Dita von Teese |
I’m not wearing any short skirts. I’m not an exhibitionist!
Dita Von Teese: ‘Even when I was a bondage model, I had big-time boundaries’
Dita von Teese |
I’m not wearing any short skirts. I’m not an exhibitionist!
Dita Von Teese: ‘Even when I was a bondage model, I had big-time boundaries’
Marcel Proust |
La época durante la cual trabajé en el guión de Proust ha sido una de las más hermosas de mi vida; a tal grado resultó una aventura, una verdadera exploración del universo de un escritor. Me pasé tres meses leyendo exclusivamente En busca del tiempo perdido, todos los días, todo el día. Tenía la vieja traducción inglesa de Scott-Moncrieff, pero acudía sin cesar al original, con ayuda de la formidable mujer y talentosa traductora que es Barbara Bray. Los tres juntos, Barbara, Joseph Losey y yo, colaboramos intensamente. El trabajo estuvo hecho de larguísimas discusiones, muchas investigaciones documentales y viajes a Illiers, Cabourg, visitas a mansiones aristocráticas, para empaparnos del mundo proustiano. […] Luego de nuestro dilatado trabajo preparatorio, Joe me dijo: Ha- rold, es hora de que te pongas a escribir’. Estuve de acuerdo con él. Así que al día siguiente me levanté y me instalé en mi oficina; miré entonces las toneladas de notas que había ido acumulando, los montones de libros que había consultado sobre tal o cual tema, y me paré frente a la ventana mientras fumaba cigarrillo tras cigarrillo. Consideré que era hora de hablarle a Joe: ‘No puedo; no me sale’. Joe me dijo: ‘Sal y dale una vuelta al parque’. Sin dudar lo obedecí y me fui a dar una vuelta a Regent’s Park. De regreso, volví a telefonearle: ‘No hay nada que hacer. Sigue sin ocurrírseme nada’. ‘No te queda otra más que dormir’, me respondió con un tono tranquilizador. Así que me fui a acostar. A la mañana siguiente fue lo mismo. Sin pensarlo demasiado tomo el teléfono: ‘Es imposible, Joe’. Joe, tranquilo, sin inmutarse, me dice entonces: ‘Ya sé lo que tienes que hacer’. Le pregunto ansioso ‘¿Qué?’. ‘¡Comenzar!’. Y no me quedó otra que comenzar, y al comenzar todo vino de golpe: las imágenes, los sonidos, los colores, los olores fueron sumándose al flujo de las imágenes que iba urdiendo. Metí el acelerador y sin detenerme terminé el guión.
Harold Pinter / Por el camino de Proust
Ilustración de Maurice Sendak |
"Estoy obsesionado con la niñez y no valgo para nada más. Quiero contar unas anécdotas sobre niños que dotaron de color para siempre a mi visión sobre la naturaleza humana."
"Esta es una historia sobre Rosie. Rosie era una niña de Brooklyn, que se volvió prototípica. Todos los personajes que yo he hecho son ella. [...] Era el año 1943. Estudié a Rosie durante un año más o menos, del 43 al 44. Durante la Guerra, mi hermano estaba desaparecido en las Filipinas. Eran los días más oscuros del Holocausto. Y la única forma que yo lograba sobrevivir era cogiendo una silla, colocándola al lado de la ventana y poniéndome a observar a Rosie, que estaba justo en frente de mí... y actuaba en la calle. Parecía completamente ignorante de mi presencia, lo cual era perfecto. Y bajaba todos los días, toda vestida, con un gigantesco sombrero amarillo y una enorme pluma y una especie de chal, mantón o bufanda deshilachada. Llevaba un largo vestido rojo, del que le asomaban los pies. Y yo simplemente la observaba.
Rellené entre 14 y 20 cuadernos de dibujo grandes: qué decía Rosie, qué hacía Rosie, qué aspecto tenía, todos los demás niños de la calle y qué pasaba entre ellos. Mucho sí que lo usé más tarde. En fin. Este incidente en concreto ocurrió un día de mucho calor.
Su cometido -y ella era plenamente consciente de ello-, era hacer que el espectáculo fluyera, porque el resto del grupo era una panda de niños torpones y moribundos que la adoraban y odiaban a partes iguales. Porque sabían que ella tenía ese algo y cuando se lo daba, una historia imaginaria o lo que fuera, la adoraban. Si fracasaba, la odiaban. ... Y ella se tomaba muy en serio su cometido. Y la experiencia de ver cómo arrancaba, cómo ponía en marcha el motor...
