Atardecer Quito, Ecuador, 16 de mayo de 2011 Fotografía de Triunfo Arciniegas |
Triunfo Arciniegas
VENGO DESDE LA NIEBLA
Claves de la escritura
Vengo de la niebla. Vengo de las montañas de Pamplona, del Valle del Espíritu Santo, del País del Sagrado Corazón. Como a todos, me han marcado la geografía y los años, no sólo el paso del tiempo sino la época. Somos lo que el tiempo ha hecho de nosotros: las experiencias íntimas y los acontecimientos históricos. Vengo de una pequeña ciudad del nororiente de Colombia, muy cerca de Venezuela, vengo del siglo pasado y trato de aprender del vértigo del presente.
Nací en Málaga, al otro lado del páramo, y allí dejé la infancia, dejé a la abuela y dejé los pájaros. Entré a la niebla de Pamplona como un adolescente asustado, solo y triste, sin amores, y encontré los libros, en una biblioteca pública que aún existe. El viento y la niebla, detrás del cementerio, donde mi padre nos llevó a vivir cuando por última vez salimos de Málaga, hicieron de mí lo que soy. Éramos pobres. Éramos tan pobres, tan desgraciados, que nos entreteníamos viendo entierros desde esa colina donde papá encontró una casa de alquiler. Llegaban muertos de toda clase, muertos ricos y muertos pobres, muertos en cajones de plata y muertos con el cajón prestado. Alguna tarde de invierno vimos vaciar en la tierra cruda un cuerpo que salpicó a todos antes de hundirse para siempre.
Esa constante presencia de la muerte y el galope del deseo en el cuerpo adolescente se conjugaron desde un principio. Muerte y deseo, pilares de la escritura, presencias o motores. La escritura como exploración del deseo y la escritura como cerca de alambre de púas o como sombrero para espantar la muerte.
La muerte y el deseo, verdades esenciales y eternas del ser humano. En mi obra para niños no he explorado el deseo sino el amor, la fascinación poética de una criatura por otra, pero en mis páginas oscuras me sumerjo de lleno en la perplejidad del deseo. La muerte es un tema que exploro cada vez con más frecuencia en mis libros para niños. Asumo los temas duros y polémicos: la guerra, el exilio, la mutilación, la soledad, la vejez, la decrepitud, la muerte de los seres queridos. El humor, mi herramienta más amada, no me ha servido de mucho en estos casos. He recurrido al lenguaje, a un tratamiento suave, delicado, poético, para explorar el lado más doloroso de la existencia.
Quiero recorrer mis últimos títulos para explicar un poco más las líneas anteriores. He publicado hasta el momento cincuenta libros y sería imposible detenerme en todos en estas breves páginas. Dejo de lado la parodia, el humor, el disparate, para concentrarme en la última etapa de mi escritura.
LA HIJA DEL VAMPIRO
Trata de un muchacho que descubre 0 imagina que un vampiro ha llegado al barrio. Lo espía desde el balcón mientras descarga unas cajas y le parece que le brotan colmillos cada vez que cruza la sombra de un árbol. Es un lector de grandes novelas: Drácula, La isla del tesoro, Los tres mosqueteros. Y como todo lector que se respete, posee una imaginación desbordada. ¿Qué hacer cuando un vampiro llega al barrio? Los vampiros, tarde o temprano, dejan su Transilvania. ¿Sirve de algo una cruz? ¿Todavía funcionan las estacas? Para colmo de males, el nuevo vecino pretende a la madre del muchacho. Como los padres se han separado, el muchacho asume la defensa del castillo: rechaza al intruso. El padre, famoso escultor, vive con otra mujer, una muchacha bella y graciosa, y el narrador, lastimado por la separación y por la lejanía, se niega a verlo. ¿El hombre es un vampiro de verdad o son imaginaciones del muchacho? La novela sustenta cualquiera de las dos posibilidades. Y algo más: el vampiro tiene una hija, y es una hija muy bella, y el muchacho se enamora de la hija del vampiro. Si por un lado, la novela explora en tono de comedia esta antigua fascinación de la humanidad por los vampiros, por el otro enfrenta el doloroso asunto de la ausencia del padre, de la separación, del alejamiento de un ser querido.
EL PAPÁ DE LOS TRES CERDITOS
En Caperucita Roja y otras historias perversas escribí una parodia de la fábula tradicional del lobo y los tres cerditos, una fábula que siempre me ha provocado un disgusto que raya con la rabia. Se trata de una encarnizada defensa del trabajo, de la riqueza, del poder, y no todo en la vida es trabajo o riqueza o poder. Los cerdos que construyen su casa con hierba o con paja o con madera son devorados por el lobo, y solo sobrevive aquel que consigue los mejores materiales, y los más caros por supuesto: cemento y ladrillo. Las comodidades materiales garantizan la existencia. Es decir, sobreviven los ricos. La conclusión resulta horrorosa. Un cerdo tiene derecho a la vida así viva en la copa de un árbol o en la profundidad del barro, no importa cuántas horas dedique a ganarse el sustento o qué tan gorda o precaria sea su cuenta en el banco, al menos en los terrenos de la literatura. Por eso le di el giro a la historia: hice no sólo que sobrevivieran los cerdos sino que cada uno le diera su merecida paliza al miserable lobo. Que trabaje, que siembre y recoja su cosecha en vez de comerse a los cerdos.
