Carol Dunlop y Julio Cortázar |
Miguel Herráez
CORTÁZAR Y CAROL DUNLOP
El primer encuentro con Carol Dunlop fue en 1977 y en Montreal, donde Cortázar había acudido a una cita internacional de escritores. No hay mejor testimonio del amor que mostrará el escritor por Carol que el posfacio de Los autonautas de la cosmopista. Cada palabra, cada frase, cada recuerdo están sujetos a un ritmo de desgarramiento afectivo y de dolor material —Dunlop no llegó a ver impreso ese libro, escrito a cuatro manos por la Osita y por el Lobo —: proyecta la dimensión de lo que Dunlop representó en el escritor a lo largo de los cinco años que compartieron.
Julio y Carol. Carol, la Osita, tenía treinta y dos años menos que Julio, el Lobo .
Divorciada, nacida en EE. UU. en 1946, amante de la literatura (publicó la novela Mélanie dans le miroir, en 1980, novela que hasta el momento no ha sido editada en español) y a la fotografía, con un hijo, Stéphane Hébert, que por entonces tenía nueve años, Carol Dunlop, físicamente distante de Karvelis, quizá más próxima por aspecto y por carácter a Aurora, vino a cubrir el vacío que la relación entre Julio y Ugné, nunca rota del todo, pues Ugné se había convertido en su agente literaria, lo cual exigía un trato periódico y difícil, había ido produciendo.
El paso más decidido, tras el cruce en Canadá, lo dio el escritor al poco de regresar a París. La excusa fue un cuento que él había leído de ella en Montreal, «Espejos y reflejos». En carta escrita en francés, fechada a finales de noviembre de 1977, Cortázar le propuso trabajar en paralelo en el territorio común de no se sabe muy bien qué motivo, pero lo que sí quedaba claro en esa misiva era la invitación, más o menos tácita, para que ella se trasladara a París por un tiempo, ya que así «podríamos encontrarnos dos o tres veces por semana, elegir temas, intercambiar puntos de vista, y después escribir cada uno su o sus textos», lo cual daba la posibilidad de construir un volumen bilingüe. Nadie, que no sea un ingenuo, podría dejar de observar en esas palabras algo más que un intento de confrontar estrategias literarias para obtener soluciones narrativas en vez de ver un mensaje menos subliminal de lo que parece y más expreso de lo que es en realidad.
Desde la reunión en Quebec, Cortázar sentía una fuerte atracción por ella; y ella por él. En marzo de 1978, la separación con Ugné era ya un hecho. Igual que ya era un hecho la convivencia de Cortázar con Dunlop, «una dulce y buena», en el departamento de Saint-Honoré.
De 1977 data Alguien que anda por ahí, once cuentos nuevos. «Cambio de luces», «Usted se tendió a tu lado», «Apocalipsis de Solentiname», «Reunión con un círculo rojo» o «La noche de Mantequilla», entre ellos. Digamos que el volumen representa perfectamente el Cortázar del momento. De un lado la permanencia del ideario de raíz política y de otro la vigencia de unas percepciones que escapan a la común mirada del hombre medio cuya fuga no es otra que la fantasía.
Relatos como el propio que da título al tomo, con el tema del contrarrevolucionario anticastrista que regresa de los EE. UU. para perpetrar en Cuba un sabotaje, o el citado «Apocalipsis de Solentiname», con una aplicación de los resortes fantásticos activados a través de unas fotografías (inevitable la referencia de «Las babas del diablo») cuya alteridad es la hipótesis de otra realidad que aguarda, que amenaza la vida en el pequeño archipiélago nicaragüense de Solentiname. Ambos cuentos reconcilian al escritor con sus planteamientos ideológicos, le permiten la denuncia explícita sin el abandono del código cortazariano. Otros relatos, a la vez, como «Reunión con un círculo rojo» o «La noche de Mantequilla», nos devuelven al mejor escritor que trata de la vida y menos del testimonio.
