John Wayne según Andy Warhol |
En el verano de 1943 yo tenía ocho años y estaba viviendo con mis padres y mi hermano en la base aérea de Peterson, en Colorado Springs. Llevaba todo el verano soplando un viento tórrido, y hasta tal punto soplaba que daba la impresión de que antes incluso de que empezara agosto todo el polvo de Kansas iba a estar ya en Colorado, iba a pasar por encima de los barracones de cartón alquitranado y de la pista de aterrizaje temporal y no se iba a detener hasta chocar contra Pikes Peak. En un verano como aquel no teníamos gran cosa que hacer: hubo un día que trajeron el primer B-29, un acontecimiento memorable pero que tampoco era exactamente un plan para las vacaciones. La base tenía un club de oficiales, pero sin piscina; lo único que tenía de interesante el club de oficiales era una lluvia azul artificial que bajaba por detrás de la barra. La lluvia me interesaba bastante, pero yo no me podía pasar el verano entero mirándola, así que mi hermano y yo nos dedicábamos a ir al cine.
Tres o cuatro tardes por semana íbamos a sentarnos en las sillas plegables del oscuro barracón de chapa de acero que hacía de cine, y fue allí, durante aquel verano de 1943, mientras fuera soplaba un viento tórrido, donde vi por primera vez a John Wayne. Lo vi caminar y oí su voz. Le oí decirle a una chica en una película titulada En el viejo Oklahoma que le iba a hacer una casa «en el recodo del río donde crecen los álamos». La verdad es que al crecer yo no me convertí en la clase de mujer que protagoniza una película del Oeste, y aunque los hombres a los que he conocido han tenido muchas virtudes y me han llevado a vivir a muchos sitios, nunca han sido John Wayne, y nunca me han llevado tampoco a ese recodo del río donde crecen los álamos. Pero en las profundidades de mi corazón donde cae eternamente la lluvia artificial, esa sigue siendo la frase que yo espero oír.
No cuento todo esto con ánimo de hablar de mí misma, ni tampoco como ejercicio de memoria, sino simplemente para demostrar que cuando John Wayne pasó cabalgando por mi infancia, y tal vez por la de ustedes, determinó para siempre la forma de algunos de nuestros sueños. No parecía posible que un hombre como él pudiera enfermar, que pudiera llevar dentro la más inexplicable e incontrolable de las enfermedades. El rumor disparó una ansiedad oscura y vino a cuestionar nuestra infancia misma. En el mundo de John Wayne se suponía que era John Wayne quien daba las órdenes. «A cabalgar», decía, o «Ensillad». «A la carga», o «Hay cosas que un hombre tiene que hacer y ya está». «¿Cómo está usted?», decía cada vez que veía por primera vez a una chica, en un campamento de trabajadores ferroviarios o bien a bordo de un tren o incluso plantada en un porche, esperando a que apareciera algún jinete entre las hierbas altas. Cuando John Wayne hablaba, sus intenciones eran inconfundibles; tenía una autoridad sexual tan fuerte que hasta una niña podía percibirla. Y en un mundo que enseguida nos dimos cuenta de que estaba caracterizado por la corrupción y las dudas y esas ambigüedades que lo paralizan a uno, él sugería un mundo distinto, que puede que hubiera existido alguna vez o puede que no, pero que en cualquier caso ya no existía: un lugar donde uno podía moverse con libertad, crear sus propios códigos y regirse por ellos; un mundo en el cual, si un hombre hacía lo que tenía que hacer, un día podía coger a la chica, cabalgar a través del tiroteo y llegar indemne a casa, no a un hospital con algo malo dentro del cuerpo, no a una cama elevada y rodeada de flores y fármacos y sonrisas forzadas, sino al recodo del río luminoso, con los álamos resplandeciendo bajo el sol de primera hora de la mañana.
