Cuando Meryl Streep aceptó interpretar a Miranda Priestly en El diablo viste a la moda (2006), sabía que tenía en sus manos un personaje poderoso, pero no quiso interpretarlo como una jefa gritona ni como una caricatura de maldad. Quiso algo más inquietante: una mujer que dominara a todos con solo bajar la voz.
Desde el primer día de rodaje, Streep tomó una decisión drástica: no rompería el personaje fuera de cámara. No charlaría con el elenco, no haría bromas entre tomas y mantendría una distancia fría con Anne Hathaway y Emily Blunt, sus compañeras. Lo hacía para que ambas sintieran de verdad la presión y la inseguridad de estar frente a su jefa.
Esa frialdad afectó el ambiente del set. Hathaway contó años después que le resultaba incómodo saludarla o mirarla directamente, porque Meryl nunca salía de su papel. “Era como si Miranda estuviera realmente en la habitación.”
Cuando terminó el rodaje, Streep se acercó a Anne y le dijo con calma: “Fue un placer trabajar contigo. Lo siento si fui insoportable.” Hathaway solo pudo reír. Entendió que ese silencio constante fue, en realidad, una herramienta de interpretación.
La actuación le valió a Streep otra nominación al Óscar, y su versión de Miranda Priestly se convirtió en un ícono cultural. Pero lo más curioso es que el verdadero temor que todos sentían en el set no era fingido. Era el resultado de la presencia de Meryl, que había decidido liderar con la quietud de una tormenta contenida.
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