sábado, 1 de septiembre de 2018

Casa de citas / Proust / La ventana



Ilustración de Asumiko Nakamura

Marcel Proust
LA VENTANA
Traducción de Mauro Armiño


Cuando al día siguiente salió del banquete, llovía a cantaros, y sólo podía disponer de su victoria; un amigo le propuso llevarlo en cupé, y como Odette, al pedirle que fuese a su casa, le había asegurado que no esperaba a nadie, con ánimo tranquilo y corazón contento hubiese preferido ir a acostarse a casa antes que ponerse en marcha bajo la lluvia. Pero si Odette no le veía ansioso por pasar siempre a su lado, sin ninguna excepción, al fin de la velada, tal vez dejaría de reservársela la vez que más particularmente la habría deseado.

Llegó a casa de Odette pasadas las once, y mientras se disculpaba por no haber podido ir antes, ella se quejó de que en efecto era muy tarde, la tormenta la había indispuesto, le dolía la cabeza, y le advirtió que no estaría con él más de media hora, que a media noche lo despediría; y al rato se sintió cansada y dijo que quería irse a dormir.

"¿Entonces esta noche no hay catleyas?", dijo él, "y yo que esperaba una buena catleya pequeñita".

Y algo huraña y nerviosa, ella le respondió:

"No, amiguito, nada de catleyas esta noche, ¡ya ves que me encuentro mal!"

"Quizá te sentaría bien, pero, en fin, no insisto".

Ella le rogó que apagase la luz antes de irse; echó el mismo las cortinas de la cama y se marchó. Pero una vez de vuelta en casa, de repente se le ocurrió la idea de que tal vez Odette estaba esperando a alguien esa noche, que se había limitado a simular el cansancio y que le había pedido que apagara la luz sólo para hacerle creer que iba a dormirse, que, nada más irse, ella había vuelto a encenderlas y hecho entrar al hombre que debía pasar la noche con ella.  Miró el reloj. Hacía poco más de una hora y media que la había dejado, volvió a salir, tomó un fiacre y lo mandó a parar muy cerca de la casa de Odette, en una callecita perpendicular a la que daba la parte trasera del palacete y donde, a veces, él iba a llamar a la ventana del dormitorio para que Odette saliese a abrirle; se apeó del carruaje, todo estaba desierto y oscuro en aquel barrio, no tuvo más que dar unos pasos para desembocar casi delante de la casa. En medio de la oscuridad de todas las ventanas de la calle, hacía tiempo apagadas, vio una única ventana de la que fluía -entre los postigos que comprimían su pulpa misteriosa y dorada- la luz que llenaba el cuarto y que, tantas otras noches, a la verla desde lejos cuando llega a la calle, le alegraba y le anunciaba: "Ahí está esperándote", y que ahora le torturaba diciéndole: "Ahí está con el hombre que esperaba". Quería saber quién era; se deslizó a lo largo de la pared hasta la ventana, pero entre las lamas oblicuas de los postigos no conseguía ver nada; sólo oía en el silencio de la noche el murmullo de una conversación. Sufría, por supuesto, viendo aquella luz en cuya atmósfera de oro se movía, detrás de las contraventanas, la invisible y detestada pareja, oyendo aquel murmullo que revelaba la presencia del hombre que había llegado después de su partida, la falsía de Odette, la felicidad que estaba disfrutando con el otro.

Y sin embargo, estaba contento de haber ido: el tormento que le había forzado a salir de casa había perdido intensidad al volverse menos vago ahora que la otra vida de Odette, de la que tuvo una repentina e impotente sospecha en ese momento, la tenía allí, plenamente iluminada por la lámpara, prisionera sin saberlo de aquel cuarto donde, cuando quisiera, entraría para sorprenderla y capturarla; aunque que quizá fuese mejor llamar en los postigos como hacía muchas veces cuando iba muy tarde; así al menos Odette se enteraría que él sabía, que había visto la luz y oído las voces, y, mientras que hacía un instante la imaginaba riéndose de sus ilusiones junto al otro, ahora era a ellos a los que veía, confiados en su error, engañados en suma por él, a quien creían muy lejos de allí cuando él ya sabía que iba a llamar en los postigos. Y quizá la sensación casi agradable que notaba en ese momento era algo más que el apaciguamiento de una duda o de un dolor: era un placer de la inteligencia. Si, desde que estaba enamorado, las cosas habían recobrado a sus ojos algo del delicioso interés que tiempo atrás les encontraba, pero sólo cuando estaban iluminadas por el recuerdo de Odette, ahora era una facultad distinta de su juventud estudiosa lo que sus celos reanimaban, la pasión por la verdad, pero por una verdad que también se interponía entre él y su amante, recibiendo su propia luz únicamente de sí misma, una verdad puramente individual que tenía por único objeto, infinitamente preciado y casi de una belleza desinteresada, los actos de Odette, sus relaciones, sus proyectos, su pasado. En cualquier otra época de su vida, los hechos menudos y gestos cotidianos de una persona siempre la habían parecido a Swann faltos de valor; si alguien le contaba un chisme, le parecía insignificante y, mientras lo escuchaba, sólo le prestaba el nivel más vulgar de atención; era, para él, uno de los momentos en que más mediocre se sentía. Pero, en ese extraño período del amor, lo individual asume una dimensión tan profunda que esa curiosidad que sentía despertar en él por las menores preocupaciones de una mujer era la misma que tiempo atrás había sentido por la Historia. Y todo lo que hasta entonces le había dado vergüenza, espiar delante de una ventana y mañana quién sabe si tal vez sonsacar con astucia a los indiferentes, sobornar a los criados, escuchar detrás de las puertas; ya no le parecían, lo mismo que el desciframiento de textos, sino otros tantos métodos de investigación científica de un valor indudable o idóneos para la búsqueda de la verdad.

