UNA PELÍCULA
Lost in Translation, de Sofia Coppola
Gregorio Belinchón
13 de abril de 2020
Pocas películas tan analizadas, escrutadas y manoseadas ha habido en este siglo XXI como Lost in Translation (2003). Sofia Coppola, en su segunda película, compone una precisa maquinaria de orfebrería romántica acerca de la (in)comunicación y la amistad a través del encuentro entre dos extraños en la barra de un hotel en Tokio. Bob es un actor en decadencia espiritual, que se encuentra en Japón para rodar un anuncio del whisky Suntory (lo de los anuncios nipones de las estrellas de Hollywood merece un reportaje aparte); Charlotte, en crisis existencial, está todo el día esperando a que su marido, un famoso fotógrafo publicitario, vuelva de trabajar. Y Coppola hace que surja la magia. Escrita para Bill Murray, la directora encontró en Scarlett Johansson su perfecto trasunto, ya que el personaje femenino refleja los sentimientos que amartillaron a la directora durante su relación con otro cineasta, Spike Jonze. Coppola crea el caldo de cultivo perfecto para acelerar esa relación de amistad: están un sitio extraño donde poca gente habla inglés, ambos se sienten abandonados por sus parejas, los dos entienden que cuando se separen, es muy difícil que vuelvan a verse: harán confesiones que normalmente no se realizan a amigos íntimos. Gracias a los dioses cinematográficos, la química entre Johansson y Murray es inigualable. Y les rodea de la atmósfera perfecta: paseos en solitario en un paisaje urbano aplastante, tiempo perdido en un hotel (el auténtico Park Hyatt) desolador y una dirección de fotografía gélida. ¿Que qué se dicen al final los dos protagonistas? ¿Importa acaso? Más divertido es pensar si Her, de Spike Jonze, fue la respuesta de este director a la hija de Francis Ford Coppola. “Nunca volvamos aquí otra vez, porque nunca volverá a ser tan divertido”, dice Charlotte. Ni tan triste.
Lost in Translation. Soffia Coppola (2003).
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