ROBIN WILLIAMS Y CHRISTOPHER REEVE
Cuando Robin Williams entraba en una habitación, parecía que la luz cambiaba. Cuando Christopher Reeve volaba como Superman, nos hacía creer que todo era posible. Pero su historia más poderosa no se contó en una pantalla.
Era una historia de amistad. Real, profunda, de esas que salvan.
Se conocieron en la Juilliard School, cuando eran dos jóvenes sin fama ni fortuna, compartiendo cuarto y refrigerador vacío. Christopher era ordenado, disciplinado. Robin era un torbellino de energía. Uno era la estructura. El otro, la risa. Y se eligieron como hermanos.
Los años pasaron. Reeve se convirtió en Superman. Williams, en un ícono de la comedia y el alma rota del drama. Tomaron caminos distintos. Pero jamás se alejaron.
Hasta que en 1995, todo cambió. Christopher se cayó de un caballo. La lesión fue devastadora. Cuadripléjico. Sufrimiento, rabia, desesperanza. Hasta que, en medio del hospital, entró un médico ruso con bata quirúrgica y acento ridículo... Era Robin.
Le dijo que había que hacerle una cirugía urgente… para extraerle un objeto del recto. Christopher rió. Lloró. Y por primera vez en días, recordó que estaba vivo. Que quería vivir.
Después diría: “Robin me salvó la vida. Esa risa fue mi primer paso de regreso”.
Robin lo visitaba en privado. Lo ayudaba económicamente. Lo abrazaba con humor, con ternura, con lealtad. “Él fue mi Superman”, dijo alguna vez Robin. “Yo solo le devolví algo de alegría”.
Cuando Reeve murió en 2004, Robin quedó devastado. Nunca dejó de hablar de él. Con amor. Con gratitud. Con ese tono de quienes han perdido algo irremplazable.
Hoy sabemos que ambos fueron superhéroes. Uno volaba en la ficción. El otro, en el alma de su mejor amigo.
Y juntos, nos dejaron una lección: la verdadera amistad no hace ruido. Pero es lo único que se queda cuando todo lo demás se cae.
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