Jaime Echeverri me hizo dos encargos y estuve a punto de cumplirle uno. Dijo que le consiguiera veinte ejemplares de Corte final, su novela publicada en México por Ediciones Sin Nombre. Precisó que se los enviara a Bogotá por Fedex y, ahora que conozco los desorbitados precios, estoy seguro que el envío valdría más que los mismos libros. En colombiano se dice que vale más el caldo que los huevos o, como me dijo un viejo en Piedecuesta, vale más la vela que lo que uno está buscando. Llamé a la casa de Espinosa, el editor, y su esposa me informó que lo encontraría en la noche. Hice dos llamadas y no di con el editor. Estuve muy enredado con mis propias diligencias. Ha sido el viaje a México más tedioso, y menos amoroso, además, debido a la naturaleza de las diligencias: la reactivación de mi tarjeta de Bancomer y el cobro de las regalías aquí y allá. Con el asunto de la tarjeta se me fue una semana y debía reactivarla para iniciar el cobro de las regalías. Fui tres veces a la oficina de Bancomer en Copilco, donde saqué la cuenta hace unos siete años, y cada vez esperé por lo menos dos horas. Fui tres veces a hacer casi lo mismo (actualización datos, los mismos datos, fotocopia de pasaporte, el mismo pasaporte, una firma aquí y otra allá), como si no tuviera nada más que hacer en la vida. Muy amables los empleados, muy queridos, pero no me resolvían el problema, hasta que fui con el santandereano alborotado y les dije unas cuantas verdades. El tipo se conectó con la oficina principal o no sé con quién demonios, y santo remedio. Pude sacar por ventanilla diez mil pesos mexicanos de inmediato.
En fin, pasaron los días y no conseguí la novela de Jaime Echeverri.
Decidí que al menos debía cumplirle el segundo encargo: una botella de Alipús, un mezcal difícil de conseguir. La verdad es que me daba pena aparecer con las manos vacías en casa de Jaime después de un mes en México lindo y querido. Jaime me ha cantado unas cuantas veces: “Mira, Bartola, ahí te dejo estos tres pesos…” Una canción que menciona el alipús. La idea que es que con los tres pesos el hombre pretende que la mujer haga mercado y no sé qué otras maravillas y que además le compre el alipús. Esta palabra no significa mezcal sino, según me contaron en México, chupe, es decir, cualquier bebida. Los fabricantes del mezcal del encargo tuvieron la sabia idea de apropiarse de esta preciosa palabra.
Pregunté por el Alipús en numerosas tiendas y nadie me dio razón. Al fin, en el cumpleaños de Elia Crotte, Diego Ofan Castillo me dijo que lo podía encontrar en Los Danzantes, un restaurante de lujo de Coyoacán.
En Copilco tomé un autobús que me dejó a unos veinte metros del restaurante. Le expliqué mi delicada misión a una camarera y me envió a la barra. Allí estaba el mezcal, el santo grial, el Dorado: me dieron un par de copas para explicarme unas diferencias que ni en cien años de compañía etílica podría entender. Compré el mezcal, bastante caro, por cierto, empacado en un bolso tejido, con suficiente espacio para nueve botellas más, y la respectiva sal de gusano envuelta en papel aluminio. El barman tuvo la cortesía de advertirme que mejor cambiara el papel para que en la aduana no pensaran cosas raras.
Al día siguiente estaba en el aeropuerto Benito Juárez de Ciudad de México, con mi equipaje de mano: no llevaba más. Mi tiquete de ida fue Caracas / Bogotá / México, y mi tiquete de regreso era México / Bogotá / Caracas. Como no me convenía seguir hasta Caracas, quise aprovechar la escala en Bogotá y abandonar definitivamente el vuelo. Era preciso quedarme en Bogotá para iniciar desde ahí mi viaje a Nueva York. Sin equipaje en bodega, la movida era fácil. Total, llevé la botella de mezcal en mi equipaje de mano y, por supuesto, no me lo dejaron pasar. Expliqué que no bebía, que se trataba de un regalo, que la botella estaba sellada, pero de nada sirvió. Regresé al pasillo, acomodé la preciosa botella de mezcal en el piso y le tomé unas cuantas fotografías para demostrarle al novelista Jaime Echeverri que no fue mi culpa si no le cumplí el segundo encargo.
“Toda una obra de arte”, exclamó una mujer viéndome tomar las fotos. Le expliqué la situación y añadí que debía regalar la botella de mezcal a la primera persona que pasara. “A mí, regálemela a mí”, dijo la señora, toda feliz, y así lo hice. Me presentó a su nuera, una hermosísima sueca, y a su nieto, un lindo bebe rubio, de ojos claros. Entendí que estaban esperando al hijo, al esposo, al padre: tres papeles distintos para un solo hombre afortunado. Por una sueca así pediría la nacionalidad mexicana de inmediato.
Me consolé pensado que el mezcal había quedado en buenas manos, que algunas gotas mojarían esos divinos labios suecos, y volví a pasar por la aduana. Veinte pasos más allá, en una tienda duty free, compré tres botellas de tequila.
-->
Es algo que no entiendo. No puedo pasar una miserable botellita de mezcal sellada, y unos pasos más allá puedo comprar todo el licor que quiera, una cantidad suficiente para todos los pasajeros y la tripulación, suficiente para que todos terminemos borrachos en Tahití o en París, perdidos y felices. Estoy soñando. Lo cierto es que con esas botellas de tequila fueron felices en Bogotá Jaime Echeverri y Juan Manuel Roca.