En «Reunión con un círculo rojo» aviva el tema del vampirismo o el del sujeto que invade el ámbito que no le corresponde, lo que le reporta su propia situación de tragedia: un viejo argumento localizado ya desde «Casa tomada» hasta «Verano», pasando por «Ómnibus» y muchos cuentos más. Con «La noche de Mantequilla», Cortázar está de nuevo en el mundo del boxeo, pero a partir delos actores exiguos del teatro y no desde el protagonista como en «Torito», puro monologuismo interior en este y retrato mísero del trasfondo miserable de la miseria boxística en el otro. «Cambio de luces», ese encuentro y desencuentro entre Tito Balcárcel, actor de Radio Belgrano, y Luciana, oyente y admiradora suya, es un texto con latigazos epistolares cuyo argumento trata sobre la creación de un personaje y su entorno (Luciana a los ojos de Tito); el forzamiento de la realidad.
En el verano de 1979, Julio y Carol estuvieron en Deiá, Palma de Mallorca, en la casa de su antigua amiga Claribel Alegría y de su marido Bud Flakoll, un peculiar norteamericano dedicado a remozar casas y antiguos molinos de la isla que luego vendía sobre todo a extranjeros.
El escritor peruano y residente en Palma de Mallorca Carlos Meneses, que, tal como ya hemos señalado, había conocido a Cortázar en París, volvió a encontrarse con él en sucesivos viajes de aquel a Deiá, como nos comenta: «Empecé a conocerlo mejor cuando, ya trasladado a Mallorca, Cortázar llegó a esta isla en los años setenta. Le agradó el lugar y volvió varias veces. Tenía amigos. Prefería los pueblos a la capital, así que terminó refugiándose en Deiá, donde tenía la mayor parte de sus amistades, Robert Graves, entre ellas. Sorprendía por su serenidad y su exquisita educación. No era acaparador en las charlas. Dejaba hablar y contestaba a todas las preguntas. Había amabilidad en su tono de voz y miraba con simpatía aun a las personas que acababa de conocer. No tenía reparos en tratar sobre los temas de los cuentos que le gustaría escribir. Y en comentar sus puntos de vista sobre el Mayo del 68, la revolución cubana, las posibilidades expansionistas de las ideas comunistas o el papel de ogro del tercer mundo que realizaba Estados Unidos».
En esa estadía veraniega en España, Cortázar se convirtió en blanco de algunos fotógrafos provistos de teleobjetivos de una determinada revista sensacionalista, Interviú , lo cual le enojó por su insistencia intimidatoria, como nos dice Meneses: «La última vez que lo vi fue en 1979. Acababa de publicar Un tal Lucas y me interesaba conversar sobre ese libro y sobre lo que escribiría inmediatamente después. Lo encontré en casa de la poeta salvadoreña Claribel Alegría, en el simpático y cosmopolita pueblo de Deiá. No solo hablamos del libro sino también de sus experiencias mallorquinas, puesto que era la cuarta o quinta vez que venía. Había tenido un disgusto porque los fotógrafos lo perseguían a él y a Carol, su esposa canadiense, y habían sido excesivamente indiscretos. Me confió que no le gustaba ser entrevistado por quienes no conocían su obra, porque era como perder el tiempo. Me prometió una colaboración para una revista que en ese tiempo yo dirigía. No la hubo, estaba demasiado atareado. Seguí su trayectoria profesional pensando en volverlo a ver en Mallorca y poder comentar sobre todo lo nuevo que había escrito, ya no fue posible. No volvió».
En el siguiente febrero viajaron a Cuba, con el propósito de trasladarse luego a Nicaragua. Carol no conocía la isla y tenía muchas ganas de visitarla. Pero la intención de Julio era la de pasar algo más desapercibido que en otras ocasiones. Mostrar su solidaridad como hacía de costumbre, pero encontrar un pasillo discreto por el que salir de tanto agasajo y tanto acto público que le imponían un excesivo ritmo social agotador. Prescindir, en suma, del mismo encadenamiento de encuentros y más encuentros que se repetía en cada una de sus visitas a la isla y encontrar un estadio intermedio que respetara sus ganas de enseñar a Carol el paisaje y la vida cubanos. En este sentido, le había confesado a Haydée Santamaría lo gratificante que sería contar durante esos días con una bicicleta para él y otra para Carol, para así recorrer tranquilamente los barrios de La Habana.
El viaje, en su tramo medio y último, salió muy bien; pero empezó muy mal y podría haber seguido igual de mal, si no llega a poner remedio, ya en La Habana, un neurólogo.
