Mario Vargas Llosa no puede con su genio. En la presentación del libro Carmen Balcells, traficante de palabras de Carme Riera (Penguin Random House, Barcelona, 2022), realizada en el salón de actos de la Real Academia Española, cuestionó el título del libro. “Traficante no es la palabra adecuada”, le dijo a la autora. Esta replicó de inmediato que así se autodenominaba, con sarcasmo, la propia Balcells (1933-2015) contrariando el sentido peyorativo de este vocablo. De esta manera aclaró lo que hasta entonces parecía un despropósito considerando lo que significó este personaje en el mundo editorial hispanoamericano.
Ya en la apertura de este coloquio Juan Cruz, el más reconocido periodista cultural de España, inició su intervención calificando a la extinta agente literaria como una de las heroínas de nuestro tiempo que contribuyó decisivamente a que el escritor dejara de ser un don nadie que ejercía su vocación literaria a salto de mata, como un hobby de ratos libres o de fin de semana para convertirse en un escritor profesional. “Ella transformó las relaciones entre los escritores y los editores, fue una auténtica revolucionaria que cumplió un rol decisivo en el surgimiento del denominado boom literario”, añadió el autor de La ciudad y los perros.
¿Cuál era el estatus del escritor antes de que irrumpiera la indomable figura de Carmen Balcells allá por la década de los años cincuenta del siglo veinte? El escritor estaba sometido a contratos cuyas cláusulas lo comprometían a ceder sus derechos de autor sin plazo, “por la eternidad” y a abonar a los editores cincuenta por ciento de los montos obtenidos por los derechos de traducción a otras lenguas. “Eran contratos verdaderamente leoninos y abusivos”, opina Vargas Llosa tras contar que él firmó su primer contrato con el editor catalán Carlos Barral sin leerlo, resignado a que la sola edición de su novela bastaba para sentirse bien recompensado.
Vargas Llosa rememoró el día en que Balcells se apareció como un ventarrón en su departamento y logró convencerlo con la vehemencia de un predicador protestante de que rescindiera ese acuerdo. En esta ocasión Balcells dio el gran salto de empleada de Barral, encargada de negociar los contratos de traducción de las obras de autores españoles y latinoamericanos de esta casa editorial, a la agente que revolucionaría la escena literaria hispanoamericana. Cabe señalar que pocos años después los montos por traducciones y derechos de adaptación cinematográfica de las obras de los autores del boom ascendieron a sumas millonarias que les permitieron vivir de la literatura. La ciudad y los perros y Cien años de soledad, por citar dos de los casos más notables, fueron traducidas a más de cuarenta lenguas y batieron récords con ventas de más de veinte millones de ejemplares. Hasta antes de Balcells esto era inimaginable.
La agente literaria no era una traficante en el sentido literal de la palabra, puesto que no solo la acuciaba un desmedido afán económico al que ella sacrificaba sus sentimientos. Por el contrario todos los que la conocieron coinciden en destacar por sobre todas las cosas su generosidad. Era una generosidad hiperbólica, capaz de los más patéticos excesos como inundar de flores amarillas la casa de uno de sus escritores amigos o representados o los convites pantagruélicos que solía organizar por quítame esta paja. Vargas Llosa desmiente las versiones que la describen como una mujer imbuida de un ramplón espíritu mercantil que se imponía en sus relaciones personales. Aunque ella misma se encargaba de cultivar esta imagen como cuando ante la cándida pregunta de Gabriel García Márquez (Carmen, ¿tú me amas?). Esta le dijo que no le podía responder porque representaba un 36.2% del total de la facturación de su agencia.
La autora previene al lector desde el comienzo de su obra que, no obstante su amistad de más de cuarenta años con Carmen Balcells su intención no fue escribir una hagiografía sino una biografía que la mostrara vívida y real. Una mujer contradictoria capaz de los gestos más magnánimos y de las actitudes más arbitrarias y viles como aquella vez en que despidió abruptamente a Magdalena Oliver envenenada por la envidia que le producía su cultura, su afilado juicio crítico, así como su pasión literaria que la llevaba a leer los manuscritos de cabo a rabo. “Magda tenía probados gustos literarios y formación en la materia, algo que a Carmen le faltaba, aunque supliera esa carencia con su extraordinario olfato de perdiguera que nunca solía fallarle”, asegura Riera.
Al terminar de leer las 508 páginas de esta voluminosa biografía el lector tiene la sensación de que, a pesar de la abundante información y los prolijos datos, la autora no ha logrado develar las claves de la compleja personalidad de Carmen Balcells. La razón de este enorme vacío que nos deja con un sabor agridulce es que Carmen Riera omite referirse a la infancia de la biografiada, lo que de alguna manera convierte al libro en un retrato invertebrado y difuso. Apenas nos muestra algunas pinceladas de su infancia, sin despejar los enigmas que asedian la vida de cualquier ser humano como ocurre, por ejemplo, en la biografía de Jean Paul Sartre sobre Baudelaire en la que este logra identificar el trauma inicial que marca al poeta maldito para siempre. Las segundas nupcias de su madre a partir de las cuales el pequeño Baudelaire sintió en carne propia el abandono, la soledad y la angustia existencial. “La obsesión por el poder fue uno de los motores de la vida de mi madre”, revela su hijo Lluis Miquel Palomares en una declaración al desgaire, liberado de la sombra ominosa de una mujer de vida exagerada. He aquí una de las pistas que los lectores inconformes tendremos que seguir para comprender a esta mujer extraordinaria, irrepetible, contradictoria y deslumbrante.
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