martes, 22 de diciembre de 2020

Maggie O'Farrell / La extraña desaparición de Esme Lennox VI

 


Maggie O'Farrell

La extraña desaparición de Esme Lennox 

VI

Iris se mete en el escaparate de su tienda. Le quita el traje de terciopelo al maniquí, lo sacude, alinea las costuras de los pantalones y los cuelga en una percha. Luego, en el mostrador, desenvuelve capas y capas de protección de muselina hasta sacar un vestido escarlata doblado. Lo sostiene con cuidado por los hombros, lo sacude y el vestido se abre como una flor.

    Lo acerca a la luz de la ventana. Es la clase de prenda que sólo obtiene muy de cuando en cuando. Una vez en la vida, casi. Alta costura, pura seda, un diseñador famoso. Una mujer había llamado diciendo que estaba recogiendo el guardarropa de su madre y había dado con unos «vestidos muy bonitos» en un baúl. Aunque Iris no esperaba gran cosa, acudió de todas formas. Cuando la mujer abrió el baúl, entre los habituales sombreros aplastados y faldas desvaídas, apareció un destello rojo, un dobladillo cortado al bies, un puño estrecho.
    Iris lo pasa por los hombros del maniquí y va tirando del bajo, enderezando una manga, añadiendo un alfiler o dos a la espalda. El perro la observa desde su cesta con ojos ambarinos.
    Cuando termina, sale a la calle a analizar el trabajo. El perro la sigue hasta el umbral, pero no pasa de ahí, jadea ligeramente preguntándose si habrá un paseo en perspectiva. El vestido es impecable, perfectamente confeccionado. Tiene medio siglo y ni una sola marca. Tal vez ni siquiera llegaron a estrenarlo. Cuando Iris le preguntó a la mujer dónde podría haberlo comprado su madre, la otra contestó, encogiéndose de hombros, que su madre hacía muchos cruceros.
    —¿Qué te parece? —le pregunta Iris al perro, al tiempo que retrocede un paso. El animal bosteza mostrando el rosado paladar.
    Ya en la tienda, Iris gira el maniquí cuarenta y cinco grados y de pronto da la impresión de que la figura del vestido rojo está a punto de saltar del escaparate a la calle. Busca en la trastienda un bolso cuadrado y lo deja a los pies del maniquí. Sale a echar otro vistazo. Hay algo que falla. ¿Será el ángulo del maniquí? ¿Los zapatos de piel de serpiente?
    Iris suspira y se vuelve de espaldas al escaparate. El vestido la pone nerviosa, aunque no sabe muy bien por qué. Es demasiado perfecto, demasiado bueno. No está acostumbrada a manejar objetos tan impecables. En realidad le gustaría quedárselo, pero de inmediato lo descarta. Imposible. Ni siquiera ha consentido en probárselo, porque sabe que si lo hiciera nunca se lo quitaría. No puedes permitírtelo, se reprende seriamente. Quienquiera que lo compre, estará encantada con él. Con ese precio, por fuerza habrá de encantarle. Seguro que irá a parar a una buena casa.
    Por hacer algo saca el móvil y llama a Alex. Echa otra mirada torva al escaparate cuando oye la conexión de la línea y respira, dispuesta a hablar. Pero es la voz de Fran la que responde:
    «Hola, éste es el móvil de Alex.» Iris lo aparta de la oreja y lo cierra con un chasquido.
    Por la tarde entra un hombre. Se entretiene limpiándose los zapatos en el felpudo, lanzando miradas al local. Iris le sonríe y vuelve a inclinar la cabeza sobre su libro: no le gusta presionar a los clientes. De todas formas, lo mira a hurtadillas. El hombre cruza el centro despejado de la tienda y cuando llega a una percha de negligés y carnisolas da un respingo como un caballo asustado.
    Iris deja el libro.
    —¿Puedo ayudarlo?
    El hombre tiende la mano hacia el mostrador y parece apoyarse en él.
