EL HOMBRE QUE CANTABA
La señora P. nos mandó sentarnos a la mesa, donde había café
y un delicioso surtido de pastas. El doctor P., con evidente apetito,
canturreando, se abalanzó sobre las pastas. Rápida, ágil, automática y
melodiosamente atrajo hacia sí las fuentes y fue cogiendo pastas en un gran
flujo gorgoteante, una canción comestible de alimentos hasta que, de pronto, se
produjo una interrupción: se oyó un golpeteo ruidoso y perentorio en la puerta.
Sorprendido, desconcertado, paralizado por la interrupción, el doctor P. dejó
de comer y se quedó congelado, inmóvil en la mesa, con una expresión de
desconcierto ciego, indiferente. Veía la mesa, pero ya no la veía; no la
percibía ya como una mesa llena de pastas. Su esposa le sirvió café: el aroma
le cosquilleó el olfato y lo devolvió a la realidad. Se reinició la melodía de
la hora de comer.
¿Cómo puede ser capaz de hacer las cosas? ¿Qué pasa cuando
se viste, cuando va al retrete, cuando se da un baño? Seguí a su esposa a la
cocina y le pregunté cómo se las arreglaba, por ejemplo, para vestirse.
—Es lo mismo que cuando come —me explicó—. Yo le coloco la
ropa que va a ponerse en el sitio de siempre y él se viste sin ningún problema,
canturreando. Todo lo hace así, canturreando. Pero si hay algo que lo interrumpe
y pierde el hilo, se paraliza del todo, no reconoce la ropa... ni su propio
cuerpo. Canta siempre: canciones para la comida, para vestirse, para todo. No puede hacer nada si no lo
convierte en una canción.
Oliver Sacks
El hombre que confundió a su mujer con un
sombrero
Anagrama,
Barcelona, 2006, pp. 36 - 37
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