En el vuelo de París a Madrid a Carol se le manifestó un agudo ataque de ciática, el segundo en un breve plazo de tiempo, lo cual se convirtió en un auténtico padecimiento por el propio dolor causado, además de una gran incomodidad. Lógicamente, por el nervio que inervó los músculos del muslo y de la pierna, debía mantenerse lo más inmóvil posible, nada fácil ni mucho menos previsto en el proyecto original de la pareja. El resultado fue un recorrido muy molesto hasta el arribo al aeropuerto José Martí. Ya en este, tras superar escaleras, traslados y revisiones, pudo guardar reposo en el hotel, y tres días después se recuperó.
Por lo demás, la estancia de esa semana supuso que Julio y Carol pudieran gozar, con una cierta intimidad avalada por la Casa pero no siempre respetada por la enorme popularidad de que gozaba Cortázar en la isla, de tiempo libre para perderse por las calles de la ciudad, detenerse frente al Malecón y caminar frente al mar, que era uno de los lugares preferidos de Julio; llegarse por el Parque Central y seguir la estela de hoteles decimonónicos de La Habana Vieja; andar hacia el anochecer por la plaza de la Catedral con los soportales medio iluminados o hasta El Castillo del Morro, quizá hasta La Giraldilla. Tras esos días, se dirigieron a Nicaragua, donde estuvieron dos semanas. En Managua participaron en comités de organización alfabetizadora y sanitaria, recibieron información de cuál era el punto de reconstrucción nacional en que se encontraba el país tras la guerra contra Somoza y recogieron materiales (Carol hizo series fotográficas), con el objeto de, a su vuelta a París y en su nuevo domicilio, 4, rue Martel, integrarlos en el programa de solidaridad con la pequeña y necesitada nación centroamericana.
Un tal Lucas fue publicado en 1979. Estructurado en tres partes, con varias decenas de textos, a veces muy breves, es un libro de cuentos, pero no es con exactitud un libro de cuentos. Se encuentra a mitad de camino entre Historias de cronopios y de famas y los anteriores volúmenes de relatos del escritor, con algunas deudas muy marcadas hacia sus divertimentos La vuelta al día en ochenta mundos y Último round.
Decimos que no es con precisión un libro de cuentos —lo cual no le resta valor ni le quita interés— porque nace con una voluntad distinta, menos definida y enjundiosa que otros títulos narrativos. Estamos ante textos concisos, en ocasiones de marcado pálpito íntimo y autobiográfico, cuando no sarcásticos, siempre con el denominador común situado en Lucas, un «otro yo» del propio Cortázar. Textos a través de los que reconocemos, más explícitamente que en otras de sus historias, cuál es esa idea particular del mundo de Cortázar, la cual tanto tiene de absurdo. Un tal Lucas no es más ni menos que un trayecto por la agudeza del espíritu cortazariano. El volumen, repleto de envites dirigidos de frente al lector, se detiene en el juego y en el ánimo de avivar pareceres. Pero su publicación no fue vista en esos términos. Solo parte de la crítica, sobre todo la incondicional del escritor, mostró un tibio entusiasmo. Otros sectores consideraron como mal menor que era solo, si acaso, un libro más, pero encima fallido, muy posiblemente por su carácter indeterminado. Muchos lectores coincidieron con este juicio. Digamos que, aproximándose a la naturaleza de los almanaques, el público le reprochó que careciera de la vitalidad y la dinamicidad de los otros.
Pese a esa selección viajera mencionada, los siguientes diecisiete meses, se repartieron entre Italia, EE. UU. (Nueva York, Washington y California), Montreal, México y de nuevo París. Aunque hemos señalado la permanente escalada política de Cortázar y el tiempo menor que le dedicaba a la literatura, hay que destacar cómo, de cualquier manera, la escritura de ficción fue abriéndose sitio y así, en 1980, tendrá listo, además de un texto poético-reflexivo para incluir en el libro-objeto de su amigo Luis Tomasello, Un elogio del tres, un nuevo volumen de relatos, Queremos tanto a Glenda.