    —Estoy buscando algo para mi mujer —anuncia con expresión ansiosa. Se nota que quiere a su mujer y desea complacerla—. Una amiga suya me comentó que le gustaba esta tienda.
    Iris le enseña una rebeca de cachemira de color brezo, unas zapatillas chinas con peces naranja bordados, un bolso de ante con el cierre dorado, un cinturón de piel de cocodrilo, un pañuelo abisinio tejido con plata, un corpiño con flores bordadas, una chaqueta con el cuello de plumas de avestruz, un anillo con un escarabajo incrustado.
    —¿Podría ver eso? —pide el hombre, alzando la cabeza.
    —¿El qué? —pregunta Iris, al tiempo que oye el timbrazo del teléfono detrás del mostrador. Se agacha para contestar—. Diga.
    Silencio.
    —¿Diga? —insiste, tapándose la otra oreja con la mano.
    —Buenas tardes —saluda una refinada voz masculina—. ¿Es un momento oportuno para hablar con usted?
    Iris desconfía al instante.
    —Es posible.
    —Llamo por... —la voz queda ahogada por un fragor de ruido estático y reaparece unos segundos después— y reunirse con nosotros.
    —Perdone, no le he entendido.
    —Llamo por Euphemia Lennox —expone el hombre, cuya voz suena ofendida.
    Iris frunce el ceño. El nombre le suena vagamente.
    —Lo siento, pero no sé quién es.
    —Euphemia Lennox.
    Iris mueve la cabeza, confusa.
    —Me temo que no...
    —Lennox —repite el hombre—. Euphemia Lennox. ¿No la conoce?
    —No.
    —Me habré equivocado de número. Discúlpeme.
    —Un momento —salta Iris, pero la línea se ha cortado. Se queda mirando el teléfono un instante antes de colgar.
    —Número equivocado —informa al cliente, y ve que la mano de éste oscila entre las zapatillas chinas y un bolsito de cuentas con la hebilla de carey. Por fin la posa sobre el bolso.
    —Esto.
    Iris se lo envuelve en papel de seda dorado.
    —¿Cree que le gustará? —pregunta el hombre al recibir el paquete.
    Iris se pregunta cómo será su mujer, qué clase de persona. Qué extraño debe de ser el matrimonio, estar tan atada, tan enganchada a otra persona.
    —Seguro que sí —contesta—. Pero si prefiere otra cosa, puede venir y cambiarlo.
    Después de cerrar la tienda, Iris se dirige en coche hacia el norte; deja atrás el casco antiguo, a través del valle que antes albergaba un lago, y recorre las calles de la parte nueva de la ciudad en dirección a los muelles. Aparca de cualquier manera en una zona sólo para residentes y llama al timbre de un importante bufete de abogados. Es la primera vez que acude allí. El edificio parece desierto, la luz de la alarma parpadea sobre la puerta, todas las ventanas están oscuras. Pero sabe que Luke se encuentra dentro. Inclina la cabeza hacia el portero automático, esperando oír su voz. No se oye nada. Pulsa de nuevo el botón y espera. Entonces oye un chasquido y la puerta se abre hacia ella.
    —Señora Lockhart, supongo que tiene usted hora, ¿no?
    Iris lo mira de arriba abajo. Lleva la camisa remangada y la corbata suelta.
    —¿Es necesario concertar una cita?
    —No. —El hombre le agarra la muñeca, luego el brazo, luego el hombro, y tira de ella hacia el portal.
    Le besa el cuello, cerrando la puerta con una mano mientras con la otra se abre camino por dentro de su abrigo y debajo de la blusa, en torno a la cintura, sobre los pechos, por las vértebras. La lleva, casi la arrastra, por la escalera y ella tropieza con los tacones. Luke la sujeta del codo e irrumpen por una puerta de cristal.
    —Bueno —dice Iris, mientras él se quita la corbata y la arroja—. ¿Aquí hay cámaras de seguridad?
