lunes, 20 de noviembre de 2023

Casa de citas / A. S. Byatt / La cinta rosa



A. S. Byatt
LA CINTA ROSA 
(fragmento)


 Esa noche, en la cama, lo invadió un recuerdo tan vivido —como le sucedía cada vez con mayor frecuencia— que por unos momentos pareció como si fuera real y estuviera pasando allí y en ese instante. Era algo que le ocurría más y más a menudo cuando resbalaba y perdía pie en la pendiente que separaba el sueño de la vigilia. Daba la impresión de que no hubiera más que una membrana separándolo de la vida del pasado, así como sólo había estado el amnios separándolo del aire libre en el momento del nacimiento. En la mayoría de los recuerdos era un niño otra vez y deambulaba por los campos cubiertos de coloridas margaritas de su infancia, en medio de un intenso olor a caballo, chapoteaba en los arroyos de truchas, oía a sus padres discutir en voz baja, o paseaba en burro por la vasta playa de arena húmeda. Pero esta vez revivió su primera noche con Madeleine.

    Ambos eran estudiantes y vírgenes; él se había debatido entre el miedo y la esperanza de que ella no lo fuera, ya que quería ser el primero y al mismo tiempo no quería que resultara un fiasco o un fracaso aún peor. No se lo había preguntado hasta que se desnudaron en el cuarto de hotel que habían alquilado. Ella se había vuelto para mirarlo burlonamente a través de sus negros cabellos, mientras se quitaba de éste las horquillas, dándose cuenta plenamente de sus dos temores.

    —No, no ha habido otro, y sí, tendrás que arreglártelas partiendo de cero, pero como los seres humanos siempre se las han arreglado muy bien, probablemente lo conseguiremos. No lo hemos hecho tan mal hasta ahora —dijo, mirándolo con los ojos entrecerrados para recordarle los manoseos cada vez más complejos y atormentadores, en coches, en habitaciones de la universidad, en el río cerca de las raíces de los sauces.

    Ella siempre había mostrado una clara ausencia —chocante incluso— de la natural renuencia femenina, de pudor y hasta de ansiedad. Amaba su propio cuerpo, y él lo idolatraba.

    Se pusieron a ello, dijo Madeleine más tarde, con uñas y dientes, con plumas y terciopelo, con sangre y miel. Esa noche él revivió una relación íntima que había ido olvidando lentamente durante los años de guerra, así como otros momentos de maravillosa vehemencia que le habían sido arrebatados, y luego la destrucción del hábito. Recordaba haber sentido, y luego pensado: «Ningún otro ha sabido jamás cómo es esto verdaderamente, ningún otro lo ha comprendido de verdad, o la raza humana sería diferente». Y cuando se lo dijo a Madeleine, ella rió con su risa irónica y le dijo que era un presuntuoso —«Ya te dije, James, que todo el mundo lo hace, en mayor o menor medida»—, pero enseguida se echó a llorar y lo besó por todo el cuerpo, y sus ojos ardientes de lágrimas se movían por su vientre como insectos exploradores, y su voz ahogada decía: «No me hagas caso, te creo, ningún otro jamás...».

    Y esa noche —mientras se remontaba hacia la vigilia como una trucha en el río para volver a sumergirse— no supo si era un alma en éxtasis o atrapada en las redes del tormento. Sus manos eran nerviosas y ágiles y eran torpes y vacilantes. La mujer lo montaba, arqueada en su gozo, y a la vez yacía sobre él como masilla.

    Y él, a quien se le habían empañado los ojos pero que jamás había llorado, los sintió llenos de lágrimas.


La cinta rosa
El libro negro de los cuentos


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