En El papá de los tres cerditos, es el padre quien asume el papel de héroe, rescata a sus hijos de las garras del lobo feroz y escribe un libro de filosofía, disfruta de las regalías y espera en su casa con la escopeta cargada. Ningún lobo se atreve a desafiarlo. Quise afirmar el amor filial. Quise llenar ese vacío de los padres ausentes y fui más allá. Hice un héroe de ese padre que defiende a sus hijos a capa y espada, es decir, con escopeta y pólvora.
EL ÁRBOL TRISTE
Es tal vez mi mejor libro, editado por SM y con sabias ilustraciones de Diego Álvarez. Trata del exilio en metáfora de pájaros. Tres tristes pájaros llegan al patio de una casa, llegan de un país lejano, una y otra vez, cada noviembre, pero ahora llegan de un país en guerra. Han sobrevivido de milagro y padecen la nostalgia. Quieren regresar y conocen el riesgo. En su país las personas están muriendo como moscas, como si no hubiese espacio para todos. Humo, ceniza y dolor cubren la amada geografía de su país. Los pájaros saben que la situación empeora cada día y aun así deciden regresar. Esta es a grandes rasgos la historia.
En la Antigua Roma el exilio era uno de los peores castigos. Tal vez peor que la muerte. En mi país los desplazados se cuentan por millones. Seres que se despiertan lejos de casa, del patio de su infancia, de los árboles amados, de los ruidos y los olores de los días felices. Y es asunto conocido que los pobres se van a los países ricos a buscar la vida, y a qué precio. Otros salen corriendo cualquier noche, con los que llevan puesto, para salvar el pellejo. Y otros se lanzan a las mortales aguas en patéticas balsas para escapar a la miseria de su propio país y esperan durante años o décadas que el tirano de turno estire la pata para volver a ver a los suyos.
EL SUPERBURRO Y OTROS HÉROES
Es anterior a los libros mencionados. Pero me acordé de su existencia en este momento y encaja a la perfección para enseñar el abanico de los nuevos temas. “El Superburro”, el cuento que presta su título al libro, trata de las aventuras del burro de las monedas de oro, primo hermano de la famosa gallina de los huevos de oro, la misma infeliz gallina que un ambicioso abrió con un cuchillo para apoderarse de la fábrica. El burro de mi historia huye para salvar el pellejo, va la escuela, donde, por supuesto, es el alumno más burro de todos, un peligro con el trompo a la hora del recreo y un futbolista que da más patadas que pelotazos. La maestra le tira las orejas, se las estira casi hasta el piso. En fin, en un ataque de sabiduría, el burro abandona la escuela y se dedica a refrescar a las señoras con sus orejas: presta servicios de abanico. Aprende a volar como un helicóptero y la gente lo confunde con Superman. Limpia semáforos, ventanas de edificios, rescata personas de los incendios y se lanza a la política para aprovechar la popularidad. El burro llega a la presidencia. Y no debe extrañarnos. No es el primer burro que lo hace.
El Superburro y otros héroes es mi libro más venenoso. Es un tratado del fracaso. Es una reivindicación de los torpes, de los tímidos, de los fracasados, en contra de la cinematográfica idea de que la vida pertenece a los triunfadores, a los hermosos, a los poderosos. ¿Y el resto qué?
LAS BARBAS DEL ÁRBOL
Es una historia sobre la muerte. “Es viejo el árbol. Porque tiene barbas largas y grises. Como el abuelo.” Así comienza. “De día mantiene los secretos en las ramas. Se despeina. Se diría que baila. Que va y viene. Que gira en redondo como un perro juguetón que se persigue la cola…” El árbol, si bien no es el abuelo, es parte de su mundo. Y el abuelo sabe que su tiempo se acaba. “Ay, niña, en este mundo estamos de paso”, le dice con dolor a su nieta, mientras le acaricia la cabeza. El abuelo desaparece pero deja a la niña la visión de su mundo. Más tarde la niña vuelve a ver al árbol y sus dedos alcanzan las primeras ramas. Ha crecido. “Árbol de la esperanza, mantente firme, que no lloren tus ojos, cielito lindo, al despedirme”, canta con su padre. Padre e hija continúan con la amistad del árbol y es lógico pensar que años después esta niña, ya hecha mujer, vendrá a visitar al árbol con sus propios hijos. Árbol y abuelo, árbol y memoria, árbol y visión de mundo, continuidad de los sentimientos.
EL ÚLTIMO VIAJE DE LUPITA LÓPEZ
Es cosecha mexicana y se nota, no sólo por los nombres de los personajes (Guadalupe López, Ramón López Velarde, Juan Rulfo) y la geografía (Coyuca y Villahermosa) sino por la visión de mundo.