«¿Cómo está usted?» ¿De dónde venía aquel hombre, antes de salir de las hierbas altas? Hasta su misma historia parecía perfecta, puesto que carecía de historia, no tenía nada que entorpeciera el sueño. Nacido Marion Morrison en Winterset, Iowa, hijo de un farmacéutico. De niño se trasladó a Lancaster, California, como parte de la migración a esa tierra prometida que a veces se llama «la costa oeste de Iowa». No es que Lancaster fuera la promesa hecha realidad; se trataba de un pueblo en pleno Mojave azotado por las tormentas de arena. Pero Lancaster ya era California, y a él ya solo le faltaba un año para llegar a Glendale, donde la desolación tenía un aroma distinto: pañitos para los respaldos de los sillones entre las huertas de naranjos, un preludio de clase media a Forest Lawn. Imagínense a Marion Morrison en Glendale. Boy scout y alumno del instituto de Glendale. Placador del equipo de fútbol americano de la USC, miembro de la fraternidad Sigma Chi. En las vacaciones de verano, un empleo como tramoyista en los viejos platós de la Fox. Y allí conoció a John Ford, uno de los directores que iban a notar que en aquel molde perfecto se podían verter los deseos no expresados de una nación que ya se preguntaba en qué encrucijada debía de haberse perdido. «Joder —dijo más adelante Raoul Walsh—, el cabrón estaba hecho un pedazo de hombre». Así que el chico de Glendale no tardó en convertirse en una estrella. No se hizo actor, tal como él mismo se había cuidado de decirles muchas veces a los entrevistadores («¿Cuántas veces se lo tengo que decir? Yo no actúo. Yo reacciono»), sino estrella, y aquella estrella llamada John Wayne se pasaría la mayor parte del resto de su vida trabajando con uno u otro de aquellos directores, en alguna localización perdida, en busca del sueño.
Allí donde los cielos son un poco azules,
allí donde la amistad es un poco más verdadera,
allí es donde empieza el Oeste.
En aquel sueño no podía pasar nada muy malo, nada que un hombre no pudiera enfrentar con la mirada. Y, sin embargo, algo pasó. Allí estaba, primero el rumor y después los titulares. «Le he dado una paliza al cáncer», anunció John Wayne en su estilo más genuino, reduciendo aquellas células forajidas al nivel de cualquier otro forajido, pero aun así todos nos dimos cuenta de que aquel iba a ser el único duelo impredecible, el único tiroteo que John Wayne podía perder. A mí las ilusiones y la realidad me generan tantos problemas como a cualquiera, de manera que no me moría precisamente de ganas de presenciar cómo John Wayne tenía (o eso pensaba yo) ciertos problemas también con ellas; y, sin embargo, sí que lo vi, en México, donde él estaba filmando la película que su enfermedad había retrasado durante tanto tiempo, en la tierra misma de los sueños.
Era la película número 165 de John Wayne. Era la película número 84 de Henry Hathaway. Y era la número 34 de Dean Martin, que estaba agotando un viejo contrato que tenía con Hal Wallis, que a su vez estaba haciendo su producción independiente número 65. Se titulaba Los cuatro hijos de Katie Elder, y era una película del Oeste, y después del retraso de tres meses por fin acababan de filmar los exteriores en Durango y ahora estaban rodando los últimos interiores en los Estudios Churubusco de las afueras de México D.F., y lucía un sol abrasador y el aire era luminoso y era la hora del almuerzo. Bajo los falsos pimenteros, los muchachos del equipo de rodaje mexicano estaban sentados comiendo caramelos, mientras que calle abajo parte del equipo técnico se había instalado en un local que servía langosta rellena y un vaso de tequila por un dólar americano, pero era dentro de la vacía y cavernosa cantina donde estaban sentados los actores, los objetos de mi encargo, todos sentados alrededor de una enorme mesa, comiendo con desgana sus huevos con queso y bebiendo cerveza Carta Blanca. Dean Martin, sin afeitar. Mack Gray, que iba a donde iba Martin. Bob Goodfried, que estaba a cargo de la publicidad de la Paramount y que había bajado hasta allí en avión para montar un tráiler y que tenía el estómago delicado. «Té con tostadas —no paraba de advertir—. Es lo que hay que pedir. En la lechuga no se puede confiar». Y Henry Hathaway, el director, que parecía no estar escuchando a Goodfried. Y John Wayne, que daba la impresión de no estar escuchando a nadie.
