sábado, 28 de junio de 2025

Julio César Londoño / Mi hermana

 

Jeff Stanford


Mi hermana

Julio César Londoño
28 de junio de 2025 - 12:05 a.m.

Un paro cardiorrespiratorio le reventó el corazón a mi hermana Yolanda a las 7:54 del viernes 20 de junio y la quemamos el sábado a las cinco de la tarde. Yo la odiaba porque era bruja, negra y goda, y ella me odió desde antes de mi nacimiento porque no quería que mamá tuviera más hijos; pensaba que ya éramos muchos en casa, ¡seis!

Tampoco se la llevó bien con mis otros hermanos, si exceptuamos a Harold, una suerte de Clark Gable del trópico que pasaba los días rompiendo labios y corazones y leyendo novelas de pistoleros enfundado en una bata de seda verde chatré. Para ella, Harold era el hombre más bello del mundo y de la historia.

Yo soy jodida, decía, y era verdad. Un día que estaba haciendo fila para confesarse –tenía Yolanda 16 años– una viejita se coló, mi hermana le dijo, señora, respete la fila, la viejita la ignoró, mi hermana la cogió de las mechas, la viejita la insultó, culicagada malparida, mi hermana le dijo vieja cacreca y la viejita se puso a llorar a gritos. Entonces el cura salió del confesionario, las sacó de la iglesia, les echó una maldición en sucinto latín y les dijo que estaban endemoniadas. Tenía razón. Ambas estaban endemoniadas. Si leemos la prensa, comprobamos que el mundo entero gira endemoniado, que el Señor de las Tinieblas está ganando la partida hace siete mil años… pero me desvío. Retomemos

Tampoco se llevó bien con nuestro hermano José, una criatura que fue santo desde chiquito y ya de grande obró milagros reales que les contaré otro día; era santo de noche y santo de día… hasta que se tropezaba con Yolanda en algún punto fatal de la casa, quedaba poseído por el demonio al instante, discutían por cualquier cosa y él llevaba la peor parte porque Yolanda era una maestra del arte de la injuria y de la narrativa en general. Siempre supo dónde y cuándo herir, nos enrostraba nuestros peores defectos con palabras hirientes como el fuego y precisas como un bisturí. Era jodidamente jodida.

Cuando crecí, los problemas con ella continuaron porque yo tenía la costumbre de pisar cuando ella estaba trapeando, cosa que la enfurecía y le alborotaba el demonio y el demonio me azotaba con el palo del trapeador, pero yo tenía la cabeza dura, gracias a Dios, y el alma blanca: no pisaba por indolencia sino porque tenía que volver rápido a la calle a continuar algún juego que demandaba mi presencia urgentemente. Para los niños, se sabe, los juegos son lo más serio del mundo. Los adultos olvidan esta verdad elemental, por eso tienen caras largas y orejas largas; por eso empiezan a morir en plena adolescencia –vocablo que viene de adolecer, «causar dolencia o enfermedad». 

Era muy buena contando historias. Si hablaba de muertos ponía los ojos en blanco, como dos huevos cocidos, o los entrecerraba para el cálculo, los desorbitaba en la ira o se le aguaban en el dolor. Sus descripciones de trajes tenían los pespuntes y el zigzag de la alta costura, y sus relatos mantenían siempre una tensión estupenda. Sabía dosificar la información del chisme de manera que la intriga no decayera un segundo. Muchas veces cerré el libro en mi cuarto y paré la oreja porque Yolanda estaba contándoles una historia a sus amigas en la sala.

Hace poco volvimos a discutir por política. La apabullé con datos precisos, abusé de su senilidad, de su desinformación, la traté con rudeza, como si discutiera con una politóloga de 50 años, no una anciana sencilla de 88. Al final de mi andanada ella se quedó en silencio, aturdida, tendida en la lona, y de pronto me sentí mal. Ruin. Aprovechado. Cambié de tema, le hablé del abuelo, el papito Julio, de cosas antiguas, las únicas que recordaba bien. Entonces habló largo y de corrido por última vez, y yo le agradecí sus desvelos, sus muchos años de trabajo para poner el pan en la mesa y los dulces y los juguetes en las manos de nosotros, los menores.

Disculpame, tu vida no ha sido fácil, le dije pensando en sus peleas contra el mundo y los hombres y la maldición del cura. La vida no es fácil para nadie, contestó, y volvió a ese mutismo que fue su coraza íntima durante los últimos años, cuando realizó una operación sutil, selló un pacto tranquilo con el tiempo y se construyó un mundo cerrado del que solo salía para hablar de cosas antiguas o para lanzar alguna impertinencia: «Cómo estás de gordo» (nunca perdió el toque).

Había otra Yolanda, la heroica, la que era feliz ayudando en los trasteos, planeando fiestas ajenas o aseando la casa de la vieja Lola, una casa llena de gatos y perros sarnosos, y hacerle el pedicure a Lola, limarle las uñas curvas y negras y comprarle una cajetilla de Pielroja y una caneca de aguardiente ¡y tomarse con ella un trago de la misma copa! 

Fue una funcionaria pública anómala. Trabajó mil horas extra y nunca las cobró. Llevaba rumas enormes de trabajo para la casa el fin de semana y compraba de su bolsillo papelería de oficina para su despacho de la Fiscalía en Palmira o insumos clínicos para el hospital de Pradera.

«Luz en la calle y oscuridad en la casa», suspiraba mamá.

Tal vez por esto mismo fue tanta gente a su funeral. Fuera de los amigos y parientes, hubo un gentizal de personas que no conocíamos. Supongo que eran personas a las que les regaló plata, o les prestó y nunca les cobró, o les hizo la tarea o les limpió la cocina.

Tuvo siempre una letra palmer impecable, esbelta y grácil, una cursiva sin vacilaciones. En la escuela mis mapas fueron los más lindos de la clase de geografía porque sabía calcarlos con un tino muy preciso y los esfumaba con una técnica propia: tomaba un lápiz Prismacolor, raspaba la mina sobre el papel con una cuchilla Gillette y difuminaba ese ripio con una mota de algodón, de manera que el azul de las nubes, digamos, no fueran rayas sino un gas azul en perfecto degradé. Era una taquígrafa capaz de seguirle el paso a un disco de 45 rpm y una mecanógrafa que tipeaba setenta palabras por minuto sin errores de digitación ni de ortografía. 

Pero su gran obra fueron sus hijos. ¿Como hizo una señora tan endemoniada para criar cuatro hijos, tres hombres y una mujer, y que los cuatro sean hoy agudos, laboriosos y buenas personas, y tan llenos de amigos que la sala de velación apenas pudo contener el gentío?

Como todas las brujas, Yolanda llevó una vida secreta virtuosa. Mamá tenía razón, Yolanda dedicó su vida a iluminar las calles. Y mis mapas.

Adiós, hermana. Dejás un hueco sin fondo aquí, en mi corazón.


EL ESPECTADOR



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