Escribí esta historia en Ciudad de México a finales de 2007 o 2006, para una cuentacuentos chilanga, una amiga muy querida, Elia Crotte, Princesa de Copilco, como reza la dedicatoria. Y Copilco es casi la última estación que va de Indios Verdes a Universidad. Desde ahí, si se quiere, se puede llegar a pie a la UNAM o, con más tiempo y ganas, a la Central Camionera del Sur, y una vez allí se aborda transporte para Cuernavaca o Acapulco, al sur en todo caso.
Los hijos de Elia ya se fueron. Su hija mayor se casó con un uruguayo, una maravillosa persona, y hace años armó rancho aparte: tienen una niña preciosa. El hijo varón de Elia es un dolor de cabeza y vive con el padre a ver qué se puede hacer. Y la hija menor, que no llegaba a los veinte por entonces, decidió levantar vuelo. Así que mi amiga se quedó sola, sin perro, sin gato, sin pájaros.
El aire de México me hace provecho, mi cabeza enloquece y escribo con cierta facilidad. (La hija del vampiro, El papá de los tres cerditos, El árbol triste y Las barbas del árbol son frutos de una abundante cosecha mexicana.) Llego a México con el serio y profundo propósito de vagabundear y siempre termino encerrado escribiendo historias.
Escribí Lupita de una sola sentada, en el apartamento de Elia. Trabajé la historia unos días y se la leí a mi amiga en el comedor, después de la cena.
Sus lágrimas cayeron como piedras en los platos vacíos.
Lupita no es mi amiga Elia, por supuesto. Lupita es una estación de la vida, la última estación, cuando a la vida se le acaba la cuerda. Así es, así será.
En un cuento de Hemingway, “El campamento indio”, Nick Adams sigue de cerca el parto por cesárea de una indígena, practicado por su padre con una navaja y sin anestesia alguna, un trance tan duro que ocasiona el suicidio del marido, quien se rebana el cuello en su propia cama. Pero mi fascinación por la historia no radica en esta anécdota descarnada ni en el maridaje de nacimiento y muerte sino en su final. Al amanecer, cuando aborda la canoa de regreso con su padre y su tío, Nick Adams hunde la mano en el agua y tiene la certeza de que nunca morirá.
Así me sentía antes de visitar México, como todos los muchachos. En otras palabras, fui a México creyendo que era inmortal y regresé sabiendo que me iba a morir. He presenciado más de un Día de Muertos en el zócalo de la capital, en Ocotepec (Morelos), en Nocutzepo (Michoacán), en uno y otro cementerio. He compartido la comida y la bebida con los muertitos, he fotografiado este florido espectáculo y he comprendido mucho mejor las páginas de Rulfo.
Las casas se abren para todo el mundo. Donde hay muerto reciente se monta un altar, toda una habitación con ciertos elementos de rigor como el agua, la luz, el pan, la sal, y las cositas que le gustaban al finado. Un camino de flores de zempachúli, propias de esta época del año, y velas encendidas una tras otra, van desde la puerta, atraviesan la casa y terminan en el altar para que el muerto no se extravíe y, en este plano, para que el visitante entre sin preguntar, como un viejo amigo. Entrega entonces un cirio al dueño de casa y recibe una bebida caliente y un pan. En todas las casas se repite la ceremonia, porque el mexicano es amplio y generoso, porque la mesa del mexicano es un festín, porque siempre andan juntos, “es que somos tantos”, me explican, y uno sólo bebe en las tres o cuatro primeras casas porque ya revienta de lleno.
La puerta del mexicano vive abierta. “Mi casa suya de usted”, dicen ellos y no es un juego de palabras sino una pura verdad que la gramática no expresa con precisión porque a veces a la gramática le quedan grandes los asuntos del alma.
En esta fecha de noviembre se abren otras puertas. Los muertos vienen y uno va hacia sus muertos. No es nada trágico ni penoso. No hay lágrimas. Al contrario, es un alivio. No se vive la muerte, se vive con ella, la Pelona, la Huesuda, la Calaca, tantos nombres que tiene la señora.
Y hasta acá doy cuenta de Lupita y la muerte. ¿Pero de dónde salió el pez? Que lo diga el mismo pez. ¿No será el pez de El viejo y el mar, el pez de un viejo que ya no sueña con mujeres sino con leones marinos. ¿No será Moby Dick atrapado en una pecera? No lo sé y mejor dejemos las cosas así.
Mi amiga no tiene mascota ni jardín ni cuadros en las paredes del apartamento. Tiene libros. Es Piscis. Cojea con gracia desde la operación en la cadera. Le queda camino. Aún le quedan viajes a mi amiga. Suplico a los dioses que sean muchos y que en algunos de esos viajes tenga la dicha de acompañarla.
Triunfo Arciniegas
Encuentro Internacional de Escritores
Quito, 19 de mayo de 2010
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