    Él niega con la cabeza y la besa. Forcejea con la cremallera de la falda, mascullando palabrotas mientras se esfuerza. Iris le cubre las manos con las suyas y la cremallera acaba cediendo, la falda se desliza al suelo y ella la lanza de una patada por los aires, haciendo reír a Luke.
    Se conocieron hace dos meses, en una boda. Ella odia las bodas. Las odia con pasión. Eso de andar desfilando con ropa ridícula, la publicidad ritual de una relación privada, los interminables discursos de los hombres en nombre de las mujeres. Pese a ello, en ésa se lo pasó muy bien. Una de sus mejores amigas se casaba con un hombre que a Iris le caía bien, para variar; la novia llevaba un vestido precioso, para variar; los asientos no estaban asignados, no hubo discursos y no los llevaron de un sitio a otro como al ganado para hacerse fotos espantosas.
    Todo ocurrió gracias al atuendo de Iris: un vestido de noche sin espalda, de crepé de China verde, que ella había modificado para la ocasión. Llevaba un rato hablando con una amiga, pero sin perder de vista al hombre que se había sentado junto a ellas y bebía champán mirando en torno a la marquesina con un aire seguro y sereno, saludando a alguien de vez en cuando, pasándose la mano por el pelo.
    —Menudo vestido llevas, Iris —comentó la amiga.
    Y el hombre, sin mirarlas siquiera, sin inclinarse hacia ellas, replicó:
    —En realidad no es un vestido. ¿No es lo que antes se llamaba un traje de fiesta?
    Iris lo miró directamente por primera vez.
    Demostró ser un buen amante, tal como Iris había supuesto. Considerado sin resultar demasiado serio, apasionado sin llegar a empalagoso. Esa noche, sin embargo, a Iris le parece detectar un ligero atisbo de prisa en sus movimientos. Abre los ojos y lo mira con los párpados entornados. Él tiene los ojos cerrados, la expresión absorta, concentrada. La levanta para llevarla de la mesa al suelo y entonces sí, Iris lo ve echar un vistazo al reloj por encima del ordenador.
    —Dios mío —exclama él después, demasiado pronto, le parece a Iris, antes incluso de haber recuperado la respiración normal, antes de que el corazón se calme en su pecho—. ¿Te puedes pasar por aquí todos los días?
    Iris se pone boca abajo, notando el tacto áspero de la moqueta en la piel. Luke le besa la zona lumbar, acariciándole la espalda con la mano, luego se incorpora, se acerca a la mesa y se viste. Se intuye cierta urgencia en sus movimientos: se sube los pantalones bruscamente, se baja la camisa de un tirón.
    —¿Te esperan en casa? —Iris, todavía en el suelo, procura articular lentamente cada palabra.
    Él consulta el reloj mientras se lo pone en la muñeca y esboza una mueca.
    —Le dije que me quedaría a trabajar hasta tarde.
    Ella coge un clip que se ha caído y mientras lo abre recuerda sin venir al caso que en francés se llaman
trombones.
    —De hecho debería llamarla —murmura Luke. Se sienta al escritorio y coge el teléfono. Tamborilea con los dedos mientras espera, luego sonríe a Iris, un rápido gesto que desaparece al decir—: ¿Gina? Soy yo. No, todavía no.
    Iris tira el clip ya sin forma y coge las bragas. No tiene problemas con la mujer de Luke, pero tampoco le apetece tener que escuchar su conversación. Recoge su ropa del suelo, una prenda tras otra, y se viste. Se ha sentado para subirse la cremallera de las botas cuando Luke cuelga. El suelo se estremece mientras se acerca a ella.
    —No te irás ya, ¿no?
    —Pues sí.
    —No te vayas. —Se arrodilla y le rodea la cintura con los brazos—. Todavía no. Le he dicho que tardaría en llegar. Podríamos pedir algo de comida. ¿Tienes hambre?