Este día hacía mucho calor, era junio, y los niños estaban allí en los escalones y ella estaba allí con su hermano, Pudgy, que era mucho más joven que ella y era su saco de boxeo personal y su mejor amigo. Sentada, después de un largo silencio (no podía tardar ya en comenzar...), dijo: "¿Os habéis enterado de quién ha muerto?" Claro, todo el mundo alzó la vista. La mejor frase del mundo. Yo también alcé la vista. A pesar de lo bien que la conocía, siempre volvía a caer. La miraron y preguntaron: "¿Quién?". Dijo ella: "La abuela, se murió mi abuela. Al alba. Y Pudgy la empuja y le dice: "La abuela..:" y le dice ella "Cállate". Y él sabía bien cuál era su lugar.
Y esto es lo que pasó. Estaba lleno de detalles que yo reconocía y era tan lista como artista que había pensado en miles de detallitos para enriquecer la historia y hacer real esta fantasía absolutamente loca. La vi contarlo todo desde la ventana. Yo vivía en un bloque de cuatro casas y Rosie vivía en frente, en un bloque de una sola casa. Y en el piso de arriba, en la parte del ático, vivía su abuela. Era una mujer muy corpulenta, muy tosca. Y lo que hacía, y lo que hacía también mi madre y otras mujeres, era colgar los almohadones por la ventana y luego con una cosa de paja los sacudían y golpeaban y el polvo salía volando por todas partes. Lo hacía todo el mundo. Lo que pasó aquel día, al alba, es que Rosie oyó los golpes y se preguntó por qué lo estaría haciendo tan temprano su abuela, y su dormitorio y el dormitorio de Pudgy estaban justo debajo del apartamento del ático, y oyó unos crujidos y unos lamentos y unos jadeos y la enorme mujer se cayó. Oyó un estruendoso golpe. Y Pudgy se despertó y le dijo: "¿Qué crees que...?" y Rosie le dijo: "Shhhh. No despiertes a Mamá y a Papa. Se pondrán nerviosos".
Así que ella sola subió las escaleras y allí estaba la abuela, respirando a duras penas, muriéndose. Y Rosie, que sabía lo que hacer porque había visto todas aquellas películas de Irene Dunne y Bette Davis, saltó encima de su abuela y le empezó a golpear el pecho y cuando la cosa no pintaba demasiado bien, o, mejor dicho, su abuela no pintaba demasiado bien, se acerco y le dio el gran beso de la vida. Lo tuvo que hacer tres veces. En vano. La abuela había muerto. Rosie hizo callar a Pudgy. Se acercó al teléfono. Y llamó al lugar donde van los muertos. Y el lugar donde van los muertos llegó y lo primero que hicieron fue ponerle un pollo en el dedo gordo del pie, para que la pudieran identificar en el sitio de los muertos. Y se la llevaron.
(Y los niños preguntaron: "¿Y nadie lo oyó? ¿Nadie...?" "Nadie lo oyó. No quería que mis padres se disgustaran"). Y el coche de las personas del lugar a donde van los muertos llegó y se la estaban llevando y... ya llegando al final de la historia...
Tenéis que imaginaros a estos niños, estaban enganchados, como lo estaba también yo... ... de repente aparece la Abuela subiendo calle arriba. Con dos bolsas de la compra grandes, enormes, con zapatillas de casa, y balanceándose de un lado para otro al andar. Era una mujer que daba miedo. Daba mucho miedo. Hablaba solo en italiano y parecía siempre que estaba maldiciendo todo lo que había en el mundo. Y cuando llegó a los escalones, miró a todos los niños con ojos de muy pocos amigos y los niños se separaron como el Mar Rojo, así. Y subió los escalones, le echó una mirada mortal a Rosie e hizo algo con sus dientes y con el pulgar, como si estuviera diciendo, "cuando subas, te voy a matar!", o así lo interpreté yo.
Cierra la puerta de un golpe, sigue subiendo las escaleras y todos los niños vuelven a formar el corro. Entonces uno de ellos le ruega: "Rosie, cuéntanos cómo se murió tu abuela".
Ilustración de Maurice Sendak |
Yo tenía veinte años, ella 10. Estaba sin empleo y con unas ganas bastante desesperadas de irme a vivir solo ya. Rosie me ocupó tanto la mano como la cabeza durante ese tiempo tan insufriblemente largo, y llenó mis cuadernos con ideas que más tarde pasarían a entrar de un modo u otro en cada uno de mis libros.Rosie era una niña feroz que me impresionó con su capacidad de imaginarse como cualquier cosa y cualquier persona que quisiera. Luego cogía sus fantasias y –literalmente- forzaba a sus amigos, menos mandones, menos interesados, a participar en ellas. Y la tremenda energía que ella invertía en estos juegos y ensoñaciones activaba y activa mi propia creatividad.
