Andrzej Sapkowski
MUJERES
1
—Mucho, mucho tiempo me quedé en el castillo como el ratón en su ratonera, sin sacar la nariz al exterior. Si aparecía alguien, y esto sucedía raramente, no salía, sino que mandaba a la casa que hiciera golpear dos o tres veces las ventanas o aullaba un poco a través de las gárgolas del canalón y, por lo general, esto bastaba para que el tipo dejara tras de sí una bonita nube de polvo. Así fue hasta el día en el que, un pálido amanecer, miro por la ventana y, ¿qué veo? Un gordo arranca una rosa del rosal de mi tía. Y has de saber que no se trataba de cualquier tontería, sino de rosas azules de Nazair, el esqueje lo había traído mi padre. La rabia me embargó y salté al patio. El gordo, cuando recobró la voz que había perdido al verme, murmuró que tan sólo quería una de aquellas rosas para su hija, que le perdonara y la dejara la vida y la salud. Ya me había decidido a echarlo de una patada por la puerta principal cuando se me ocurrió algo, me acordé de un cuento que me contara una vez Lenka, mi niñera, un vejestorio. Cuernos, pensé, se dice que las muchachas hermosas transforman las ranas en príncipes, y al revés, así que quizás... Puede que en esas habladurías haya una pizca de verdad, una posibilidad... Salté media legua, aullé de tal modo que las parras se desprendieron de los muros y grité: «¡Tu hija o la vida!», no se me ocurrió nada mejor. El mercader, porque era un mercader, se echó a llorar y después me dijo que su hija tenía ocho años. ¿Qué pasa, te ríes?
—No.
—Porque yo no sabía si llorar o reír por mi suerte de mierda. Me dio pena el mercader, no podía ver cómo temblaba, le invité a entrar, le agasajé y cuando se iba le metí oro y piedras preciosas en su bolsa. Has de saber que en los subterráneos quedaban todavía muchas riquezas desde los tiempos de mi padre, no sabía muy bien qué hacer con ellas, así que me podía permitir tal gesto. El mercader se iluminó, me dio las gracias hasta quedarse seco. Debió de vanagloriarse de sus aventuras donde fuera porque no habían pasado dos meses cuando apareció otro mercader por aquí. Traía preparadas bolsas de sobra. Y una hija. También de sobra.
—Porque yo no sabía si llorar o reír por mi suerte de mierda. Me dio pena el mercader, no podía ver cómo temblaba, le invité a entrar, le agasajé y cuando se iba le metí oro y piedras preciosas en su bolsa. Has de saber que en los subterráneos quedaban todavía muchas riquezas desde los tiempos de mi padre, no sabía muy bien qué hacer con ellas, así que me podía permitir tal gesto. El mercader se iluminó, me dio las gracias hasta quedarse seco. Debió de vanagloriarse de sus aventuras donde fuera porque no habían pasado dos meses cuando apareció otro mercader por aquí. Traía preparadas bolsas de sobra. Y una hija. También de sobra.
2
Nivellen metió los pies debajo de la mesa, se estiró hasta que el sillón crujió.
—Por segunda vez hablé con un mercader —siguió—. Acordamos que me dejaría a la hija por un año. Hube de ayudarle a cargar el saco en la mula, él solo no hubiera sido capaz.
—¿Y la muchacha?
—Durante algún tiempo le daban convulsiones cuando me veía, estaba convencida de que me la iba a comer. Pero al cabo de un mes comíamos ya en la misma mesa, charlábamos y dábamos largos paseos. Y aunque era simpática y muy despabilada, la lengua se me quedaba pegada cuando hablaba con ella. Sabes, Geralt, siempre he sido tímido con las mujeres, siempre he hecho el ridículo, incluso con las mozas de los establos, ésas que tienen estiércol en las pantorrillas, a las que los muchachos de la banda se llevaban de acá para allá a su gusto. Hasta ésas se burlaban de mí. Y qué no será ahora, pensé, con este morro. No fui capaz, ni siquiera, de mencionar la causa por la que había pagado tan caro por un año de su vida. El año continuó más largo que un día sin pan, hasta que al fin apareció el mercader y se la llevó. Yo entonces, resignado, me encerré en casa y durante algunos meses no reaccioné ante ninguno de los sujetos con hijas que fueron viniendo. Pero después de pasar un año en compañía, me di cuenta de lo difícil que era no tener nadie a quien abrir la boca—. El monstruo produjo un sonido que había de ser un suspiro pero que sonó como si tuviera hipo.
