jueves, 14 de agosto de 2025

Murasaki Shikibu / Utsusemi



Murasaki Shikibu
UTSUSEMI

Los criados limpiaron las estancias que se encontraban al este del pabellón central. El efecto del riachuelo era delicioso. Una cerca tejida con ramas de acacia, de aspecto muy rústico, marcaba los linderos del jardincillo, y las plantas habían sido elegidas con sumo acierto. Soplaba una brisa fresca, y el zumbido de los insectos, casi invisibles, llenaba el aire de una música rara. El vuelo de las luciérnagas evocaba unos fuegos artificiales improvisados pero difíciles de superar.


    Los acompañantes de Genji bebían al aire libre allí donde el riachuelo pasaba por debajo de una galería, mientras el hijo del gobernador iba a buscar la cena. Al observar la casa que le acababa de acoger, Genji llegó a la conclusión de que estaba en una mansión característica de la clase media, y recordó que, en la conversación del día anterior, había oído encomiar a las damas que pertenecían a ella. Le constaba que la madrastra de su huésped, una mujer con fama de espiritual e ingeniosa, se encontraba bajo aquel mismo techo, y empezó a buscar señales de su presencia.
    Muy pronto empezaron a llegar a sus oídos rumores procedentes del ala oeste. Distinguió un frufrú de sedas y el son de voces juveniles y alegres... Parecían proceder de un grupo de muchachas que procuraban ahogar sus risas para no ser oídas. El hijo del gobernador ordenó cerrar las persianas. Una luz mortecina atravesaba las paredes de papel del corredor, y Genji se acercó a ellas pero no halló el agujero o la rendija que esperaba. Sólo podía escuchar. Tuvo la impresión de que las damas se habían reunido en la sala principal, que se hallaba al lado de la que le había sido asignada, y que hablaban de él.