Rosie Maurice Sendak |
Estos primeros bocetos inseguros, imprecisos están repletos de una vitalidad feliz que no encontraba en ningún otro lugar en mi vida en aquel momento. Juntos, los bocetos suman una imagen del niño sobre el que se modelarían todos mis personajes futures. Me encantaba Rosie. ¡Qué bien se le daba sobrevivir cada día!Y Rosie era el hilo viviente, el vínculo entre yo en mi ventana y el “allá afuera” (outside over there). Un día por fin, salí allá afuera. Me vestí de Rosie y escribí mi propio libro.”
El primer pez
que atrapé en mi vida
no quería quedarse
quieto dentro del balde,
sino que se sacudió y succionó
la abrasadora
extrañeza del aire
y murió
con el lento brote
de los arcoiris. Luego
corté su cuerpo y separé
la carne de las espinas
y lo comí. Ahora el mar
está dentro de mí: soy el pez, el pez
brilla en mí; resucitamos,
nos enredamos, sin duda caeremos
nuevamente al mar.
Con dolor y dolor, y con más dolor
nutrimos esta trama frenética,
alimentados
por el misterio.
Mavis Gallant |
Todavía no sé qué es aquello que empuja a alguien en su sano juicio a dejar tierra firme para pasarse la vida describiendo gente que no existe. Si se trata de un juego de niños, una extensión del mundo de la fantasía, algo que te aseguran frecuentemente aquellos que escriben sobre la escritura, ¿cómo se explica que exista un deseo primordial de hacer eso y solo eso, y considerarlo una ocupación tan racional como subir a los Alpes en bicicleta?
Samuel Beckett, ante la imposible pregunta de un periódico de París: “Usted, por qué escribe?” respondió que no había otra cosa que supiera hacer: bon qu´à ça. George Bernanos decía que escribir era como remar hacia mar abierto: la línea costera desaparece, es demasiado tarde ya para dar media vuelta, y el que rema se convierte en galeote. Cuando Colette tenía setenta y cinco años y había quedado lisiada por la artritis dijo que por fin podría escribir cualquier cosa sin tener en cuenta qué le reportaría. Marguerite Yourcenar contaba que si hubiera heredado la fortuna que dejó su madre y después perdió su padre en las apuestas, es posible que no hubiera escrito una sola palabra. Jean-Paul Sartre decía que escribir es un fin en sí mismo. Yo tenía veintidós años y trabajaba en un periódico de Montreal cuando le entrevisté. No le había preguntado el porqué de la cuestión sino el qué de la cuestión en sí. El poeta polaco Alexander Wat me dijo que era como la historia del camello y el beduino, al final es el camello el que toma el relevo. Así que esa era la vida del escritor: la de un camello obstinado.
Robert Graves |
La restauración del Evangelio nazareno me llevó dos años. Ahora bien, ese libro contiene ochocientas páginas de escritura densa. Sí, más o menos dos libros por año durante cincuenta años. No es tanto. No tengo nada más que hacer. Este año he escrito seis.
No construimos autopistas. No hacemos casas. No diseñamos automóviles. No fabricamos tornillos. No descubrimos planetas. No inventamos ninguna nueva aplicación de Internet. ¿Qué hacemos en este mundo? Ponemos palabras en un papel, eso hacemos los escritores. Siempre me ha obsesionado la escasa materialidad de nuestro oficio. Suerte de que los libros al menos son objetos. El siglo XX fue el siglo de la materia, de lo corpóreo, de la industria, de los objetos contundentes. A los escritores nos fueron arrinconando en eso que se acabó llamando las industrias del entretenimiento. Los libros hace mucho que dejaron de ser revolucionarios. Ni siquiera la ciencia está cambiando el mundo. Lo está cambiando la tecnología, que es una excrecencia populista de la ciencia. Somos un legado de millones de páginas escritas, desde Homero, desde Platón, desde Aristóteles, hasta Kafka. Filosofía, poesía, novela, teatro, historia, ciencia, arte, libros y más libros. ¿Quién leerá todo eso en el futuro? Pero sin nosotros, para qué sirven las autopistas, los aviones y los viajes espaciales. Al final siempre nos acaban llamando, porque nadie sabe muy bien qué es en verdad una autopista, un avión o un viaje espacial. Nosotros acabamos explicando las cosas que ellos hacen, eso me digo a mí mismo en mis días optimistas. Y está el cine, que es una forma de literatura. Y está la música popular, que es una forma de poesía. Y está la vida, que es un misterio. Ese es nuestro negocio: el misterio de la vida. La naturaleza negará siempre a la ciencia la revelación del misterio de la