miércoles, 17 de octubre de 2018

Triunfo Arciniegas / Diario / Roberto Burgos Cantor

Roberto Burgos Cantor
Bogotá, 2010
Foto de Triunfo Arciniegas

Triunfo Arciniegas
Roberto Burgos Cantor
17 de octubre de 2018

Era fácil de tratar, sin la típica arrogancia de los intelectuales. Un caballero que supo mantener vivo el asombro de los niños y con quien se podían celebrar los asuntos elementales de la vida. De amena y amable conversación, de un delicado sentido del humor. Más que al escritor, el admirable escritor, vamos a extrañar la maravillosa persona que era.

Alguna vez fui editor o asesor editorial o, con más exactitud, sufridor editorial. María Fernanda Paz-Castillo y yo soñamos un libro, Los días del asombro, para que nueve escritores colombianos hablaran de sus ciudades. Nueve amigos. A Roberto Burgos le correspondió, por supuesto, Cartagena de Indias. Nos entregó un texto perfecto que me hechizó de principio a fin, y menos mal que fue así porque era tal el respeto con el escritor que no hubiera podido rechazar o modificar una sola línea. Sólo un mal editor puede afirmar tal cosa. Mafe, que no es mala, señaló un par de cosas que Roberto resolvió de inmediato. Estos editores, por Dios. El libro me sirvió, entre otras cosas, para saber qué no voy a ser en mi próxima vida.

Fui su chofer en Cúcuta. Con Juan Manuel Roca, Ramón Illán Bacca y Alberto Barrera Tyszka recorrimos las calles del centro. Alberto buscaba antros de perdición pero no supe encontrarlos. Roberto se reía de ambos. Le asombraba tanto el tamaño de La Bronco que conducía como de las botas que había comprado para visitar La Patagonia. En nuestros encuentros siempre me preguntó por la camioneta y aún tengo pendiente el viaje al fin del mundo. Me queda la imagen de Roberto y otro escritor jugueteando en la piscina del hotel Bolívar con una bellísima poeta. Creo que pretendían ahogarla.

En estos días estuve recorriendo sus territorios, buscando apartamento, desde Belalcázar hasta La Soledad y Teusaquillo, y pasé más de una vez frente al edificio donde vivía. Quise llamarlo para tomarnos un café pero no encontré su número en mi nuevo celular. Me dije que debía llamar a Jaime Echeverri, uno de sus amigos, pero lo dejé pasar, y ahora ese café quedó aplazado para siempre.

Queda el consuelo de su obra pero, por bueno que sea, me digo, no hay libro que remedie el vacío. Sin Roberto Burgos, sin su presencia caribe y marina, en este triste día los vientos en el patio andan más perdidos que nunca, como mi corazón cubierto por el polvo de las horas sin consuelo.











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