Nivellen metió los pies debajo de la mesa, se estiró hasta que el sillón crujió.
—Por segunda vez hablé con un mercader —siguió—. Acordamos que me dejaría a la hija por un año. Hube de ayudarle a cargar el saco en la mula, él solo no hubiera sido capaz.
—¿Y la muchacha?
—Durante algún tiempo le daban convulsiones cuando me veía, estaba convencida de que me la iba a comer. Pero al cabo de un mes comíamos ya en la misma mesa, charlábamos y dábamos largos paseos. Y aunque era simpática y muy despabilada, la lengua se me quedaba pegada cuando hablaba con ella. Sabes, Geralt, siempre he sido tímido con las mujeres, siempre he hecho el ridículo, incluso con las mozas de los establos, ésas que tienen estiércol en las pantorrillas, a las que los muchachos de la banda se llevaban de acá para allá a su gusto. Hasta ésas se burlaban de mí. Y qué no será ahora, pensé, con este morro. No fui capaz, ni siquiera, de mencionar la causa por la que había pagado tan caro por un año de su vida. El año continuó más largo que un día sin pan, hasta que al fin apareció el mercader y se la llevó. Yo entonces, resignado, me encerré en casa y durante algunos meses no reaccioné ante ninguno de los sujetos con hijas que fueron viniendo. Pero después de pasar un año en compañía, me di cuenta de lo difícil que era no tener nadie a quien abrir la boca—. El monstruo produjo un sonido que había de ser un suspiro pero que sonó como si tuviera hipo.
3
—La siguiente se llamaba Fenne. Era pequeña, nerviosa y parlotera, un verdadero ratoncito. No me tenía miedo en absoluto. Un día, justo el día de mi mayoría de edad, nos emborrachamos con licor de miel y... je, je. Inmediatamente después me eché abajo de la cama y directo al espejo. Lo reconozco, me sentí decepcionado y rabioso. El morro estaba allí, tal y como era, puede que incluso con el añadido de una expresión más estúpida. ¡Y dicen que en los cuentos se encierra la sabiduría del pueblo! Una mierda de sabiduría, Geralt. Pero Fenne intentó con mucho ardor que olvidara mis preocupaciones. No te haces una idea de qué muchacha más alegre era. ¿Sabes lo que se le ocurrió? Asustábamos los dos juntos a los visitantes no deseados. Imagínate: entra uno en el patio, echa un vistazo y de pronto, con un aullido, le salto encima yo, a cuatro patas, y Fenne que, completamente desnuda, está sentada en mi lomo y sopla el cuerno de caza del abuelo.
—La siguiente se llamaba Fenne. Era pequeña, nerviosa y parlotera, un verdadero ratoncito. No me tenía miedo en absoluto. Un día, justo el día de mi mayoría de edad, nos emborrachamos con licor de miel y... je, je. Inmediatamente después me eché abajo de la cama y directo al espejo. Lo reconozco, me sentí decepcionado y rabioso. El morro estaba allí, tal y como era, puede que incluso con el añadido de una expresión más estúpida. ¡Y dicen que en los cuentos se encierra la sabiduría del pueblo! Una mierda de sabiduría, Geralt. Pero Fenne intentó con mucho ardor que olvidara mis preocupaciones. No te haces una idea de qué muchacha más alegre era. ¿Sabes lo que se le ocurrió? Asustábamos los dos juntos a los visitantes no deseados. Imagínate: entra uno en el patio, echa un vistazo y de pronto, con un aullido, le salto encima yo, a cuatro patas, y Fenne que, completamente desnuda, está sentada en mi lomo y sopla el cuerno de caza del abuelo.
4
Nivellen se convulsionó de risa, le brillaba el blanco de los colmillos.
—Fenne —continuó— estuvo en casa un año entero, luego volvió con su familia, con una gran dote. Pensaba casarse con cierto criador de cerdos, un viudo.
—Sigue, Nivellen. Esto es muy entretenido.