vida. Porque la naturaleza ama a los poetas, y no quiere dejarnos sin trabajo. Ayer paré mi coche en un área de descanso, en mitad de una autopista. Salí del coche y me quedé mirando la prodigiosa forma de mi automóvil. El sol brillando sobre la chapa. No había nadie en el área de descanso. Era mediodía, con mucha luz, con la luz de la sierra madrileña. Me senté en un banco de madera ajada. Y veía pasar los coches, y veía el sol moverse lentamente. Comenzaron a pasar camiones llenos de cargamentos necesarios, urgentes e inopinables. Pasó una ambulancia, con la sirena a toda pastilla. Pensé en la gente que fabrica y perfecciona esas sirenas retumbantes. Me pareció que el trabajo de fabricante de alarmas para ambulancias era infinitamente más importante que el mío. Pasó un tráiler con una hélice gigantesca, una de esas hélices para los molinos generadores de electricidad. Le hice una foto con mi teléfono móvil, veinte millones de megapíxeles. Luego pasó un deportivo, creo que era un Maserati. Y muchos coches vulgares, claro. Coches anodinos. El mío no lo es, porque tiene la personalidad que emana de sus abundantes abolladuras, sus rayas oxidadas, su espejo retrovisor vendado con cinta adhesiva. ¿A qué me dedico yo?, seguí pensando mientras iba cayendo la tarde. Me di cuenta de que no había comido nada. Tal vez para un tipo que tiene un trabajo como el mío su destino natural es el ayuno.
Entre 1974 y 1983 salieron a las calles 33 números de la publicación. Historia de una empresa entre amigos que se convirtió en un referente cultural.
Juan David TorresAcuarimántima hubiera podido ser una revista malograda, un total fracaso. A sus fundadores, en realidad, poco les interesaba. “De antemano sabíamos que el fracaso económico e incluso literario era lo único con lo que contábamos —dice Elkin Restrepo, poeta y cofundador de esta revista de poesía—. Éramos jóvenes, éramos románticos y como los años setenta eran los años setenta, eso nos impulsó”.
Restrepo era, por ese entonces, profesor de la Universidad de Antioquia, un poeta que pasaba tardes y noches en cafés, en Medellín, y aprendía a tomar trago y se enamoraba de cuanta mujer hermosa pasaba por aquellos lados. “El espíritu bullía —dice— y como amábamos la poesía y queríamos un lugar para ella en Medellín, que en aquel entonces era lo más parecido a un almacén de abarrotes, fue que nos metimos en la empresa”. La empresa: fundar una revista de poesía que, además de distribuir su propio trabajo como escritores, desglosara en versos libres la obra poética de autores extranjeros.
Restrepo no estaba solo. En 1974, con el nadaísmo buscando tumbar el establecimiento literario y el nacimiento de numerosas revistas de poesía —entre ellas Golpe de Dados y La Viga en el Ojo en Colombia, y El Corno Emplumado y La Serpiente Emplumada en México—, concebir un proyecto literario era casi una tradición y pocos se marginaban.
“Siguiendo el espíritu de la época —escribe Restrepo en la introducción de Acuarimántima, la reunión de todos los números de la revista a cargo de la Editorial Eafit—, un grupo de amigos habíamos convenido publicar un día en que como nada teníamos que hacer, nada quitaba hacer algo”.
La vida alegre
José Manuel Arango, Miguel Escobar, Jesús Gaviria y Orlando Mora extendían manteles en el Café Versalles o la Librería Aguirre. Hablaban, entre amigos, de libros, de sus propias obras. Restrepo se iniciaba como poeta y Mora coqueteaba con la narrativa, a la que después dejaría por la crítica de cine. En medio de esas reuniones y esas conversaciones, decidieron bautizar su publicación con una palabra, una sola palabra, extraída de un poema de Porfirio Barba Jacob: “Acuarimántima”.
“No recuerdo en qué momento nació la idea —dice Orlando Mora desde Medellín—. Pero sí recuerdo el ambiente. Recuerdo lo felices que éramos en esa época. Fue un clima de absoluta felicidad”.
La revista brotó de cruces amistosos. Un día cualquiera, Restrepo entró a la sala de profesores en la universidad y encontró a José Manuel Arango leyendo un libro de poesías de un escritor de esas tierras: Jaime Jaramillo Escobar. Le pareció curioso que alguien se interesara en la poesía; charlaron; la amistad continuó. Luego encontró a Miguel Escobar, cuando era profesor de la Pontificia Universidad Bolivariana. Escobar también tenía a cargo el archivo de la Sala Antioquia de la Biblioteca Pública Piloto; sabía dónde encontrar cualquier cosa.
