con un libro tuyo, Arciniegas.

Vida conyugal

Mi mujer y yo hemos cambiado, más ella que yo, creo. Mientras mi mujer se estira y se contonea, rápida y furiosa, venenosa como la hiedra aunque sutil y agazapada, me encojo como un ratón y me desangro. Se desplaza por la casa sin ruido, casi invisible, y cuando menos lo espero, cuando todavía la imagino en la cocina o el baño, me respira detrás de la oreja. La miro de reojo y no digo nada. Las palabras que me trago me rasgan sin lástima. Ahí dentro las heridas supuran y así termino envenenado con mis propias miserias. Aunque sus gestos, cada vez más altaneros, son los mismos, y sus historias, todavía más retorcidas, las mismas, algo en el aire me eriza la piel. Como en una encarnizada partida de ajedrez, le desaparecí el gato cuando me quemó los libros y, por su parte, en una jugada perfecta, le escribió una carta obscena a mi madre porque le espanté un pretendiente. No había firma pero se trataba de sus inconfundibles garabatos y su tinta verde. Me estremeció hasta los huesos la minuciosa y descarnada descripción de mis más perversos deseos, y mientras manoteaba, hundiéndome sin aire en la pestilencia de un pantano sin fondo, me encontré en las venenosas líneas con otro hombre, uno que mi madre desconoció. “No vengas más”, dijo. Me aconsejó que buscara a otra que velara por mi ropa y arrojó la carta por la ventana. Poco después se internó en un asilo y se negó a recibirme. Leí la carta tres veces, la amasé con lágrimas y me la tragué. Bebí en el bar de Osiris y busqué furrusca. Volví a casa al amanecer, apaleado, con la camisa desgarrada. Uno tras otro, he perdido los botones. Unos desaparecen de un día para otro, los demás amanecen flojos y ruedan a los rincones más hambrientos. Tal vez mi mujer los confunde con monedas de oro y escarba con ansia en mis ausencias. Ya me acostumbré al vergonzoso espectáculo de deambular con el pecho al aire y de nada me serviría descubrir el tesoro, botín más bien ridículo, porque soy negado para el hilo y la aguja. Y para otras tantas cosas. “No sirves ni para muerto porque te tragas las velas”, dijo mi mujer esa vez que me caí del mango y pasé la semana en el hospital. Soy bruto, torpe, oscuro. Pero ella, tan despiadada, ni siquiera es bonita. Se le secaron las piernas y las tetas dan pesar, aunque sigue dando guerra. ¿Qué le verán? Su café sabe a cucaracha y el arroz se le quema, como si pretendiera matarme de hambre. El rencor de otros hombres se derrama en las paredes y ella cree que todas esas frases malintencionadas son mías. No es así. Voy al solar, abro un hueco en la tierra hasta destrozarme las manos y escondo mis gritos. En fin, me pregunto si todavía es mi mujer porque a veces, en mitad de la noche, la sorprendo mirándome como una serpiente.

Metamorfosis

Fui a visitar a la abuela y en el camino me convertí en niña. “Tan linda”, dijo la abuela. Cuando volví a casa era otra vez un niño. “¿Ya hiciste las tareas?”, preguntó mamá.

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