    —Se dice que es muy serio y que ha hecho un gran matrimonio —susurró una vocecita—. ¡Tan joven! Por fuerza ha de encontrarse muy solo... También se comenta que de vez en cuando no desdeña embarcarse en aventuritas...
    Genji no pudo evitar un sobresalto. En aquel tiempo sólo una dama ocupaba su pensamiento. La posibilidad de que hubiese trascendido algo de su pasión por Fujitsubo le espantó. Otra muchachita citó —mal— un poema que había escrito y enviado a su prima Asagao junto con unas flores. Llegó a la conclusión de que las muchachas que estaban de chachara no eran nada del otro mundo, y pensó que si llegaba a conocer a su señora, le decepcionaría con toda seguridad, de modo que se alejó de la pared y dejó de prestarles atención.
    El hijo del gobernador se presentó con un farol en la mano, lo colgó de una viga de la galería, y, tras apagar la luz de la habitación, ofreció una bandeja de fruta a Genji.
    —  ¿Ya has colgado todas las cortinas? —le preguntó Genji, citando un poema famoso—. Si no lo has hecho, eres un mal anfitrión.
    —¿Qué te apetece comer? —le contestó el otro—. Espero que te conformes con algo sencillo...
    Genji eligió un lugar fresco cerca de la galería exterior, y se tendió encima del césped. Sus pajes callaban y contemplaban con curiosidad un grupito de mocitos muy bellos y magníficamente ataviados que, por su edad y aspecto, sólo podían ser hijos del gobernador o de Ki no Kami. Uno de ellos resultaba particularmente atractivo. Tenía doce o trece años, y Genji fue informado de que era el hermano pequeño de la madrastra de su anfitrión. Su padre, un oficial de la guardia, se había hecho muchas ilusiones sobre su futuro porque era muy listo, pero había muerto cuando su vástago todavía era un crío, de manera que, al casarse su hermana con un funcionario, se fue a vivir con ella. Según Ki no Kami, tenía un gran dominio de los clásicos y un carácter muy apacible, pero no le iba a resultar fácil prosperar porque carecía de los apoyos necesarios.
    —¡Qué lástima! ¿Y dices que su hermana es tu madrastra?
    —Sí.
    —Una madrastra muy joven. Tengo entendido que mi padre había pensado invitarla a la corte. El otro día le oí preguntar qué había sido de ella. ¡Qué vueltas da la vida!
    —Fue cosa del destino —comentó Ki no Kami—. La fortuna determina la vida de la gente, especialmente la de las mujeres, pues eleva a unas y hunde a otras...
    —Tu padre debe de estar muy enamorado...
    —Muchísimo. En casa ya no se sabe quién lleva las riendas. Y la situación dista mucho de satisfacernos... Nos quejamos, pero nadie nos hace caso.
    —¿Y cómo la ha dejado bajo la tutela de un hombre joven como tú? ¿Es que se ha vuelto loco? Tuve siempre al gobernador por hombre sesudo y razonable. ¿Dónde está la dama?
    —Las mujeres tienen órdenes de no salir del gineceo, pero todavía no se han recluido todas.
    Bajo los efectos del vino, algunos hombres del cortejo del príncipe se estaban amodorrando en la galería. En cambio, Genji estaba muy despierto: no soportaba la idea de dormir solo. Su olfato le decía que en el ala norte estaba la dama de que acababan de hablar. Aguantándose la respiración, se acercó a la puerta y se puso a escuchar.
    —¿Dónde estás? —preguntó una voz musical y oscura que pertenecía al muchacho que le había llamado la atención.
    —¡Estoy aquí!
    Genji tuvo la seguridad de que acababa de oír la voz de su hermana. Ambas voces, aunque soñolientas, se parecían mucho.
    —¿Y dónde está nuestro huésped? —prosiguió ella—. Creí que estaba cerca, pero debe de haberse alejado.
    —Está en el ala este. Lo he visto y es tan hermoso como dicen.
    —Si fuese de día, iría a verlo —dijo la hermana, bostezando.
    Al ver que la dama no hacía más preguntas sobre su persona, Genji se sintió decepcionado.
    —Dormiré junto a la galería. ¡Qué luz tan débil! —comentó el muchacho y se puso a despabilar la lámpara. Todo inducía a creer que la muchacha dormía en el otro lado del aposento.
    —¿Dónde está Chujo? No me gusta estar sola —dijo la dama.
    —Está tomando un baño. Ha dicho que regresaría enseguida.
    Cuando todos hubieron callado, Genji intentó abrir la puerta. No habían puesto el pestillo, de modo que pudo correrla y avanzó en las tinieblas hasta hallarse en una especie de antecámara dividida por una gran mampara. A pesar de la paupérrima iluminación, pudo ver unos baúles chinos llenos de ropa desordenada. Siguió avanzando a tientas hasta llegar al lado de la dama, una figurita delicada que yacía de lado procurando dormir. La dama lo confundió con su criada Chujo y se incorporó de mal humor.
    —¡He oído que gritabas «Capitán» [42] —le dijo Genji—, y he pensado que mis plegarias habían sido escuchadas!
    La dama soltó un chillido que quedó ahogado por la colcha que la tapaba.
    —Si me reprochas no haber actuado correctamente, te doy la razón... Pero quiero que sepas que durante años he vivido admirándote. Y el hecho de que, habiéndoseme presentado una ocasión para confesártelo, no haya callado, indica que mis sentimientos no eran superficiales.
    Se expresó de un modo tan gentil y cortés que ni los diablos se hubiesen enfadado con él.
    —Creo que te has equivocado de persona —le contestó la dama en tono ultrajado pero evitando levantar demasiado la voz
    Aquella personita frágil, que parecía a punto de morir de vergüenza, le pareció una preciosidad.
    —No, no me he equivocado... Y eres muy cruel conmigo. No voy a hacer nada indigno de los dos. Sólo quiero que me escuches.
    Era tan pequeña que la levantó de la cama sin dificultad y se la llevó a su aposento. Por el camino tropezó con Chujo y se le escapó un grito. También la pobre Chujo se sorprendió y trató de ver qué estaba ocurriendo en las tinieblas que la envolvían. El perfume inconfundible del vestido del príncipe proclamaba con quién había topado, y la sirvienta, muy confusa, no sabía qué hacer. De haberse tratado de un hombre de linaje inferior, hubiera saltado encima de él para defender el honor de su señora y de su amo, pero, conociendo con quien se enfrentaba, prefirió no dar pie a un escándalo y se limitó a seguirle.
    —Vuelve a buscarla mañana por la mañana —le dijo Genji, y le cerró la puerta en las narices.
    El cuerpo de Utsusemi —pues con este nombre ha pasado a la historia la mujer del gobernador de Iyo— estaba húmedo de sudor. Temblaba al imaginar qué pensarían Chujo y las demás sirvientas si llegaban a enterarse de su secuestro. Aunque Genji era un maestro consumado a la hora de improvisar respuestas a toda clase de preguntas, y contestó a los reproches e insultos de la mujer con la mayor ternura, no logró obtener el éxito que esperaba.
    —¿Cómo quieres que no piense que te estás burlando de mí? Las mujeres humildes como yo sólo merecen esposos humildes... Además estoy casada.
    El la compadecía y se avergonzaba de sí mismo, de manera que se explicó con mucha prudencia:
    —¿Me tomas por uno de esos libertinos que tienes a tu alrededor? Soy muy joven todavía y no entiendo de rangos ni de linajes. Si te han hablado de mí, sabrás que detesto las aventuras frívolas... Soy el primero en ignorar qué poder irresistible me ha obligado a actuar de este modo... Tal vez nos conocimos ya en otra vida...
    La dama siempre había destacado por su carácter dulce y complaciente, pero se mostró firme. Al igual que el bambú joven, se dobló pero no se rompió. Lloraba y el príncipe la compadecía, aunque en el fondo de su alma disfrutaba de la escena.
    —¿Cómo es posible que yo no te agrade? —le preguntó, suspirando, impotente ante el llanto de Utsusemi—. ¿No sabes que esos encuentros inesperados son obra del destino? Querida mía, se diría que ignoras cómo funciona el mundo.
    —Si te hubiese conocido antes (antes de casarme, quiero decir) —respondió la dama—, habría podido consolarme pensando que quizás algún día llegarías a amarme de verdad. Pero ahora ya no hay esperanza. Cuando te pregunten si me has visto, di que no.
    Genji intentó consolarla con la mayor ternura hasta que cantó el gallo y sus hombres se despertaron.
    —¿Habéis dormido bien? —decía una voz.
    —Preparad el coche —ordenaba otra.
    Ki no Kami salió al jardín y preguntó por la razón de tantas prisas.
    —¡Si os mueve el tabú del Señor del Centro, proclamo que esas historias son cuentos de mujerucas ignorantes!
    Genji se sentía muy desgraciado. No sabía cuándo volvería a ver a la dama y carecía de pretextos para visitarla o hacerle llegar cartas. Cuando Chujo se presentó a reclamar a su señora, Genji se resistía a dejarla partir.
    —¿Cómo te voy a escribir? —dijo, levantando la voz para que la sirvienta le oyera—. Ni mi amor ni tu crueldad son vulgares. ¡Nunca me ha sucedido una cosa tan inexplicable!
    Genji lloraba, y las lágrimas hacían resplandecer aún más su belleza. Mientras los gallos cantaban insistentemente, el príncipe improvisó un poema:

