viernes, 12 de abril de 2013

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Arturo Pérez-Reverte
Lope de Vega

─Ahí viene Lope ─dijo alguien.
Todos se quitaron los sombreros cuando Lope, el gran Félix Lope de Vega Carpio, apareció caminando despacio entre los saludos de la gente que se apartaba para dejarle paso, y se detuvo unos instantes a departir con don Francisco de Quevedo, quien lo felicitó por la comedia que representaban al día siguiente en el corral del Príncipe: acontecimiento teatral al que Diego Alatriste había prometido llevarme, y yo iba a presenciar por primera vez en mi vida. Después, don Francisco hizo algunas presentaciones.
─El capitán don Diego Alatriste y Tenorio… Ya conoce vuestra merced a Juan Vicuña… Diego Silva… El jovencito es Íñigo Balboa, hijo de un militar caído en Flandes.
Al oír aquello, Lope me tocó un momento la cabeza con espontáneo gesto de simpatía. Fue la primera vez que lo vi, aunque tendría después otras ocasiones; y recordaré siempre su continente sexagenario y grave, su digna figura clerical vestida de negro, el rostro enjuto con cabellos cortos, casi blancos, el bigote gris y la sonrisa cordial, algo ausente, como fatigada, que nos dedicó a todos antes de proseguir camino rodeado por muestras de respeto.
─No olvides a ese hombre ni ese día ─me dijo el capitán, dándome un afectuoso pescozón en el mismo sitio donde Lope me había tocado.
Y no lo olvidé nunca. Todavía hoy, tantos años después de aquello, me llevo la mano a la coronilla y siento allí el contacto de los dedos afectuosos del Fénix de los Ingenios. Ni él, ni don Francisco de Quevedo, ni Velázquez, ni el capitán Alatriste, ni la época miserable y magnífica que entonces conocí, existen ya. Pero queda, en las bibliotecas, en los libros, en los lienzos, en las iglesias, en los palacios, calles y plazas, la huella indeleble que aquellos hombres dejaron de su paso por la tierra. El recuerdo de la mano de Lope desaparecerá conmigo cuando yo muera, como también el acento andaluz de Diego de Silva, el sonido de las espuelas de oro de don Francisco de Quevedo al cojear, o la mirada glauca y serena del capitán Alatriste. Pero el eco de sus vidas singulares seguirá resonando mientras exista ese lugar impreciso, mezcla de pueblos, lenguas, historias, sangres y sueños traicionados: ese escenario maravilloso y trágico que llamamos España.

Arturo Pérez-Reverte
El capitán Alatriste
Madrid, Alfaguara, 2001, pp. 186-187





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