De verdad termino el día cansado. No es para menos. Los negocios van de mal en peor. De capa caída, como dicen. La gente no dispone de dinero como antes ni tanta fe. En estos tiempos de escándalo a la gente no le interesan las alas. Ni a mitad de precio.
A mi abuelo, de quien heredamos el oficio, le fue de maravilla, según cuentan. Tenía tres casas y un caballo. Eran otros tiempos. Usaba bigotes grandes, frondosos, mazamorreros, y botas de general de la guerra, como atestiguan las amarillentas fotografías del baúl. No alcancé a conocerlo. Con mi padre, aunque se dedicó a la bebida, el negocio todavía floreció. Se bebió las tres casas y el caballo. Mamá nos abandonó. Nos dejó solos. En el baúl, que sólo abrí después de la muerte de papá, no encontré ninguna foto suya. Era bonita y muy alegre. Le gustaban los músicos. Las malas lenguas dicen que un cantante de boleros le robó el corazón y la arrastró por la calle de la amargura.
Ahora la gente se burla del negocio. ¿Quién quiere volar con unas pinches alas si hay aviones a la mano? Cómodos, tibios, eficaces aviones. ¿Quién puede contradecirles? Algunos me compran alas para sus disfraces decembrinos o para el día de brujas. Sólo dos fechas en todo el año. ¿Y el resto? Como si uno no comiera en otros meses.
He recorrido a pie el hilo de unos diez kilómetros de ciudad. No abordo el bus porque los pasajeros se incomodan, que tal que de pronto les chuce los ojos, y el taxi sale caro. Ahora sólo salgo de casa con un par de alas. Si consigo venderlas, salvo el día, no aspiro a más. Hoy no he podido.
Estuve a punto. Casi al mediodía, en La Castellana, que es un barrio de ricos, vi un niño en la ventana de una casa blanca. Me atrajo su aire de desamparo. Empecé a hacerle preguntas. Al principio ni siquiera me miraba. Luego lo hice reír. Tenía cara de querer jugar con un bonito par de alas. A menudo sostengo conversaciones tediosas, hay muchos desocupados en la ciudad que quieren matar el tiempo con un tipo que se empeña en vender alas, pero el niño tenía su genio. Tenía su ángel. Sólo le faltaban las alas. Me confesó su anhelo de brincar de un árbol a otro como las ardillas para escapar del monstruo que se traga la noche a dentelladas. Estábamos muy entretenidos cuando vino su madre y lo regañó por conversar con extraños. Ni siquiera alcancé a proponerle el negocio de las alas. Me gusta conversar con los clientes. Quiero que se sientan felices con su compra. Al fin y al cabo, alas no se compran todos los días. Digo que estuve a punto pero quién sabe. Con mujeres así pocas veces se puede. O piden una rebaja descarada o dan por hecho que a sus hijos no les interesan las alas.
Para descansar de la hinchazón de los pies, entro a El Limonar y pido un café negro. Estiro la mano por debajo de la mesa, aflojo los cordones con disimulo y experimento la soportable levedad del ser. El dueño me sirve el café sin palabras. Debe estar cansado de clientes que sólo piden café. En la mesa del fondo un viejo cabecea frente a un pocillo vacío. El dueño no manifiesta ninguna curiosidad por las alas. Es gordo. Tanto que en sus pantalones caben sin duda tres vendedores de alas. Olvidé mi libro de poemas. Hubiera podido corregir un verso a esta hora tan deliciosa. Tal vez. Todavía me espera trabajo en casa. Tengo un cuarto que da al patio en el barrio más antiguo de la ciudad, refugio de poetas y maromeros, locos que venden collares y críticos de arte que alaban la belleza y se mueren de hambre. Y ladrones. Hay una mano de ladrones que da miedo. Cuando se me hace tarde nos cruzamos. “Con ese man no se metan”, dice alguno, y me dejan sano. “Vende alas.” Como quien dice, estoy más jodido que los mismos ladrones. Oficios duros. O será que de pronto necesitan un par de alas para subir al cielo. ¿De qué otra manera alcanzarán el cielo? Tengo una ventana que da al patio donde un árbol presta abrigo a los pájaros. Una ventana para airear el alma. Quien trepe al árbol puede contemplar el cementerio. Uno se acostumbra pronto a la vecindad de los muertos que, entre otras cosas, no causan molestia alguna. No roban. Debo cepillar las alas cuando llegue a casa, desempolvarlas. La gente toca pero no compra. Manosea. A veces debo lavarlas, con sumo cuidado, con dedos de señorita. No quiero que parezcan de segunda mano porque el negocio deja de ser rentable. Sueño con mazacotes de alas, con mujeres untadas de miel que se revuelcan en lechos de plumas, con alas manchadas de sangre. Estiro la mano debajo de la mesa y rasco con gusto.