—¿Tú crees? —dijo el monstruo, arrascándose entre las orejas con un crujido—. Venga, vale. La siguiente, Prímula, era la hija de un caballero empobrecido. El caballero, cuando llegó aquí, tenía un caballo esquelético y una cota de mallas herrumbrosa e increíblemente larga. Era asqueroso, Geralt, ya te digo, como un montón de estiércol, y echaba a su alrededor una peste parecida. Prímula, me dejaría cortar una mano, debía de haber sido concebida cuando él estaba en la guerra, porque era bastante bonita. Y yo no le producía miedo, cosa no tan extraña al fin y al cabo, pues en comparación con su progenitor podía dármelas hasta de garboso. Ella tenía, como luego pude comprobar, un temperamento considerable, pero yo, habiendo cobrado confianza en mí mismo, tampoco me dormí en mis laureles. Apenas dos semanas después me encontraba ya en unas muy estrechas relaciones con Prímula, durante las cuales solía tirarme de la oreja y gritar: «¡Muérdeme, animal!», «¡Despedázame, bestia!». Y parecidas tonterías. Yo, en los descansos, corría al espejo, pero, imagínate, Geralt, que me miraba en él con creciente desasosiego. Cada vez me apetecía menos volver a ser aquella persona menos sana. Sabes, Geralt, antes yo era un flojucho, había crecido siempre metido en casa. Antes estaba siempre enfermo, tosía y se me salían los mocos, mientras que ahora no se me pegaba nada. ¿Y los dientes? ¡No te creerías cómo tenía de podridos los dientes! ¿Y ahora? Puedo morder la pata de una silla. ¿Quieres que muerda la pata de una silla?
—No. No quiero.
—Y mejor así. —El monstruo abrió la boca—. A las señoritas les hacía gracia cuando alardeaba de ello y me han quedado pocas sillas en casa. —Nivellen bostezó, a causa de lo cual la lengua se le enrolló como una trompeta.
Nivellen se convulsionó de risa, le brillaba el blanco de los colmillos.
—Fenne —continuó— estuvo en casa un año entero, luego volvió con su familia, con una gran dote. Pensaba casarse con cierto criador de cerdos, un viudo.
—Sigue, Nivellen. Esto es muy entretenido.
—¿Tú crees? —dijo el monstruo, arrascándose entre las orejas con un crujido—. Venga, vale. La siguiente, Prímula, era la hija de un caballero empobrecido. El caballero, cuando llegó aquí, tenía un caballo esquelético y una cota de mallas herrumbrosa e increíblemente larga. Era asqueroso, Geralt, ya te digo, como un montón de estiércol, y echaba a su alrededor una peste parecida. Prímula, me dejaría cortar una mano, debía de haber sido concebida cuando él estaba en la guerra, porque era bastante bonita. Y yo no le producía miedo, cosa no tan extraña al fin y al cabo, pues en comparación con su progenitor podía dármelas hasta de garboso. Ella tenía, como luego pude comprobar, un temperamento considerable, pero yo, habiendo cobrado confianza en mí mismo, tampoco me dormí en mis laureles. Apenas dos semanas después me encontraba ya en unas muy estrechas relaciones con Prímula, durante las cuales solía tirarme de la oreja y gritar: «¡Muérdeme, animal!», «¡Despedázame, bestia!». Y parecidas tonterías. Yo, en los descansos, corría al espejo, pero, imagínate, Geralt, que me miraba en él con creciente desasosiego. Cada vez me apetecía menos volver a ser aquella persona menos sana. Sabes, Geralt, antes yo era un flojucho, había crecido siempre metido en casa. Antes estaba siempre enfermo, tosía y se me salían los mocos, mientras que ahora no se me pegaba nada. ¿Y los dientes? ¡No te creerías cómo tenía de podridos los dientes! ¿Y ahora? Puedo morder la pata de una silla. ¿Quieres que muerda la pata de una silla?
—No. No quiero.
—Y mejor así. —El monstruo abrió la boca—. A las señoritas les hacía gracia cuando alardeaba de ello y me han quedado pocas sillas en casa. —Nivellen bostezó, a causa de lo cual la lengua se le enrolló como una trompeta.