    —¿Por qué turban el alba 
con este alboroto 
cuando hacen falta tantas horas 
para que el hielo se funda?

    Utsusemi se avergonzaba de haber despertado el deseo de un hombre tan por encima de su rango, y no hacía caso de sus palabras de afecto. Pensaba en su marido, al cual, por cierto, siempre había considerado un payaso y un imbécil, pero temía que un sueño le hubiese revelado los acontecimientos de aquella noche fatal. Contestó a Genji con este poema:

    —El día ha llegado 
sin poner fin a mi llanto. 
Ahora hay que sumar a mis quejas 
el canto de los gallos.

    Genji la acompañó hasta la puerta porque la gente de la casa empezaba a moverse. De todos modos, el muro que les separaba había desaparecido. Genji, a medio vestir, se puso a mirar el jardín desde la galería encarada al sur mientras se alzaban las persianas del ala oeste. Aparecieron unas mujeres que se pusieron a contemplarlo con no poco placer. La luna, que todavía no se había borrado del cielo matinal, contribuía a aumentar la belleza de la escena. Genji se sentía angustiado... ¿Cómo se las arreglaría para enviarle un mensaje? Con esta idea —que ya empezaba a ser obsesión— en la cabeza, se presentó en casa de su esposa, donde fue recibido con las atenciones de siempre. Tan sólo su mujer continuaba mostrándose distante como el Fuji y fría como la nieve que lo corona.

[42] «Capitán», nombre femenino que también significa “capitán”, el grado de Genji en la guardia imperial.

Murasaki Shikibu
LA NOVELA DE GENJI
I. ESPLENDOR
Ediciones Destino, Barcelona, 2005, pp. 108-114


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