El tomo consta de diez cuentos y está dividido en tres partes sin títulos, solo con numeración romana. «Queremos tanto a Glenda», «Orientación de los gatos», «Recortes de prensa», «Tango de vuelta», « Graffiti » o «Historias que me cuento», son algunos de ellos. La cartografía cortazariana invade el núcleo de todos, esa cartografía que superficialmente sería el sueño, el tiempo, la música o los gatos (Alana, Osiris, Mimosa), pero que en un dibujo de mayor calado llegaría también al enfoque crítico y al registro eticista, en el tema de la tortura en la Argentina («Recortes de prensa») y su traslación espacio-temporal a un París con reflejos de Maupassant y con un denominador fantástico: como ya hemos señalado, la macabra táctica de exterminio desarrollada por los militares de la dictadura videlista consistente en la eliminación de la víctima y sus próximos familiares o amigos.
En esta entrega, de nuevo la indagación en los intersticios de la realidad y el hecho que anula su frontera con la fantasía, lo que produce confusión y hace que se tambalee el suelo que nos sostiene: ese tipo de Walter Mitty y Dilia que se encuentran en el plano visionario de lo onírico, lo que suplanta el otro plano de lo verificable en «Historias que me cuento»; o esos seguidores de Glenda Garson que buscan perpetuar el mito de la actriz con la manipulación de sus películas en «Queremos tanto a Glenda» —a quien han de eliminar cuando esta decide regresar a la pantalla— y que tendrá su epílogo, pero ya como Glenda Jackson, en uno de los cuentos («Botella al mar») del libro inmediatamente posterior, Deshoras. Se ha señalado de este volumen la fascinación de Cortázar por la inmovilidad, así lo subraya Malva E. Filer El planteamiento sería la opción de Cortázar no de encontrarse a ambos lados de la vida, como hizo en el cuento «Axolotl», sino el de decantarse por la pasividad que es la muerte. De igual modo, asistimos a un Cortázar de sesgo ásperamente realista («Anillo de Moebius») cuya alternativa a la vista de los sucesos, frente a la existencia, ante el acontecimiento se resuelve precisamente por una aparente vacilación de juicio. No es que Cortázar dude contra el horror, lo que ocurre es que Cortázar duda de la actuación ontológica del hombre colocado ante ese horror y la facilidad con que se transmuta la posición de víctima a verdugo («Recortes de prensa», «Anillo de Moebius»).
Julio y Carol decidieron pasar el verano de 1981 tranquilamente, alejados de compromisos; un descanso merecido después de un duro período de trabajo. En realidad se trataba de tomar fuerzas de cara al otoño e invierno inmediatos, tiempo en que les esperaba de nuevo el circuito de Cuba y Nicaragua, circuito al que se le iba a unir en el proyecto Puerto Rico, lo que se aventuraba como algo agotador.
Para esos meses de calma y recuperación eligieron Aixen-Provence. La casa de Saignon estaba ocupada por Ugné Karvelis, a quien Cortázar se la había cedido tras su separación, y deesta él prefería situarse alejado. «Es evidente que a pesar de mis esfuerzos por mantener una relación amistosa que podría ser excelente, sus reacciones y su manera de ser vuelven la cosa imposible», le confesará el escritor a Eric Wolf, a quien seguirá diciendo: «He decidido no volver más a Saignon, no quiero caer en la misma ambivalencia que ella [Karvelis] trata de crear entre nosotros». De ahí que Julio optara por alquilarle la casa a un amigo en la misma zona que a él tanto le agradaba, pero conservando la distancia con su antiguo rancho.
La casa que arrendaron en cuestión se encontraba muy próxima a Aix. Un par de veces por semana se desplazaban a la ciudad con la Fafner y se abastecían de comida, paseaban por sus calles y tomaban café en alguna terraza. Aix, centro universitario aglutinante en invierno, en verano perdía gran parte de su población flotante y se convertía en un lugar apetecible para recorrerlo sin prisas. Después regresaban a la casa, rodeada de pinos, y encontraban refugio en el silencio solo roto por la competencia sobre la territorialidad surgida entre Flanelle y los otros gatos de los alrededores.