—Esta semana se está haciendo larga —dijo Dean Martin por tercera vez.
—¿Cómo puedes decir eso? —le preguntó Mack Gray.
—Estaaa... semanaaa... se está haciendooo... largaaa..., así es como lo puedo decir.
—No estarás diciendo que tienes ganas de que termine.
—Lo digo abiertamente, Mack, quiero que termine. Mañana por la noche me afeito esta barba, me voy al aeropuerto y digo: «¡Adiós, amigos! ¡Hasta luego, muchachos!».
Henry Hathaway encendió un puro y le dio unas palmadas cariñosas en el brazo a Martin.
—Mañana no, Dino.
—Henry, ¿qué estás planeando añadir? ¿Una guerra mundial?
Hathaway le dio más palmaditas en el brazo a Martin y se quedó mirando a lo lejos. Al fondo de la mesa alguien mencionó a un hombre que unos años atrás había intentado sin éxito hacer explotar un avión.
—Sigue en la cárcel —dijo de pronto Hathaway.
—¿En la cárcel? —Martin se distrajo momentáneamente de la cuestión de si tenía que mandar sus palos de golf de vuelta con Bob Goodfried o bien encomendárselos a Mack Gray—. ¿Y por qué está en la cárcel si no murió nadie?
—Por intento de asesinato, Dino —le dijo Hathaway con delicadeza—. Que es un delito grave.
—¿Quieres decir que si alguien solo intentara matarme iría a la cárcel?
Hathaway se quitó el puro de la boca y miró al otro lado de la mesa.
—Si alguien intentara matarme a mí, seguro que no iba a la cárcel. ¿Y tú qué dices, Duke?
Muy despacio, el destinatario de la pregunta de Hathaway se limpió la boca, echó su silla hacia atrás y se puso de pie. Era el auténtico, el genuino, el mismo movimiento que había constituido el clímax de un millar de escenas en las 165 fronteras luminosas y campos de batalla fantasmagóricos del pasado, y que también estaba a punto de constituir el clímax de la escena presente, en la cantina de los Estudios Churubusco de las afueras de México D.F.
—Pues mira —dijo John Wayne arrastrando las palabras—, yo lo mataría a él.
Aquella última semana de rodaje ya se había marchado casi todo el reparto de Katie Elder; solo quedaban los actores principales, Wayne, Martin, Earl Holliman, Michael Anderson, Jr. y Martha Hyer. Martha Hyer no se dejaba ver mucho, pero de vez en cuando alguien se refería a ella, habitualmente como «la chica». Todos se habían pasado nueve semanas juntos, seis de ellas en Durango. México D.F. no era ni mucho menos Durango; a las esposas les gustaba acompañar a sus maridos a los sitios como México D.F., les gustaba ir a comprar bolsos, asistir a fiestas en casa de Merle Oberon de Pagliai y mirar sus cuadros. Pero Durango... El nombre mismo provocaba alucinaciones. Tierra de hombres. Allí donde empieza el Oeste. En Durango se habían encontrado árboles de agua, una cascada y serpientes de cascabel. Y había hecho mal tiempo, unas noches tan frías que habían tenido que posponer un par de exteriores hasta poder rodarlos en los platós de Churubusco. «Fue por la chica —me explicaron—. No se podía tener a la chica al aire libre con tanto frío». En Durango Henry Hathaway había cocinado gazpacho y costillas y los filetes que Dean Martin había encargado que le trajeran en avión desde el Sands; también había querido cocinar en México D.F., pero la dirección del hotel Bamer no le había permitido montar una barbacoa de ladrillos en su habitación. «De verdad te perdiste algo tremendo,
Pero aunque México D.F. no era Durango, tampoco era Beverly Hills. Aquella semana no había nadie más usando los Estudios Churubusco, y por eso dentro del gigantesco plató en cuya puerta ponía « LOS HIJOS DE KATIE ELDER », con los falsos pimenteros y el sol radiante fuera, aquellos tipos todavía podían mantener, mientras durara la producción, el mundo peculiar de los hombres a quienes les gusta hacer películas del Oeste, un mundo de lealtades y de chanzas cariñosas, de sentimentalismo y de puros compartidos, de anécdotas desganadas e interminables; pura charla de fogata de campamento, cuya única finalidad era que siguiera sonando una voz humana en medio de la noche, el viento y los susurros de la hojarasca.
