Herminda Cáceres, de apenas 16 años, con Triunfo en su barriga |
Triunfo Arciniegas
MI MADRE
Pamplona, 6 de enero de 2013
Mi madre
hubiera cumplido hoy setenta y tres años. Sería casi tan joven como Mick Jagger
y Tom Waits, que nunca serán viejos. De hecho, algunos de sus cantantes siguen
vivos. Mi madre no era fanática del rock, que consideraba un ruido
insoportable, sino de los cantantes mexicanos, de Leo Dan, de Palito Ortega, de
Sandro. Y leía. Por ella supe de la muerte de Pablo Neruda el mismo 23 de noviembre
de 1973.
Mi madre
falleció en el año 2ooo, después de catorce años de enfermedad, cuando apenas
había cumplido los sesenta. Qué curioso, ya llegará el día en que seré mayor
que mi propia madre. ¿No es un poema de Vallejo? Mi padre, que ya redondea los
ochenta, aún sigue por esta tierra de nadie. Pero ese es otro cuento.
Mi madre no
volvió a caminar desde una desastrosa cirugía en el hospital de pobres San Juan
de Dios de Pamplona. Su cuerpo se atrofió año tras año. Su rostro agrietado
evidenció el ultraje. Sus alas rotas ya no dieron abasto. Sabíamos que iba a
morir y nos preparábamos. Era como si claváramos puertas y ventanas para
sobrevivir. Por supuesto, ignorábamos las dimensiones del vendaval. Fue
devastador. El dolor de su muerte, que sólo se atenuó cinco años después,
siempre irá conmigo.
He subido a De
otros mundos un poema en su
honor, "Ceremonias",
de apenas tres líneas, con la traducción al inglés de Anabel Torres: Allí mi madre / teje con hilos de luz / la sangre de sus noches. Es el
mismo poema que abre Mujeres,
mi único pecado en el territorio de la poesía hasta el momento. Confieso que no
entiendo del todo estas tres líneas. Tal vez quiero señalar los materiales
que constituyeron la vida de mi madre junto a su único hombre: el gozo y
el martirio, los siete varones y las siete hembras que trajo a un mundo de
pobreza y pequeñas dichas durante el breve instante de veinte años. La voz de
mi madre sigue en mi memoria. Le hablaba a papá durante horas, en la noche, en
la oscuridad, de los distintos afanes de la vida cotidiana, y papá sólo
escuchaba. No éramos tantos todavía y dormíamos en la misma habitación, mis
padres en una cama y nosotros en otra. Nosotros éramos cinco hermanas y yo, cinco
mujeres que manoteaban y pateaban sin compasión, hasta que me pasé a dormir
sobre una mesa tan pequeña que debí anexar una banca para apoyar los pies. Los
gemidos de mi madre siguen en mi memoria.
Pienso que hoy,
con este sol tan bonito y la placidez de este enero tan lento, la hubiera
buscado en la casa de una de mis hermanas y hubiéramos conversado un largo rato,
mientras llegaban los demás. Seguimos vivos. Tenemos un hermano que entra y
sale de la cárcel con descarada frecuencia, una hermana que vive lejos y dos
que murieron casi en el vientre de mamá. Los demás siguen por ahí, al alcance de
la mano, con sus propios afanes. Nuestra madre era el punto de encuentro. Acudíamos como los pollitos
detrás de la gallina a la casa de turno y allí nos enterábamos de todo, allí
conocíamos los nuevos sobrinos, siempre era difícil precisar quién era hijo de
quién. Hemos sido algo prolíficos, sin atrevernos a igualar a nuestro padre,
que engendró dieciséis: catorce en casa y dos por fuera.
Tal vez
hubiéramos peleado. Mamá siempre me contradecía. Le hubiera contado de mis
proyectos y le habría pedido que invocara a sus santos para llevarlos a buen
término. Al final, por supuesto, le cumplía con su porcentaje. Siempre fue una
magnífica comerciante, una de las pocas personas que vendió mis libros y nunca
me quedó mal. Negociaba con todos, por decirlo de alguna manera. Vivía
pendiente de todos sus hijos, bendito ángel de la guarda. Sin ella hemos
quedado literalmente perdidos. Siento que sin ella nos quedó toda una vida por
vivir.
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