Cuando estaba a punto de llamar en los postigos, tuvo un momento de vergüenza pensando que Odette iba a saber que había tenido sospechas, que había vuelto, que se había apostado en la calle. Muchas veces le había hablado ella del horror que le inspiraban los celosos, los amantes que espían. Era una torpeza lo que se disponía a hace, y Odette lo detestaría por ello, mientras que en ese mismo momento, cuando todavía no había llamado, acaso seguía queriéndolo aunque lo engañase.  ¡Cuántas dichas posibles sacrifica así la realización a la impaciencia de un placer inmediato! Más el deseo de conocer la verdad era más fuerte y le parecía más noble. Sabía que la realidad de circunstancias por cuya reconstrucción exacta hubiese dado la vida, era legible al otro lado de aquella ventana estriada de luz como bajo la cubierta miniada en oro de uno de esos manuscritos preciosos a cuya belleza artística misma no puede permanecer indiferente el erudito que lo consulta. Sentía una sensación voluptuosa al conocer la verdad que le apasionaba en aquel ejemplar único, efímero y precioso, de una materia translúcida tan cálida y tan hermosa.  Y además la superioridad que en sí mismo sentía sobre ellos -que tanta necesidad tenía de sentir-, tal vez consistiría, más que en estar enterado, en poder demostrarles que lo estaba. Se puso de puntillas. Golpeó. No le habían oído, volvió a golpear más fuerte, la conversación se interrumpió. Una voz de hombre (trató de distinguir a cuál de los amigos de Odette que él conocía podía pertenecer) preguntó:

"¿Quién anda ahí?"

No estaba seguro de poder reconocerla. Llamó una vez más. Se abrió la ventana, luego los postigos. Ahora ya no había modo de retroceder, y puesto que ella iba a saberlo todo, preocupado por no ofrecer un aspecto demasiado feliz, demasiado celoso y curioso, se limitó a gritar en tono alegre y despreocupado:

"No, no se moleste, pasaba por aquí, he visto la luz y he querido saber si se encontraba mejor".

Miró. Delante de él, dos ancianos señores se asomaban a la ventana, uno sosteniendo una lámpara, y entonces vio la habitación, una habitación desconocida. Como tenía la costumbre, cuando iba a casa de Odette muy tarde, de reconocer su ventana por ser la única iluminada en una hilera de ventanas todas iguales, se había equivocado y había llamado a la ventana siguiente y que pertenecía a la casa de al lado. Se retiró disculpándose y regresó a casa, feliz de que la satisfacción de su curiosidad hubiese dejado intacto su amor y de no haber dado a Odette con sus celos, después de haber fingido durante tanto tiempo una especie de indiferencia hacia ella, esa prueba de amarla demasiado que, entre dos amantes, dispensa por siempre a quien la recibe de querer mucho al otro. Nunca le habló de aquel contratiempo, y hasta él mismo dejó de pensar en él. Pero, en ocasiones, un giro de su pensamiento tropezaba con aquel recuerdo que no había visto, le golpeaba, lo empujaba más adentro, y Swann sentía un dolor súbito y hondo. Como si se tratara de un dolor físico, los pensamientos de Swann no lograban atenuarlo; pero al menos con el dolor físico, como no depende del pensamiento, el pensamiento puede detenerse en él, comprobar que ha disminuido, que ha cesado de momento. En cambio, aquel otro dolor, el pensamiento lo recreaba por el hecho mismo de recordarlo.  Pretender evitar pensar en él era seguir pensando, seguir sufriendo. Y si, hablando con amigos, se olvidaba de su propio mal, de pronto una palabra que le decían le mudaba la cara, como un herido a quien un torpe toca sin precaución el miembro dolorido. Al despedirse de Odette, estaba feliz, se sentía tranquilo, recordaba sus sonrisas, burlonas cuando hablaba de este o aquel otro personaje, y tiernas con él, el peso de la cabeza que ella apartaba de su eje para inclinarla, para dejarla caer, casi a pesar suyo, sobre los labios de Swann, como había hecho la primera vez en el carruaje, las miradas lánguidas que le había lanzado mientras estaba entre sus brazos al tiempo que, friolenta, apretaba contra el hombro de Swann su cabeza reclinada.                                                                                                                                                                                                                                                                 
Marcel Proust
Por la parte de Swan / A la busca del tiempo perdido I
Valdemar, Madrid, 2007, pp. 244 - 247

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