—Una vez un doble de acción resultó herido en una película mía —me contó Hathaway entre tomas de una escena de pelea elaboradamente coreografiada—. ¿Cómo se llamaba? Se casó con Estelle Taylor, la había conocido en Arizona.
El círculo se cerraba en torno a él, los puros eran manoseados. Había que honrar el minucioso arte de las peleas escenificadas.
—Solo le he pegado a un hombre en mi vida —dijo Wayne—. Y por accidente. Fue a Mike Mazurki.
—Vaya tipo. Eh, Duke dice que solo le ha pegado a un hombre en la vida, a Mike Mazurki.
—A vaya uno elegiste.
Murmullos, asentimiento.
—No lo elegí, fue un accidente.
—Me lo creo.
—Seguro.
—Carajo. A Mike Mazurki.
Y así iba la cosa. Estaba Web Overlander, que había sido el maquillador de Wayne durante veinte años, encorvado y con impermeable azul, repartiendo chicles Juicy Fruit. «¿Espray insecticida? —decía—. Ni nos hables del espray insecticida. En África nos hinchamos de ver espray insecticida. ¿Te acuerdas de África?» O bien: «¿Almejas al vapor? Ni nos hables de las almejas al vapor. Anda que no nos hinchamos de almejas al vapor en la gira promocional de Hatari! ¿Te acuerdas del Bookbinder’s?». Estaba Ralph Volkie, el que había sido preparador físico de Wayne durante once años, con una gorra de béisbol roja y llevando encima siempre una columna de prensa en la que Hedda Hopper rendía tributo a Wayne. «Esa Hopper sí que es una señora —no paraba de repetir—. No como algunos de esos que corren por ahí, que solo saben escribir que si está enfermo y enfermo y dale con que está enfermo. ¿Cómo pueden llamarlo enfermo, cuando tiene dolores y toses y no para de trabajar todo el día y no se queja nunca? Ese tipo tiene el mejor gancho desde Dempsey, no está enfermo».
Y estaba el propio Wayne, luchando para rodar su película número 165. Estaba Wayne, con sus espuelas de treinta y tres años de antigüedad, su pañuelo polvoriento al cuello y su camisa azul. «En estos rollos no hay que preocuparse mucho por lo que te pones —me dijo—. Te puedes poner una camisa azul, o, si estás en Monument Valley, una camisa amarilla». Estaba Wayne, con un sombrero relativamente nuevo, un sombrero que le daba un curioso parecido con William S. Hart. «Yo tenía un sombrero viejo de caballería que me encantaba, pero se lo presté a Sammy Davis. Cuando me lo devolvió ya estaba para tirar. Creo que todos se dedicaban a encasquetárselo y a decirle “Toma, John Wayne”, ya sabe, de broma».
Estaba Wayne, trabajando desde primera hora, terminando la película con un catarro tremendo y una tos terrible, tan cansado a media tarde que necesitaba un inhalador de oxígeno en el plató. Y pese a todo, lo único que importaba era el Código.