Cuando concreto una venta entro a cine. No me importa la película. Las disfruto por igual aunque las haya visto diez veces. Lo que importa es que en la tibia oscuridad del teatro puedo quitarme los zapatos. El otro día conocí a mi novia en el Teatro Almirante Padilla. Carmencita Garay, natural de San Juan de Río Seco, de piernas delgadas, bastante bonita y aficionada al chicle. Pensó que por ella iba tanto a ver Lo que el viento se llevó. Las mujeres son así de ilusas. Supongo que su marca era mundial: había visto la película treinta y siete veces en diez años. El asunto de nuestros amores no demoró mucho. Se enamoró de un librero. El otro día los vi comiendo helado en el Parque de los Cerezos. Toda embarazada, vestida de azul y rosa, me hizo un adiós con la mano. Vi que el librero le preguntaba quién era ese tipo. Vi que ella soltaba la risa y se le salía de la boca un pedacito de helado. Ay, Carmencita Garay, la que el viento se llevó. Mi enamorada, qué palabra tan dulce.
A veces me acuerdo de ella. Pienso que si le hubiera mostrado mi libro de poemas tal vez se hubiera casado conmigo. Tengo un retrato suyo en la billetera. Me lo dio cuando le propuse matrimonio. No me respondió. Sólo sopló para apartarse un mechón de la frente. Al despedirse, ya con un pie en el bus, me dio el retrato. Después conoció al librero y se casaron a toda prisa.
No tengo afán pero me preocupa el asunto del matrimonio. Si no me caso, no tendré hijos. Y si no tengo hijos, no sabré a quién heredarle el baúl y el oficio de vender alas. No es un baúl con muchos tesoros: solamente fotos, una cámara antigua, trompos, un revólver que ya no funciona, un anillo de mujer. Matrimonio y mortaja del cielo bajan, dicen, y es cierto porque si no me cae del cielo no entiendo cómo voy a enamorar otra mujer. Soy un hombre cansado. Nadie va a casarse con un largo cansancio. Estoy hecho de padecimientos. Se me ha ido la vida vendiendo alas y escribiendo un libro. Ya no pregono con la voz de otros años.
Todavía estoy pensando en Carmencita Garay cuando ocurre el milagro. Una muchacha bañada en lágrimas entra a El Limonar, se sienta en la mesa contigua y se deja mirar. El dueño se acerca a recibir el pedido. Tal vez la mujer se decida por un postre y un delicioso capuchino. Me gustaría verle un bigote de espuma. Pero no creo que con esas lágrimas se decida por algo tan alegre.
-Un vaso de agua, por favor.
Me lo temía. El dueño hace un gesto de desilusión, de fastidio. Así para qué abrir un negocio. Agua y café, los clientes no piden más. Al dueño no le interesan las lágrimas.
La mujer bebe el agua despacio. Se le sale por los ojos a toda prisa. Me le acerco hipnotizado, contemplo el lunar de su cuello y le ofrezco las alas.
-Vuele -le digo.
Ella se levanta, se acomoda las alas y sale volando. En la puerta vuelve a mirarme y como que me envía un beso con la punta de los dedos. El dueño corre tras ella. Me levanto. La mujer olvidó pagar el vaso de agua. Cuento una y otra vez las monedas: apenas me queda para cancelar el café. Voy hasta la puerta. La muchacha se ha perdido en el cielo de las siete de la noche.
-Lo único que me faltaba –dice el dueño-. Que se me vuelen los clientes.
3 comentarios:
excelente triunfo como siempre
Hermoso relato, atrapa, lleno de imágenes. Divino para llevar al cine.
Si la gente supiera lo que se puede lograr con un par de alas!!
Leyéndote me sobran alas para volar!
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