Osamu Dazai
INDIGNO DE SER HUMANODe las predicciones de Takeichi, una se cumplió y la otra no. La poco gloriosa de que las mujeres se enamorarían de mí resultó cierta, pero no la venturosa de que me convertiría en un pintor de renombre. No logré llegar a ser más que un mal dibujante para publicaciones de pésima calidad.
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Mi vida ha estado llena de vergüenza. La verdad es que no tengo la más remota idea de lo que es vivir como un ser humano.
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Por lo general, las personas no muestran lo terribles que son. Pero son como una vaca pastando tranquila que, de repente, levanta la cola y descarga un latigazo sobre el tábano. Basta que se dé la ocasión para que muestren su horrenda naturaleza. Recuerdo que se me llegaba a erizar el cabello de terror al pensar en que este carácter innato es una condición esencial para que el ser humano sobreviva. Al pensarlo, perdía cualquier esperanza sobre la humanidad.
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La sociedad. Para entonces hasta yo estaba empezando a tener una ligera idea de qué se trataba. O sea, una lucha entre individuos. Y una lucha que el ganarla lo supone todo. El ser humano no obedece a nadie. Hasta los esclavos llevan a cabo entre ellos mismos sus venganzas mezquinas. Los seres humanos no pueden relacionarse más allá de la rivalidad entre ganar y perder. A pesar de que colocan a sus esfuerzos etiquetas con nombres grandilocuentes, al final su objetivo es exclusivamente individual y, una vez logrado, de nuevo sólo queda el individuo. La incomprensibilidad de la sociedad es la del individuo. Y el océano no es la sociedad sino los individuos que la forman. Y yo, que vivía atemorizado por el océano llamado «sociedad», logré liberarme de ese miedo. Aprendí a actuar de una forma descarada, olvidándome de mis interminables preocupaciones, respondiendo a las necesidades inmediatas.
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Sin embargo, en aquella época una doncella se empeñó en que dejara de beber. «No puede ser que beba desde la mañana día tras día», decía. Era una muchacha de unos diecisiete o dieciocho años que trabajaba en un pequeño estanco frente al bar. Yoshichan era pálida y tenía los dientes mal alineados. Cada vez que iba a comprar tabaco me sonreía y me repetía el consejo.
—¿Qué tiene de malo? «Bebe, que es el tiempo enemigo implacable y no es fácil que goces de otro día tan tuyo». Muchos años atrás hubo un poeta persa… Bueno, dejémoslo. «En el corazón exhausto por las penas, renacerá la esperanza con la leve ebriedad que trae el cáliz…». ¿Entendiste?
—No entendí nada.
—¡Qué chica! Te voy a besar.
—Adelante —dijo, sin enfadarse lo más mínimo, sacando el labio inferior.
—Vaya con la niña tonta y su casta resignación…
Pero algo en la expresión de Yoshichan indicaba que era virgen, todavía no mancillada por nadie.
Cierta noche de frío terrible poco después del Año Nuevo, salí considerablemente bebido a comprar tabaco y, justo frente al estanco, me caí dentro de una alcantarilla. «¡Yoshichan, ayúdame!», grité. Ella me sacó de allí y me curó el brazo derecho.
—Bebes demasiado —sentenció con sentimiento y sin una sonrisa.
No me importa morir, pero no quiero ni pensar en lo que puede ser quedarse inválido. Mientras Yoshichan me curaba, se me ocurrió que podía dejar de beber.
—No voy a tomar más. A partir de mañana no probaré ni una gota.
—¿En serio?
—De verdad, lo dejo. Pero, si cumplo mi propósito, ¿te querrás casar conmigo? —dije, aunque lo de hacerla mi esposa era en broma.
—Por supu.
Por supu significaba «por supuesto»; una de las frecuentes abreviaciones que estaban de moda entre los jóvenes.
—Muy bien. Vamos a enlazar los meñiques para prometerlo. Dejo la bebida, de verdad.
Al día siguiente, al mediodía, ya estaba bebiendo. Cuando al atardecer salí con paso inseguro, me quedé de pie ante el estanco.
—Perdona, Yoshichan. He estado bebiendo.
—¡No puede ser! Seguro que finges estar bebido —dijo sobresaltada. Su actitud me despejó en el acto.
—He bebido, de verdad. No estoy fingiendo en absoluto.
—No te burles de mí. ¡Mira que eres malo! —dijo sin sospechar nada.
—Salta a la vista. He estado bebiendo desde mediodía. Perdóname.
—¡Qué bien haces comedia!
—No es comedia. ¡Qué tonta eres! Te voy a besar.
—Adelante.
—No, no tengo derecho. Voy a tener que sacarme de la cabeza el casarme contigo. Mírame la cara, estoy rojo, ¿verdad? Porque he estado bebiendo.
—Pareces rojo por la luz del atardecer. No trates de engañarme. ¿No intercambiamos promesas ayer? Entonces, no puede ser que hayas bebido. Entrelazamos los meñiques, ¿verdad? Por lo tanto, eso de que bebiste es falso, falso, falso.
El rostro pálido de Yoshichan, sentada en la mal iluminada tienda, me pareció venerable como el de una virgen. Hasta entonces, nunca me había acostado con una mujer más joven y, además, virgen. Quise casarme con ella, conocer una felicidad inmensa aunque después llegara un enorme sufrimiento. Había pensado que la belleza de la virginidad no se trataba más que de ilusiones dulzonas y sentimentales de los poetas, pero lo cierto es que existía en este mundo. Nos casaríamos y, al llegar la primavera, saldríamos en bicicleta para ver las cascadas entre las hojas nuevas. Lo decidí en el acto, era cuestión de ganar o perder, y yo me propuse robar esa flor.
Al cabo de un tiempo nos casamos. No experimentamos esa felicidad inmensa, aunque decir que el sufrimiento que vino después fue horrible es quedarse corto, ya que alcanzó extremos inimaginables. En realidad, el mundo continuaba siendo para mí un lugar de horror insondable. No se trataba de un lugar fácil en el que todo se decidiera simplemente entre ganar o perder.
Osamu Dazai
INDIGNO DE SER HUMANO
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