—Ese tipo... —murmuró refiriéndose a un reportero que había incurrido en su antipatía—. Admito que me estoy quedando calvo. Y que tengo michelines en la cintura. ¿Y qué hombre no los tiene con cincuenta y siete años? Vaya cosa. En fin, ese tipo...
Se detuvo, a punto de exponer el meollo de la cuestión, la raíz de la antipatía, aquella ruptura de las normas que todavía le molestaba más que las supuestas citas falsas, todavía más que la sospecha de que ya no era Ringo Kid.
—Viene a verme sin que nadie se lo pida, pero aun así lo invito a pasar. Así que nos sentamos a beber una jarra de mezcal...
Hizo otra pausa y le echó una mirada cargada de intención a Hathaway, preparándolo para el impensable desenlace.
—... y lo tuvieron que ayudar a llegar a su habitación.
Discutían sobre las virtudes de diversos boxeadores, discutían sobre el precio del J&B en pesos. Discutían sobre los diálogos.
—Por muy duro que sea el tipo, Henry, sigo sin creerme que rife la Biblia de su madre.
—Me gusta escandalizar, Duke.
Intercambiaban interminables chistes de sobremesa.
—¿Sabes por qué a esto lo llaman la salsa de la memoria? —preguntaba Martin señalando un cuenco de chile.
—¿Por qué?
—¡Porque te acuerdas de él por la mañana!
—¿Lo has oído, Duke? ¿Has oído por qué llaman a esto la salsa de la memoria?
Se deleitaban entre ellos trazando las marcas de las minúsculas variaciones en la escena de la pelea a puñetazos que no podía faltar nunca en las películas de Wayne; justificada o completamente gratuita, la escena de la pelea tenía que estar en la película, de tan bien que se lo pasaban haciéndola.
—Oye... esto va a ser graciosísimo. Duke levanta al chaval y entonces hacen falta Dino y Earl juntos para arrojarlo por la puerta. ¿Qué te parece?
Se comunicaban compartiendo viejos chistes; sellaban su camaradería burlándose con gentileza y a la antigua usanza de sus esposas, siempre empeñadas en civilizar y domesticar.
—De manera que a la señora Wayne se le mete en la cabeza quedarse levantada y beberse un coñac. O sea que el resto de la noche ya no se oye nada más que: «Sí, Pilar, tienes razón, cariño. Soy un bravucón, Pilar, tienes razón, soy imposible».
—¿Lo has oído? Duke dice que Pilar le tiró una vez una mesa.
—Eh, Duke, esto te hará gracia. Ese dedo que te has lastimado hoy, ve a que el médico te lo vende, luego te vas a casa esta noche, se lo enseñas a Pilar y le dices que te lo lastimó ella al tirarte la mesa. Ya sabes, hazle creer que montó una escena tremenda.
A los que tenían más edad de entre ellos los trataban con respeto; a los más jóvenes los trataban con cariño.
—¿Ve usted a ese chaval? —decían de Michael Anderson, Jr.—. Menudo chaval.
—No actúa, le sale todo del corazón —dijo Hathaway dándose unas palmadas en el corazón.
—Eh, chaval —dijo Martin—. Vas a salir en mi próxima película. Haremos la función completa, nada de barbas. Las camisas a rayas, las chicas, la alta fidelidad, las luces en los ojos.
Le encargaron una silla especial a Michael Anderson que ponía « BIG MIKE » en la parte de detrás. Cuando llegó al plató, Hathaway le dio un abrazo.
—¿Ha visto usted eso? —le preguntó Anderson a Wayne, demasiado tímido de pronto para mirarlo a los ojos.
Wayne le dedicó una sonrisa, asintió con la cabeza y le concedió el elogio final:
—Sí, chaval, lo he visto.