5
—Me ha cansado tanta plática, Geralt. En pocas palabras: después hubo otras dos, Ilka y Venimira. Todo sucedió del mismo modo, hasta el aburrimiento. Al principio una mezcla de miedo y reserva, luego un pelín de simpatía, reforzada por pequeños, aunque costosos, souvenires, luego «Muérdeme, cómeme entera», luego el regreso del papá, triste despedida y una merma cada vez más apreciable del tesoro. Decidí estar solo por una larga temporada. Por supuesto, hace ya bastante que he dejado de creer en que el besito de una virgen pueda cambiar mi forma. Y me he conformado con ello. Es más, he llegado a la conclusión de que está bien como está y de que no hace falta ningún cambio.
—¿Ninguno, Nivellen?
—Como te digo. Ya te he contado, la salud de caballo que está relacionada con esta forma es lo primero. Lo segundo: mi rareza funciona como un afrodisíaco para las mujeres. ¡No te rías! Estoy más que seguro de que como ser humano tendría que correr mucho para hacerme con una como, por ejemplo, Venimira, que era una virgen muy hermosa. A mí se me da que a uno como al del retrato ni siquiera lo miraría. Y en tercer lugar: seguridad. Padre tenía enemigos, un par de ellos sobrevivieron. Aquéllos a los que mi banda bajo mi penoso mando enviara al otro barrio tenían parientes. En el sótano hay oro. Si no fuera por el miedo que produzco, alguien vendría a por él. Aunque no fueran más que pueblerinos con sus viernos.
—Pareces completamente seguro —dijo Geralt mientras jugueteaba con una copa vacía— de que en esta figura no has hecho nada a nadie. A ningún padre, a ninguna hija. A ningún pariente ni novio de las hijas. ¿Qué dices, Nivellen?
—Espera, Geralt —se enfadó el monstruo—. ¿De qué hablas? Los padres no cabían en sí de gozo, ya te he contado, fui liberal más allá de lo imaginable. ¿Y las hijas? No las viste cuando llegaron aquí, con vestidos de lana basta, con las manitas blancas de la lejía de lavar, con la espalda doblada de llevar cántaros. Prímula, todavía dos semanas después de llegar, tenía marcas en la espalda y los muslos del cinturón de cuero con el que le zurraba la badana su noble padre. Y aquí andaban como princesas, lo único que llevaban en la mano era el abanico y ni siquiera sabían dónde estaba la cocina. Las vestí y las llené de oropeles. Con hechizos, les traía agua caliente a su gusto para que se bañaran en una bañera de latón que mi padre había robado en Assengard para mi madre. ¿Te imaginas? ¡Una bañera de latón! Pocos condes, qué digo, pocos monarcas tienen en su casa una bañera de latón. Para ellas ésta era una casa de cuento de hadas, Geralt. Y en lo que respecta a la cama... Cuernos, la virtud es en estos tiempos más rara que los dragones alpinos. Yo no las obligué a nada, Geralt.
—Pero sospechabas que alguien me había pagado para matarte. ¿Quién podía haber pagado?
—Algún canalla al que le apetecieran los restos de mi sótano y no tuviera más hijas —dijo con fuerza Nivellen—. La codicia humana no conoce fronteras.
—¿Y nadie más?
—Y nadie más.
Ambos callaron, mirando las temblorosas llamas de las velas.
—Me ha cansado tanta plática, Geralt. En pocas palabras: después hubo otras dos, Ilka y Venimira. Todo sucedió del mismo modo, hasta el aburrimiento. Al principio una mezcla de miedo y reserva, luego un pelín de simpatía, reforzada por pequeños, aunque costosos, souvenires, luego «Muérdeme, cómeme entera», luego el regreso del papá, triste despedida y una merma cada vez más apreciable del tesoro. Decidí estar solo por una larga temporada. Por supuesto, hace ya bastante que he dejado de creer en que el besito de una virgen pueda cambiar mi forma. Y me he conformado con ello. Es más, he llegado a la conclusión de que está bien como está y de que no hace falta ningún cambio.
—¿Ninguno, Nivellen?