Durante el mes de julio, Stéphane, el hijo de Dunlop, estuvo con ellos. En agosto su padre, François Hébert, y su compañera lo recogieron y los tres regresaron a Montreal, con lo que Julio y Carol recuperaron el aislamiento. La nota triste de esos primeros días llegó de Centroamérica: la muerte de Omar Torrijos en un aparente accidente aéreo, que luego se confirmaría como atentado, conmovió a la pareja. Julio y Carol habían llegado a tratarlo en Panamá. En aquella ocasión, les habían robado, en pleno centro de la capital, todo cuanto llevaban, y Torrijos les invitó a permanecer en su casa hasta que se resolvió la serie de problemas derivada por la pérdida de pasaportes y demás documentación.
Fue a principios de ese agosto cuando la pareja tomó la decisión de escribir un libro que tratase de un viaje atemporal Marsella-París sin salir de la autopista. La pretensión era la de regresar a París deteniéndose en dos aparcamientos por día. Fafner jugaría su buen protagonismo, dado que prácticamente vivirían, cocinarían, descansarían y se desplazarían en la Volkswagen color rojo durante treinta y dos días. El libro sería escrito por ambos y en dos idiomas.
El 9 de agosto tenían trazado el plan. Una vez más la mano lúdica de Cortázar se dejaba ver en el esquema. El volumen, cuyo título en francés iba a ser Marseille-Paris par petits parkings, retomaría el tono del discurso de La vuelta al día en ochenta mundos y de Último round. O sea, un nuevo homenaje a aquellos almanaques de su infancia tan queridos por el escritor. No obstante, pese a tanta medición y cálculo preciso de vituallas y botellas de butagaz previstas, el propósito tuvo necesariamente que postergarse. De repente Julio se empezó a sentir mal. Atribuyó el malestar y cierto cansancio persistente a un resfriado padecido semanas atrás, combinado con una serie de jaquecas recurrentes, que lo mantuvo con fiebre durante varios días. Sin embargo la cosa fue a más. Molestias estomacales que lejanamente le indicaban a Cortázar que podría tratarse de un principio de úlcera. Pero el malestar fue en aumento, tanto que a mediados de agosto, a pocos días de celebrar su sesenta y siete cumpleaños, sufrió lo que en principio se pensó que era una hemorragia gástrica. El caso es que con gran sobresalto Carol lo encontró desmayado en medio de un charco de sangre. Trasladado al hospital de Aix, se determinó que cefaleas y aspirinas eran una combinación consustancial en Cortázar desde hacía años, por lo que se le achacó al consumo intensivo de estas el desencadenante de dicha hemorragia. Eso fue lo que se le dijo a él, cuando volvió a la consciencia en la cama del hospital, por decisión propia de Carol Dunlop.
El ingreso en el hospital de Aix-en-Provence fue por algo menos de un mes, entre los cinco días sometido a diversas pruebas extremas e inmediatas de atención especial y las tres semanas restantes que siguió en habitación facultativa fuera de la uci. Durante ese período recibió una importante transfusión de sangre, «más de treinta litros de sangre (esto último, para alguien que frecuenta la vampirología, no estaba nada mal, porque no creo que Drácula haya bebido la sangre de treinta personas diferentes en cinco días, dicho sea con todo mi respeto al Conde)», le escribirá a Jaime Alazraki tras la estancia hospitalaria, recuperado ya e instalados Julio y Carol por unos días cerca de Aix, en Serre, en casa de Jean y Raquel Thiercelin. Los Thiercelin, él poeta francés y ella profesora española en la Universidad de Aix-en-Provence, eran buenos y queridos amigos. Allí seguirían el proceso de mejoramiento de él.
