jueves, 24 de noviembre de 2022

Casa de citas / Samanta Schweblin / El abuelo I


Alfredo de Vincenzo

Samanta Schweblin
EL ABUELO I


Cuando cumplí siete años, mi abuelo le pidió permiso a mamá para pasar una tarde conmigo. Ese es el primer recuerdo que tengo de él, esperándome frente a la reja de la casa de Hurlingham donde yo vivía: un hombre de pantalones hasta la rodilla, medias rojas debajo de las sandalias de cuero, pipa en la boca y el ceño siempre fruncido.


A mamá le dijo que iríamos al zoológico, o a la calesita, o a tomar un helado; no recuerdo la excusa. En cuanto nos alejamos algunas cuadras me aclaró sus intenciones: nada de calesitas, la excursión se trataba de algo más complejo. Tomaríamos el tren a Retiro pero sin boletos, es decir, viajaríamos sin pagar, porque la austeridad era algo importante y uno no podía andar gastando dinero en cualquier cosa. Dijo que nos esconderíamos debajo de los asientos y que, si nos descubrían, iríamos a la cárcel. Me acuerdo de mi única pregunta, “y en la cárcel, ¿voy a poder ver a mi mamá?”. Él negó y señaló la boletería “si los guardas hacen sonar el silbato, es que nos descubrieron”.


Subimos al tren. Nos acercamos hasta a un par de asientos enfrentados, él se tiró al piso para acurrucarse debajo de uno e indicó el de enfrente, que era el mío. Obedecí e hice lo mismo. Cuando la mugre del piso se me pegó a los brazos pensé que, aún si nos salvábamos de la cárcel, mi madre notaría lo sucia que regresaba a casa.


“Nos descubrieron”, dijo en cuanto sonó el silbato. “¿A nosotros?”, pregunté. “Sí”. ¿Era la primera vez que yo viajaba en tren? No lo recuerdo. Sé que vi a dos guardas acercarse desde el otro vagón y tuve la certeza de que nos estaban buscando. Yo no sabía que el silbato sonaba siempre, que era la señal de entrada a cada nueva estación. El abuelo dejó rápido su escondite y se acercó para ayudarme a salir. Recuerdo su mano firme esperándome, y cómo nos quedamos de pie frente a la salida, con las narices pegadas al vidrio hasta que al fin las puertas se abrieron. Yo quise correr, pero él me sostuvo del brazo y, rodeados de una decena de pasajeros, entendí que caminaríamos lento, disimuladamente, entre la gente.

Samanta Schweblin en el taller de su abuelo, Alfredo de Vincenzo, en una imagen sin datar.

Antes de meternos en el siguiente tren y repetirlo todo otra vez, se agachó frente a mí y me explicó qué era lo que estábamos haciendo. Un aprendizaje para el futuro. Lo llamaríamos “El entrenamiento del artista”, y sería nuestro secreto. Nadie, “ni siquiera tu madre”, dijo el abuelo levantando el dedo índice, “puede enterarse de lo que vamos a hacer”.


A partir de entonces me buscaba por casa cada quince días. Los encuentros tenían objetivos distintos y, “jornada” tras “jornada”, como las llamaba él, yo mantuve mi promesa de no hablar sobre lo que hacíamos. Viajábamos sin dinero y llevábamos viandas en las mochilas. Las misiones iban desde la identificación de fósiles en los museos de ciencias naturales y los estilos neoclásicos en las fachadas de los edificios de Buenos Aires, hasta el robo de frutas de los cajones de las verdulerías. Con el tiempo, cuando entendió que yo guardaba nuestros secretos, llegamos a confiscar algunos ejemplares de las librerías de la Avenida Corrientes. Él distraía al vendedor y yo, que apenas llegaba al borde de las mesadas, me guardaba el botín entre la ropa.


Visitamos museos de arte, galerías y exposiciones. Los óleos de Xul Solar, los pesadillescos grabados de Goya y las esculturas de Lola Mora, que eran sus preferidas. A mis once dejó de venir a buscarme y me animó a viajar sola de Hurlingham a su barrio de San Telmo. Habíamos practicado el recorrido muchas veces: un colectivo, un tren, dos subtes y una caminata de diez minutos. Cuando llegó el día viajé agarrada a sus notas para combinar la línea B con la C, moviéndome angustiada entre un tumulto de cuerpos tanto más grandes que el mío. Mi abuelo vivía solo en un atelier que ocupaba todo un piso del edificio. Me armó una pequeña cama en su oficina, vació un cajón y escribió en él mi nombre. La siguiente etapa del entrenamiento requería también jornadas nocturnas, así que empecé a quedarme a dormir de viernes a sábado.


Las nuevas actividades incluían carreras de caballos donde apostábamos nuestro dinero, recolecciones de “buena madera” en los potreros y basureros de Barracas, ensayos y funciones del teatro Margarita Xirgu, visitas a las milongas, las zarzuelas, los carnavales de la Avenida de Mayo, las sesiones de jazz en el Tortoni. Incluso hubo un período de excursiones a bares de mala muerte del que recuerdo la cara de un barman mirándome desconcertado mientras lustraba una copa, quizá preguntándose si, teniendo a una nena del otro lado de la barra en la madrugada, no debería llamar a la policía.


Y una noche en particular (imagino ahora a mis padres leyendo estas líneas y enterándose de semejante jornada), caminamos hasta La Boca para ir a la Isla Maciel. Un hombre nos cruzó a remo, en esa época era la única manera de llegar. “Preparate”, dijo el abuelo antes de tocar tierra, “que esta es la isla de las putas y los ladrones. ¿Sabés lo que pasa acá en la noche?”. Me acuerdo de los remos empujando el agua casi negra, del miedo que tenía, y de cómo ese miedo fue transformándose en otra cosa. Era una ciudad escondida que vivía casi a oscuras, pero los colores, la música, las comidas, eran como ráfagas de luz abriéndose frente a mis ojos.


Samanta Schweblin / En el taller de mi abuelo





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