Desde hacía tiempo Restrepo tenía una fuerte amistad con Orlando Mora, que se había recibido como abogado. Jesús Gaviria era estudiante de derecho de la Universidad de Antioquia, escribía poesía, y se conocieron por ese tiempo. “Era un despertar literario —dice Mora— Habíamos heredado el grito de los nadaístas. (…) La idea era desacralizar una ciudad muy conservadora, muy cerrada”.
Y se embarcaron, pues, en la creación del primer número de Acuarimántima. Tanteaban: no eran expertos tejiendo revistas. ¿Y el dinero? ¿Cómo iban a sostener una revista que seguro no los haría ricos?
“Aportamos unos cuantos pesos —dice Restrepo— y acudimos a los amigos intelectuales de la universidad, cuya vida sana, sin mayores extravíos, les dejaba para invertir la plata en empresas inútiles”. La imprimieron en offset y en un papel de poco precio; las cuentas, por su amistad con el impresor, eran generosas. El formato —diseñado por Ana María Gaviria— podía envolverse en el bolsillo; el lomo estaba fijado con grapas. Y en la tapa, escrita a máquina, estaba el título de la revista, pero escrito con “q” y todo en minúscula: aquarimántima.
Aquel primer número, que anunciaba una publicación bimestral, reunió una serie de poemas inéditos del filósofo Fernando González, que había muerto una década atrás, Juan Gustavo Cobo Borda, Georg Trakl y Harold Alvarado Tenorio. Y en la pequeña introducción escribieron: “Acuarimántima nace de un esfuerzo que es, por sí mismo, negación de un mundo cuya hostilidad o desprecio por el arte son consecuencia de estructuras histórico-sociales esencialmente antipoéticas”.
La introducción prescindía de las mayúsculas aun en los puntos seguidos. Mucho tiempo después, Restrepo aseveró: “Fue lo más vanguardista a lo que llegamos”.
Camino final
Las reuniones para decidir qué iba y qué no las hacían en casa de Daniel Winograd —un amigo cercano— o de Restrepo. Había trago, había “puchos de la vida”. “En cada caso la propuesta se discutía y cualquier diferencia se zanjaba rápido —escribe Restrepo— (…) y no era rara la vez que invitábamos a amigos y amigas con los cuales, una vez resueltos de manera eficaz los asuntos centrales, pasábamos a los imprescindibles”.
Fue en esas reuniones en que, por el trabajo de Escobar en los archivos y por sus propias investigaciones, encontraron poemas inéditos de León de Greiff, Ciro Mendía, Luis Vidales y Manuel Mejía Vallejo. Allí llegaron también los poemas del que luego sería reconocido como cineasta: Víctor Gaviria. Y también los versos iniciales de Helí Ramírez, un poeta nacido en 1948 y ahora bien conocido en Medellín. O el primer cuento de Héctor Abad.
La revista alcanzó 33 números bimestrales desde 1974; artistas plásticos como Dora Ramírez y Óscar Jaramillo, muchos de ellos participantes de las Bienales de Arte de Coltejer, por entonces muy famosas, ponían sus obras en portada. El grupo de amigos, como la revista, que incluyó de a poco textos en prosa, se fue ampliando. Al equipo director, antes mínimo, se sumaron Víctor Gaviria, Helí Ramírez, Juan José Hoyos, Anabel Torres.
En 1983, Acuarimántima dejó de imprimirse. “Consideramos que ya había cumplido su ciclo —dice Elkin Restrepo, hoy director de la Revista de la Universidad de Antioquia—. También porque quienes la hacíamos, volcados también sobre nuestro trabajo de escritura, entendimos que debíamos entregarnos de manera más completa a él”. “Cada uno buscaba caminos personales”, recuerda Orlando Mora.
Pero los amigos, como era su costumbre, no se separaron. Siguieron encontrándose, compartiendo lecturas. El primero que murió fue José Manuel Arango, en 2002; había publicado su primer libro en 1973. Luego fue Miguel Escobar, el archivista, en 2008.
“Miguel era frágil, fumaba, casi no se cuidaba —afirma Mora—. La de José Manuel fue una muerte no esperada. Un día me llamaron y me contaron que había muerto. Fue la primera vez que la muerte llegó al grupo”. Y luego dice, pausado: “Ese camino hacia el final”.
EL ESPECTADOR