Según Aurora Bernárdez, que estuvo informada desde el principio, esa supuesta hemorragia gástrica fue el primer síntoma de la dolencia que lo llevará a la muerte dos años y medio más tarde. En el hospital de Aix-en-Provence se le diagnosticó leucemia mieloide crónica, caracterizada por una abundancia en la sangre y en la médula ósea de granulocitos portadores del cromosoma Filadelfia, diagnóstico que, como hemos señalado, Dunlop prefirió ocultar al escritor. Como es sabido, las leucemias están estrechamente vinculadas a cuadros infeccioso-hemorrágicos en los que la presencia de células anormales se extiende y multiplica en todos los órganos y afecta a médula, ganglios y bazo, algo que en el caso de Cortázar irá registrándose tan puntual como dramáticamente a partir de ese 1981: cansancio intenso, falta de apetito, fiebre no elevada, sudoración nocturna, sensación de distensión abdominal. La definición que argumentará Bernárdez la confirmará el hematólogo Dr. Chassigneux, quien seguiría en París la enfermedad y el tratamiento a Cortázar. Del mismo modo lo entendería el doctor Hervé Elmaleh, médico personal del escritor, y el doctor Modigliani, del servicio de gastroenterología del hospital St. Lazare de París, policlínico en el que Cortázar recibirá un tratamiento periódico tras su regreso de Aix [153] .
En septiembre, pues, Carol y Julio volvieron a París, y Cortázar guardó forzosamente reposo. Ambos decidieron mantener lo más confidencialmente posible la enfermedad de Cortázar (una simple hemorragia gástrica) con el fin de evitar ruido periodístico, algo que, de trascender, a Julio habría molestado. Tuvieron que suspender no solo el diseñado Marsella-París sino que también tuvieron que cancelar el viaje caribeño a Cuba, Nicaragua y Puerto Rico, y aceptar la nueva situación, marcada por periódicos controles médicos de los glóbulos blancos del escritor que tendían «a multiplicarse como conejitos».
Con los días y las semanas, fue imponiéndose una rutina blanda a base de lecturas, escritura de artículos para la agencia periodística Efe y la escucha casi permanente de las noticias de radio provenientes de América Central y de Cuba. La política exterior, fuertemente agresiva, emprendida por el republicano Ronald Reagan, anunciaba malos tiempos para aquellos países, en especial los de América Latina, que habían decidido seguir sus respectivos caminos al margen del condicionante estadounidense. Cabía la posibilidad de intentos de invasión sobre todo en Nicaragua, o, al menos, se daba la probabilidad creciente de ese apoyo de cheque en blanco a grupos paramilitares antisandinistas y anticastristas preparados y estimulados por el gobierno de EE. UU., mucho más belicista que el de su precedente Jimmy Carter.
De cualquier manera, lo subrayable de estas semanas no fue que alguien (Hélène Prouteau) le pidiera permiso a Cortázar para adaptar a un discurso teatral Rayuela ni que, por fin, esta novela, tras veinte años de su edición en español, apareciera traducida al alemán; o que Cortázar gozara ya de plenos derechos y obligaciones como ciudadano francés. Lo destacable del mes de diciembre, de ese diciembre en el que Cortázar esperaba pacientemente y como mal menor una posible hepatitis benigna por la transfusión recibida en el hospital de Aix, lo señalable fue la boda entre Julio y Carol, tras unos años de convivencia y a diez días de Navidad.
«A lo mejor te parece extraño», le escribirá Cortázar a su madre, «teniendo en cuenta que yo tengo el doble de la edad de Carol, pero después de casi cuatro años de vivir juntos y haber pasado por todas las pruebas que eso supone en muchos planos, estamos seguros de nuestro cariño y yo me siento muy feliz de normalizar una situación que algún día será útil para el destino de Carol». Lejos estaba de sospechar que Carol, con treinta y seis años de edad, se encontraba a veinte meses de contraer una enfermedad fulminante e irreversible que la llevaría a la muerte en noviembre de 1982.
En marzo de 1982, los Cortázar viajaron a Nicaragua y México (en Tule, Carol le fotografió junto al árbol más viejo del mundo: Julio lleva puesto un sombrero blanco, con la camisa abierta hasta medio pecho, apoya una mano en la verja y mira hacia la distancia) por mes y medio, y se despidieron de sus amigos los «nicas» bajo la promesa de regresar hacia el verano, y así continuar participando en reuniones y diálogos con los que ayudar al sandinismo. Sin descuidar sus controles médicos, el escritor podía llevar una vida normal. Hasta qué punto intuía que la dolencia que lo cercaba era más grave de lo que parecía, es algo difícil de saber. De cualquier modo, por la correspondencia de esos meses se adivina una asunción en cuanto a que la enfermedad que sufre no puede reducirse simplemente a aquel accidente hemorrágico provocado por el consumo de aspirinas. Intuye que debe de haber algo más.
