Alberto Moravia |
Lisandro Otero
EL EGOCEN-TRISMO DE MORAVIA
Días más tarde el propio Calvino insistió en que debía conocer a
Alberto Moravia y le invitó a su apartamento romano. Moravia era un hombre
horriblemente feo con unos labios muy delgados que parecían la cicatriz de un
hachazo, unas cejas revueltas y peludas, y unas orejas inmensas y aguzadas,
como las de un gnomo. Disimulaba sin éxito su cojera. Se presentó acompañado de
una hermosa muchacha rubia, la escritora Dacia Maraini, quien era entonces su
compañera. No se mostraba inclinado a sonreír. Asumía la vida dramáticamente y
lo demostraba. Diría que también se tomaba muy en serio a sí mismo: el papel
que le había tocado desempeñar. Ha manifestado que siempre se ha ensombrecido
con una visión trágica de la vida. Después de un breve preámbulo de Calvino,
quien era excesivamente lacónico y molesto, Moravia comenzó a narrar cómo en su
adolescencia había padecido una tuberculosis que le obligó a guardar cama
durante años. En ese lapso leyó mucho y comenzó a escribir Los indiferentes cuando
tenía dieciséis años. Difícilmente pudiéramos calificar esa confesión como una
información privada. Puede encontrarse en todas sus biografías y en una miríada
de entrevistas periodísticas: "Escribí Los indiferentes a los dieciséis
años." Lo ha dicho una y otra vez. Continuó con una disección de su propia
obra. Con escasas intervenciones de Calvino dominó con su locuacidad toda la
noche. Era un buen conversador de la misma manera que era un maestro en el arte
de narrar historias. Se ha dicho por la crítica que él anticipó el
existencialismo, fue un adelantado de Sartre y Camus: escribió Los indiferentes diez
años antes que La náusea y El extranjero. En verdad,
manifestó, intentó escribir a contrapelo de Proust y de Joyce quienes eran los
colosos vigentes cuando él comienza a escribir en la década de los veinte. Como
todos los grandes autores creó un universo propio: la Roma moraviana puede
parangonarse con Macondo, Yoknapatawpha o Combray. La crisis de la burguesía
fue, para él, una manera de presentar la crisis de nuestro tiempo. Durante toda
la noche interpretó un solo de Moravia: era obvio que sostenía un gran romance
consigo mismo. Es cierto que todos los artistas son egocéntricos, pero Moravia
exageraba. Cuando se marchó, Calvino me dijo que hacía muchos años que lo
conocía y le había escuchado la historia de su precocidad literaria decenas de
veces. Era como una especie de confirmación de su capacidad, de su talento; se
aseguraba repitiéndolo.
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Lisando Otero
Llover sobre mojado
Madrid, Ediciones Libertarias-Prodhufi, 1999, págs. 184-186
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