La mañana del día en que iban a terminar Katie Elder, Web Overlander no se presentó con su impermeable azul, sino con una americana azul.
—A casita, mamá —dijo mientras repartía los últimos Juicy Fruit que le quedaban—. Ya llevo la ropa de marcharme.
Pero se lo veía apagado. A mediodía, la mujer de Henry Hathaway se pasó por la cantina para decirle a su marido que a lo mejor tomaba un avión a Acapulco.
—Pues tómalo —le dijo él—. Cuando yo acabe con esto, no voy a hacer más que tomar Seconal hasta quedarme al borde del suicidio.
Todos estaban apagados. Después de que la señora Hathaway se marchara, hubo algún intento desganado de rememorar anécdotas, pero la tierra de hombres ya se estaba disipando rápidamente; ya tenían un pie en casa, y lo único que pudieron rememorar fue el incendio de Bel Air del 61, durante el cual Henry Hathaway había ordenado al Departamento de Bomberos de Los Ángeles que salieran de su propiedad y había salvado su casa él solo, gracias a que, entre otras medidas, tiró a la piscina todo lo que fuera inflamable.
—Habría dado igual que aquellos bomberos se desentendieran —dijo Wayne—. Que dejaran que se le quemara la casa.
De hecho, se trataba de una buena anécdota, y tocaba varios de los temas favoritos de aquellos hombres, pero era una anécdota de Bel Air, no de Durango.
Poco después de mediodía empezaron la última escena, y aunque se pasaron todo el tiempo que pudieron organizándola, por fin llegó el momento en que ya no les quedó nada más que hacer que rodarla.
—Segundo equipo fuera, primer equipo dentro, cierren puertas —gritó por última vez el ayudante del director.
Los dobles salieron del plató y entraron John Wayne y Martha Hyer.
—Muy bien, muchachos, silencio, estamos rodando.
Hicieron dos tomas. En las dos ella le ofreció la ajada Biblia a John Wayne. Y las dos veces John Wayne le contestó que «yo voy a muchos sitios donde ese libro no encaja». Todo estaba muy tranquilo. Y a las dos y media de aquella tarde de viernes, Henry Hathaway se apartó de la cámara, y en el silencio que se hizo a continuación aplastó su puro en un cubo lleno de arena y dijo:
—Muy bien. Ya estamos.
Después de aquel verano de 1943 yo había pensado en John Wayne de muchas maneras. Había pensado en él trayendo ganado desde Texas, haciendo aterrizar avionetas con un solo motor y hasta diciéndole a la chica de El Álamo: «República es una palabra hermosa». Nunca había pensado en él cenando con su familia y conmigo y mi marido en un restaurante caro de Chapultepec Park, pero el tiempo trae extrañas mutaciones, así que allí estábamos, una noche de aquella última semana de rodaje en México. Durante un rato solo fue una velada agradable, una velada como cualquier otra. Bebimos mucho y yo perdí la noción de que aquella cara que había al otro lado de la mesa me resultaba en cierto sentido más familiar que la de mi marido.
Y luego pasó algo. De pronto la sala pareció inundarse del sueño, y yo no entendí por qué. De la nada aparecieron tres hombres tocando guitarras. Pilar Wayne se inclinó un poco hacia delante y John Wayne levantó su copa de manera apenas perceptible hacia ella.
—Vamos a necesitar una botella de Pouilly-Fuissé para el resto de la mesa —dijo Wayne—. Y un burdeos tinto para Duke.
Todos sonreímos, y procedimos a bebernos el Pouilly-Fuissé para el resto de la mesa y el burdeos tinto para Duke, y durante todo aquel rato los guitarristas siguieron tocando, hasta que por fin me di cuenta de qué era lo que estaban tocando: «The Red River Valley» y el tema de Escrito en el cielo. No estaban llevando bien el ritmo, pero todavía hoy los puedo oír, en otro país y mucho tiempo después, mientras les cuento esto a ustedes.
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