martes, 3 de junio de 2025

Margaret Atwood / El cuento de la criada / Capítulo 16



Margaret Atwood

EL CUENTO DE LA CRIADA

CAPÍTULO 16

    La Ceremonia prosigue como de costumbre.

    Me tiendo de espaldas, completamente vestida salvo el saludable calzón blanco de algodón. Si abriera los ojos, vería el enorme dosel blanco de la cama de Serena Joy —de estilo colonial y con cuatro columnas—, suspendido sobre nuestras cabezas como una nube combada, una nube salpicada de minúsculas gotas de lluvia plateada que, si las miras atentamente, podrían llegar a ser flores de cuatro pétalos. No vería la alfombra blanca, ni las cortinas adornadas, ni el tocador con su juego de espejo y cepillo de dorso plateado; sólo el dosel, que con su tela diáfana y su marcada curva descendente sugiere una cualidad etérea y al mismo tiempo material.

    O la vela de un barco. Las velas hinchadas, solían decir, como un vientre hinchado. Como empujadas por un vientre.

    Nos invade una niebla de Lirio de los Valles, fría, casi helada. Esta habitación no es nada cálida.

    Detrás de mí, junto  cabezal de la cama, está Serena Joy, estirada y preparada. Tiene las piernas abiertas, y entre éstas me encuentro yo, con la cabeza apoyada en su vientre, la base de mi cráneo sobre su pubis, y sus muslos flanqueando mi cuerpo. Ella también está completamente vestida.

    Tengo los brazos levantados; ella me sujeta las dos manos con las suyas. Se supone que esto significa que somos una misma carne y un mismo ser. Pero el verdadero sentido es que ella controla el proceso y el producto de éste, si es que existe alguno. Los anillos de su mano izquierda se clavan en mis dedos, cosa que podría ser una venganza, O no.

    Tengo la falda roja levantada, pero sólo hasta la cintura. Debajo de ésta, el Comandante está follando. Lo que está follando es la parte inferior de mi cuerpo. No digo haciendo el amor, porque no es lo que hace. Copular tampoco sería una expresión adecuada, porque supone la participación de dos personas, y aquí sólo hay una implicada. Pero tampoco es una violación: no ocurre nada que yo no haya aceptado. No había muchas posibilidades, pero había algunas, y ésta es la que yo elegí.

    Por lo tanto, me quedo quieta y me imagino el dosel por encima de mi cabeza. Recuerdo el consejo que la Reina Victoria le dio a su hija:

Cierra los ojos y piensa en Inglaterra. Pero esto no es Inglaterra. Ojalá él se diera prisa.

    Quizás estoy loca, y esto es una forma nueva de terapia.

    Ojalá fuera verdad, porque entonces me pondría bien y esto se acabaría.

    Serena Joy me aprieta las manos como si fuera a ella —y no a mí— a quien están follando, como si sintiera placer o dolor, y el Comandante sigue follando con un ritmo regular, como sí marcara el paso, como un grifo que gotea sin parar. Está preocupado, como un hombre que canturrea bajo la ducha sin darse cuenta de que canturrea, como si tuviera otras cosas en la cabeza. Es como si estuviera en otro sitio, esperándose a sí mismo y tamborileando con los dedos sobre la mesa mientras espera. Ahora su ritmo se vuelve un tanto impaciente. ¿Acaso estar con dos mujeres al mismo tiempo no es el sueño de todo hombre? Eso decían, lo consideraban excitante.

    Pero lo que ocurre en esta habitación, bajo el dosel plateado de Serena Joy, no es excitante. No tiene nada que ver con la pasión, ni el amor, ni el romance, ni ninguna de esas ideas con las que solíamos estimularnos. No tiene nada que ver con el deseo sexual, al menos para mí, y tampoco para Serena. La excitación y el orgasmo ya no se consideran necesarios; sería un síntoma de simple frivolidad, como las ligas de colores y los lunares postizos: distracciones superfluas para las mentes vacías. Algo pasado de moda. Parece mentira que antes las mujeres perdieran tanto tiempo y energías leyendo sobre este tipo de cosas, pensando en ellas, preocupándose por ellas, escribiendo sobre ellas. Evidentemente, no son más que pasatiempos.

    Esto no es un pasatiempo, ni siquiera para el Comandante. Es un asunto serio. El Comandante también está cumpliendo con su deber.

    Si abriera los ojos —aunque fuera levemente— podría verlo, podría ver su nada desagradable rostro suspendido sobre mi torso, algunos mechones de su pelo plateado quizá cayendo sobre su frente, absorto en su viaje interior, el lugar hacia el cual avanza de prisa y que, como en un sueño, retrocede a la misma velocidad a la cual él se acerca. Vería sus ojos abiertos.

    ¿Si él fuera más guapo, yo disfrutaría más?

    Al menos es un progreso con respecto al primero, que olía como el guardarropas de una iglesia, igual que tu boca cuando el dentista empieza a hurgar en ella, como una nariz. El Comandante, en cambio, huele a naftalina, ¿o acaso este olor es una forma punitiva de la loción para después de afeitarse? ¿Por qué tiene que llevar ese estúpido uniforme? Sin embargo, ¿me gustaría más su cuerpo blanco y desnudo?

    Entre nosotros está prohibido besarse, lo cual hace que esto sea más llevadero.

    Te encierras en ti misma, te defines.

    El Comandante llega al final dejando escapar un gemido sofocado, como si sintiera cierto alivio. Serena Joy, que ha estado conteniendo la respiración, suspira. El Comandante, que estaba apoyado sobre sus codos y separado de nuestros cuerpos unidos, no se permite penetrar en nosotras. Descansa un momento, se aparta, retrocede y se sube la cremallera. Asiente con la cabeza, luego se gira y sale de la habitación, cerrando la puerta con exagerada cautela, como si nosotras dos fuéramos su madre enferma. En todo esto hay algo hilarante, pero no me atrevo a reírme.

    Serena Joy me suelta las manos.

    —Ya puedes levantarte —me indica—. Levántate y vete.

    Se supone que debe dejarme reposar durante diez minutos con los pies sobre un cojín para aumentar las posibilidades. Para ella debe ser un momento de meditación y silencio, pero no está de humor para ello. En su voz hay un deje de repugnancia, como si el contacto con mi piel la enfermara y la contaminara. Me despego de su cuerpo y me pongo de pie; el jugo del Comandante me chorrea por las piernas. Antes de girarme veo que ella se arregla la falda azul y aprieta las piernas; se queda tendida en la cama, con la mirada fija en el dosel, rígida y tiesa como una efigie.

    ¿Para cuál de las dos es peor, para ella o para mí?


Margaret Atwood

El cuento de la criada

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