viernes, 22 de noviembre de 2019

Casa de citas / Joyce Mansour / Islas flotantes



Joyce Mansour
ISLAS FLOTANTES
Fragmentos


Todos los caminos, tarde o temprano, conducen al hospital.



***


¿Qué tal encontré hoy a mi padre? ¿Más pequeño, más pajarito… todavía reconocible? La enfermera de noche parece decir que no ha dormido del todo mal. El modo en que mis tacones martillean el corredor interior, a lo largo del pasillo bordeado por camas silenciosas, resulta ser la medida de mi propio alivio. La idea concreta del frío tiembla entre sábanas fangosas. Hocicos, nalgas, procesiones de viejos sosteniendo en alto sus frascos de orina, unidos a sus próstatas por un delgado tubo de plástico rosa; viejos, decía, arqueados como puentes sobre sus desechos pútridos. Desperdicios corroídos, digeridos, defecados a través de sus desagües, viejos chochos, pacientes y locos: todos haciendo cola.

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Habría mucho que decir sobre el problema de la angustia y del cáncer. El cáncer está sujeto a la pesadilla por unas tenazas de cangrejo: la opacidad de su floración maldita, el aire seductor por el que procede a solidificar esa idea fija, la agresiva bulimia del individuo. Sí, para mí el cáncer es, indudablemente, el hijo de la pesadilla, no el padre.

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El hospital. El penoso desvarío del pijama, aprisionado por ambos costados entre los muros altos del dolor anónimo, se arrastra pegajoso hasta los váteres. El enfermo avanza por el pasillo junto a su enfermedad: sin composturas y, casi siempre, a trompicones.

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Continúo avanzando. Los pasillos son las venas del hospital y cada enfermo debe zambullirse, nadar a contracorriente, zambullirse en su espuma. Por cada coágulo expulsado cuajan mil coágulos que coagulan y estallan como pompas. ¿Seré yo uno de ellos?



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Esta noche realizo la ascensión de una alta cima: el pecho amputado de mi madre. Era de esperar. El perro sueña con peces, el pescador también sueña con peces, lo cual no implica que los peces con los que sueña el perro sean realmente peces; podrían representar el falo de un ahogado (aquél, inencontrable, de Osiris descuartizado que recorre el Nilo fecundo hasta hoy mismo), Cristo: pienso en la dimensión simbólica del pez en los comienzos del cristianismo como en un hueso mal digerido. Si el pez representa el falo del hombre, el pecho simboliza el pene. Pero el pecho amputado resulta doblemente prohibido: ¡viva la muerte del cáncer!



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Me estoy equivocando. El erotismo en la vejez no puede ser el camino a seguir.



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Estoy nerviosa. Me rasco. Mis uñas se llenan enseguida de briznas de carne. Diez minutos de silencio. Una puerta se abre de repente. Me toca. “El ombligo es una puerta falsa. Una puerta sellada como en una fortaleza”, susurra la enfermera para tranquilizarme. 



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Renuncio a entender la razón de mi presencia aquí. La cuestión queda en el aire. He eximido a los allegados de mi fantasma: sé que “fuera” las visitas están consideradas como un incordio desagradable. Y he dejado de tenerlas. Ya no leo. Ya no escribo. Aguardo.





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