jueves, 11 de abril de 2019

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Emma Reyes
FUGA


Cuando volví a la sacristía, sor Teofilita, muy querida, me dijo que llegaba un nuevo cura y me habló mucho de él y me dijo que ese era de verdad un santo. La primera vez que se me ocurrió preguntarle qué quería decir un santo, ella me contestó que era alguien que cuando se muriese iba derecho al cielo... No sé cómo era el nuevo cura, no lo miré, solo miraba de medio lado las llaves que estaban en el asiento de sor Teofilita. Tocaron para la leche y ella corrió para abrir la puerta. Sin que yo le dijera nada me dijo en la oreja: 

—El Tuerto no viene más con la leche. 

Cuando llegó la comunión nos levantamos como de costumbre al mismo tiempo, volvimos y nos instalamos como siempre con la cara en las manos para poder hablar con Dios. Yo no hablé con Dios ni con María, solo le dije a San Cristóbal que me llevara en su hombro. Levanté la cabeza, alargué el brazo detrás de sor Teofilita y muy lentamente, con la mano toda abierta, cogí las llaves, apretándolas fuerte para que no hiciera ruido. Dije casi fuerte: 

—Voy por el incensario para la bendición. 

Ella no me vio. Estaba rezando. Abrí la puerta del zaguán, la cerré de nuevo del otro lado, abrí la puerta gruesa, gruesa, volví al torno y puse las llaves, le di la vuelta al torno al interior para que la monja las viera cuando llegara, salí muy despacito, con el miedo como si me fuera a caer en un hueco y, cuando cerré detrás de mí la puerta gruesa, gruesa, respiré un aire que no olía al convento y el viento frío me dio la impresión que había salido de detrás de la puerta para asustarme pero ya era tarde para todo. La calle era larga y en lomita; en el fondo vi un pedacito de la torre de una iglesia. Antes de ponerme en marcha hacia el mundo me di cuenta que ya hacía mucho tiempo que yo ya no era una niña. En la calle no había nadie, solo dos perros flacos y uno le estaba oliendo el culo al otro.


Burdeos, 1997.
Emma Reyes
Memoria por correspondencia
Bogotá, Laguna Libros, 2012, pp. 234-235


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