De otro lado, sorprende la energía con que acometerá su propia convivencia con Carol y los nuevos o revisados propósitos. De la misma manera que sorprende el idéntico ímpetu de Carol, pues recordemos que ella sí sabía el alcance de la salud quebrada de Julio. De entre estos proyectos, sobresalen el iniciado libro de cuentos Deshoras, que aparecerá en 1982, y la vuelta al plan del trayecto desopilante por la autopista de Marsella a París, que poco antes de su publicación tomará, tras el anteriormente citado y el siguiente París-Marsella en pequeñas etapas , el nombre definitivo de Los autonautas de la cosmopista, con el subtítulo de Un viaje atemporal París-Marsella. Cortázar cedió los derechos de autor de este a la causa sandinista.
El 23 de mayo, tras algunos prolegómenos, se inició la expedición París-Marsella, la cual culminó el 23 de junio. Su resultado será ese tipo de libros en los que Cortázar se sentía a gusto: el relato que rompía su rígido perímetro para tratar de ir más allá a través de la ironía. En este, en concreto, además reaparecía el niño fascinado por Jules Verne y todas sus implicaciones aventureras. Pastiche neodecimonónico y crónica de viajes, reflexiones, fotografías, informes sobre los párkings , pesquisas de explorador a lo Sir Henry M. Stanley, falsos análisis de campo. Todo ello revestido con un aire paródico con mucho también de Dr. Livingstone
La experiencia o el experimento de pasar un tiempo determinado sin salir de un trayecto, la propia autopista, era un reto que en Cortázar se llamaba juego. El diario de ruta, el intercalado de relatos, las reflexiones al hilo del propio transcurrir protegidos por el fiel Fafner, con la incidencia en el recorrido propiciada por la llegada de amigos que los visitaban o les abastecían de verduras y frutas frescas, dan pie a un volumen sugerente de anécdotas y fuente de información biográfica sobre el propio escritor.
En julio partieron, tal como estaba previsto, a Nicaragua, adonde acudió Stéphane, el hijo de Carol. Vivirían allí dos meses, luego irían a México, a un congreso, para volar después a España, Bélgica y Suecia. A continuación, a partir de noviembre, disfrutarían de un año sabático en el que hacer lo que les diera la real gana, como le dirá el escritor a su amigo Eduardo Jonquières. Pero tuvieron que interrumpir su estancia americana. A Carol se le manifestó una rara afección que parecía proveniente de un problema óseo. Al principio lo vincularon con los ataques de ciática que recientemente había sufrido, pero el médico que la atendió sugirió que podía ser algo más profundo, por lo que, tras despedirse Julio y Carol de Stéphane, que volvió a Montreal, decidieron regresar a París, a fin de que Carol fuese diagnosticada por su médico de cabecera. Aplasia medular, fue el veredicto final.
El proceso degenerativo fue drástico. En octubre su médula espinal se bloqueó, dejó de producir células sanguíneas, con lo que su organismo se predispuso dramáticamente a infecciones y sangramientos severos, desde inmunodeficiencias hasta profundos desórdenes hematológicos. Con diversos tratamientos se intentó que tornara a producir glóbulos blancos y plaquetas, sin resultados positivos. Recibió sucesivas transfusiones de sangre, pero la cosa no mejoró. Era necesario un trasplante alogénico de médula. Pese a los ofrecimientos inmediatos de familiares, no se dio con la persona compatible. Tras poco más de dos meses de esfuerzos estériles para lograr reconducir la situación, Carol Dunlop, Carlota o Carolina, como solía llamarla el escritor, murió en su cama de hospital el día 2 de noviembre, con la mano de Julio apretando la suya.
«Carol se me fue como un hilito de agua entre los dedos», les escribirá Julio a su madre y a Memé.
Fue enterrada en el cementerio de Montparnasse, zona que mucho gustaba a Carol. Fue un día muy gris y frío. Llovía muy silenciosamente sobre París. Según nos cuenta Aurora Bernárdez, fue precisamente en este entierro cuando el doctor Hervé Elmaleh la buscó entre los asistentes y le dijo que la leucemia de Julio avanzaba, que creía que no le quedaba más de dos años y medio o tres de vida.
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