—Como te digo. Ya te he contado, la salud de caballo que está relacionada con esta forma es lo primero. Lo segundo: mi rareza funciona como un afrodisíaco para las mujeres. ¡No te rías! Estoy más que seguro de que como ser humano tendría que correr mucho para hacerme con una como, por ejemplo, Venimira, que era una virgen muy hermosa. A mí se me da que a uno como al del retrato ni siquiera lo miraría. Y en tercer lugar: seguridad. Padre tenía enemigos, un par de ellos sobrevivieron. Aquéllos a los que mi banda bajo mi penoso mando enviara al otro barrio tenían parientes. En el sótano hay oro. Si no fuera por el miedo que produzco, alguien vendría a por él. Aunque no fueran más que pueblerinos con sus viernos.
—Pareces completamente seguro —dijo Geralt mientras jugueteaba con una copa vacía— de que en esta figura no has hecho nada a nadie. A ningún padre, a ninguna hija. A ningún pariente ni novio de las hijas. ¿Qué dices, Nivellen?
—Espera, Geralt —se enfadó el monstruo—. ¿De qué hablas? Los padres no cabían en sí de gozo, ya te he contado, fui liberal más allá de lo imaginable. ¿Y las hijas? No las viste cuando llegaron aquí, con vestidos de lana basta, con las manitas blancas de la lejía de lavar, con la espalda doblada de llevar cántaros. Prímula, todavía dos semanas después de llegar, tenía marcas en la espalda y los muslos del cinturón de cuero con el que le zurraba la badana su noble padre. Y aquí andaban como princesas, lo único que llevaban en la mano era el abanico y ni siquiera sabían dónde estaba la cocina. Las vestí y las llené de oropeles. Con hechizos, les traía agua caliente a su gusto para que se bañaran en una bañera de latón que mi padre había robado en Assengard para mi madre. ¿Te imaginas? ¡Una bañera de latón! Pocos condes, qué digo, pocos monarcas tienen en su casa una bañera de latón. Para ellas ésta era una casa de cuento de hadas, Geralt. Y en lo que respecta a la cama... Cuernos, la virtud es en estos tiempos más rara que los dragones alpinos. Yo no las obligué a nada, Geralt.
—Pero sospechabas que alguien me había pagado para matarte. ¿Quién podía haber pagado?
—Algún canalla al que le apetecieran los restos de mi sótano y no tuviera más hijas —dijo con fuerza Nivellen—. La codicia humana no conoce fronteras.
—¿Y nadie más?
—Y nadie más.
Ambos callaron, mirando las temblorosas llamas de las velas.
6
—Nivellen —dijo de pronto el brujo—. ¿Estás solo ahora?
—Brujo —dijo el monstruo al cabo de un rato—, pienso que tengo ahora razones suficientes para insultarte con palabras indecorosas, cogerte por el pescuezo y tirarte por las escaleras. ¿Sabes por qué? Porque me tratas como si fuera idiota. Desde el principio veo como colocas la oreja, como miras de soslayo la puerta. Sabes muy bien que no vivo solo. ¿Tengo razón?
—La tienes. Perdón.
—Al cuerno con tus perdones. ¿La has visto?
—Sí. En el bosque, junto a la puerta. ¿Es ésa la causa por la que hace algún tiempo que los mercaderes y sus hijas se van de aquí con las manos vacías?
—¿Y sabes eso también? Sí, es por eso.
—Me permites que pregunte...
—No. No te permito.
De nuevo se hizo el silencio.
—Qué más da, como quieras —dijo por fin el brujo, levantándose—. Gracias por tu hospitalidad, señor. Es hora de seguir mi camino.
—De acuerdo. —Nivellen se levantó también—. Por determinadas razones no puedo ofrecerte pasar la noche en el castillo y no te aconsejo pernoctar en estos bosques. Desde que los alrededores se despoblaron, las noches son peligrosas por aquí. Debes volver a la carretera antes de que anochezca.
—Lo tendré en cuenta, Nivellen. ¿Estás seguro de que no necesitas mi ayuda?
El monstruo lo miró de soslayo.
—¿Y estás seguro de que podrías ayudarme? ¿Serías capaz de quitarme esto?
—No hablaba sólo de eso.
—No has contestado a mi pregunta. O, mejor dicho... Creo que has contestado. No serías capaz.
Geralt le miró directamente a los ojos.