    Ella se endereza el cuello.
    —Debo irme.
    —Iris, quiero dejarla.
    Ella se frena en seco. Intenta levantarse, pero él la sujeta con fuerza.
    —Luke...
    —Quiero dejarla para estar contigo.
    Por un momento Iris se queda sin palabras. Luego empieza a desprenderse de él.
    —Por Dios, Luke. No quiero hablar de eso. Tengo que irme.
    —No, aún puedes quedarte un rato. Tenemos que hablar. Yo no puedo seguir así. Acabaré volviéndome loco si he de continuar fingiendo que no ocurre nada con Gina cuando me paso cada minuto del día desesperado por...
    —Luke. —Iris le quita un pelo suyo de la camisa—. Me voy. He quedado con Alex para ir al cine y...
    Luke frunce el ceño y la suelta.
    —¿Vas a ver a Alex?
    Luke y Alex sólo se han visto una vez. Iris llevaba saliendo con Luke una semana más o menos cuando Alex se presentó sin avisar en su casa. Tenía esa costumbre cada vez que su hermana empezaba una relación. Iris podría jurar que le avisaba un sexto sentido.
    —Te presento a Alex —dijo al entrar en la cocina, con el mentón tenso de irritación—, mi hermano. Éste es Luke.
    —Hola. —Alex se inclinó sobre la mesa tendiendo la mano.
    Luke se levantó para estrechársela. Sus dedos de anchos nudillos engulleron los de Alex. A Iris le impactó elcontraste entre ambos: Luke, un mesomorfo moreno y grandón, junto al ectomorfo pálido y larguirucho que era Alex.
    —Alexander, me alegro de conocerte.
    —Alex —lo corrigió éste.
    —Alexander.
    Iris miró a Luke. ¿Lo hacía a propósito? De pronto se sintió muy pequeña, disminuida por los dos hombres que descollaban sobre ella.
    —Es Alex —saltó—. Y ahora os sentáis los dos y vamos a tomar una copa.
    Luke obedeció. Iris sacó otra copa para Alex y sirvió vino. Luke miraba de Alex a Iris y viceversa. Sonrió.
    —¿Qué? —Ella dejó la botella.
    —No os parecéis en nada.
    —Bueno, ¿por qué habríamos de parecemos? En realidad no somos parientes de sangre.
    Luke pareció desconcertado.
    —Pero yo creía...
    —Es mi hermanastra. Mi padre se casó con su madre.
    —Ah. —Luke inclinó la cabeza.
    —¿No te lo había dicho? —preguntó Alex, cogiendo la botella de vino.
    Cuando Luke fue al baño, Alex se arrellanó en la silla, encendió un cigarrillo, miró en torno a la cocina, sacudió algo de ceniza de la mesa, se ajustó el cuello. Iris se quedó mirándolo. ¿Cómo se atrevía a quedarse ahí sentado como si nada? Dobló su servilleta en una larga tira y le dio un fuerte golpe con ella en la manga.
    Él se sacudió más ceniza de la camisa.
    —Me has hecho daño —se quejó.
    —Me alegro.
    —Bueno. —Alex dio una calada.
    —¿Bueno qué?
    —Bonita camiseta —repuso él, todavía sin mirarla.
    —¿La mía o la suya? —espetó ella.
    —La tuya. —Por fin la miró—. Por supuesto.
    —Gracias.
    —Es demasiado alto.
    —¿Demasiado alto? ¿Qué quieres decir?
    Alex se encogió de hombros.
    —No sé si yo podría llevarme bien con alguien que me sacara tantos centímetros.
    —No digas tonterías.
    Alex apagó el cigarrillo en el cenicero.
    —¿Puedo preguntar cuál... —trazó un círculo con la mano en el aire— es la situación?
    —No —se apresuró a contestar ella. Luego se mordió el labio—. No hay ninguna situación.
    Alex enarcó las cejas. Iris retorció la servilleta.
    —Vale —murmuró él—. Pues no me lo digas. —Movió bruscamente la cabeza hacia la puerta, hacia el ruido de pasos en el suelo de madera—. Ahí vuelve el tortolito.


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