Es un gran escritor. Un tipo inteligente y ha leído muchos más libros que quienes lo critican por sus ideas políticas o su vida mundana. Ha hecho una obra que es admirada en el mundo entero y se ha ganado en franca lid todos los grandes premios del oficio. Nadie, absolutamente nadie puede decir que Conversación en la Catedral, La casa verde y La fiesta del chivo no son grandes obras. Es un teórico, además. Expuso sus argumentos en Historia de un deicidio, sobre la obra de García Márquez, y La orgía perpetua, sobre Madame Bovary. Me quito el sombrero ante estos dos monumentos. Todo mundo tiene sus fallas, nadie es perfecto, lo sabemos. Y lo que para unos es censurable, para otros no. Su relación con Isabel Preysler, la reina de la frivolidad en España, por ejemplo. Critican que un hombre de ochenta años, en vez de echase a morir, consiga novia, y en realidad es una prueba de que uno no se muere la víspera. El hombre ha vivido su vida como se le da la gana y no somos nadie para juzgarlo. Vargas Llosa denuncia el castrismo y la vida miserable en Cuba al igual que el chavismo y el patético socialismo del siglo XXI, advierte sobre el peligro de populistas como López Obrador y Gustavo Petro y los desmanes de un Estado totalitario como China. Sus adversarios confunden obra y opiniones. Patalean y denigran. Pero lo que importa es que Vargas Llosa ha construido su obra con tesón, con admirable disciplina. De él quedará su obra. Todo lo demás lo cubrirá el polvo del olvido. Todo lo demás, hasta los pataleos. Es sabido que los muertos no patean.
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