—Tuvisteis mala suerte —dijo—. De todos los santuarios en Gelibol y el Valle de Nimnar elegisteis justo Coram Agh Tera, la Araña de Cabeza de León. Para quitar un maleficio de la sacerdotisa de Coram Agh Tera, hacen falta conocimientos y capacidades que yo no poseo.
—¿Y quién las posee?
—¿Te interesa, entonces? Has dicho que todo está bien como está.
—Como está, sí. Pero no como puede llegar a ser. Tengo miedo de que...
—¿De qué tienes miedo?
El monstruo se detuvo en las puertas de la estancia, se dio la vuelta.
—Estoy harto de que siempre preguntes, brujo, en vez de contestarme. Está claro que hay que preguntarte de modo adecuado. Escucha, desde hace cierto tiempo tengo unos sueños terribles. Puede que la palabra «monstruosos» fuera mejor. ¿Tengo razón al tener miedo? En pocas palabras, por favor.
—¿Después de esos sueños, al despertarte, no tienes nunca los pies manchados de barro? ¿Hojas de árboles en las sábanas?
—No.
—¿Y tampoco...?
—No. En pocas palabras, por favor.
—Haces bien en tener miedo.
—¿Se puede contagiar? En pocas palabras, por favor.
—No.
—Por fin. Vamos, te acompañaré.
En el patio mientras Geralt arreglaba las albardas, Nivellen acarició las patas a la yegua, le dio palmaditas en el cuello. Sardinilla, contenta de los mimos, bajó la cabeza.
—Los animales me quieren —se enorgulleció el monstruo—. Y a mí me gustan también. Mi gata Tragoncilla, aunque se escapó al principio, luego volvió conmigo. Durante mucho tiempo fue el único ser vivo que me acompañó en mi soledad. A Vereena también...
Se interrumpió, cerró la boca. Geralt se sonrió.
—¿También le gustan los gatos?
—Los pájaros. —Nivellen mostró los dientes—. Se me escapó, cuernos. Y qué más me da. No es una hija de mercader más, Geralt, ni una búsqueda más de si en viejas historias se encierra una pizca de verdad. Esto es algo serio. Nos amamos. Si te ríes te rompo los morros.
Geralt no se rió.
—Tu Vereena —dijo— es seguramente una náyade. ¿Lo sabías?
—Me lo imaginaba. Delgaducha. Morena. Habla poco, en una lengua que no conozco. No come comida humana. Se pierde en el bosque durante días, luego vuelve. ¿Es normal esto?
—Más o menos. —El brujo apretó la cincha—. Seguro que piensas que no volvería a ti si te convirtieras en ser humano.
—Estoy seguro. Sabes cómo temen las náyades a los humanos. Pocos han visto una náyade de cerca. Y yo y Vereena... Ah, cuernos. Buena suerte, Geralt.
—Buena suerte, Nivellen.
El brujo dio con los talones en los costados de la yegua, se dirigió hacia la puerta. El monstruo se arrastró a su lado.
—¿Geralt?
—Habla.
—No soy tan tonto como piensas. Llegaste aquí siguiendo las huellas de alguno de los mercaderes que estuvieron por aquí hace poco. ¿Le sucedió algo a alguno?
—Sí.
—El último estuvo aquí hace tres días. Con una hija, no de las más guapas, en cualquier caso. Ordené a la casa cerrar todas las puertas y postigos, no di señales de vida. Anduvieron un poco por el patio y se fueron. La muchacha cortó una rosa del rosal de la tía y se la prendió en el vestido. Búscalos en otro sitio. Pero ten cuidado, estos alrededores son horribles. Ya te dije que por la noche el bosque no es muy seguro. Se ven y se escuchan cosas poco buenas.
—Gracias, Nivellen. Me acordaré de ti. Quien sabe, puede que encuentre a alguien que...
—Puede. Y puede que no. Es mi problema, Geralt, mi vida y mi castigo. Me he acostumbrado a soportar esto. Si empeora, también me acostumbraré. Y si empeora demasiado, no busques a nadie, ven aquí tú solo y termina el asunto. Como los brujos. Suerte, Geralt.
Nivellen se dio la vuelta y marchó enérgicamente en dirección al palacio. No se volvió a mirar ni una sola vez.
—Nivellen —dijo de pronto el brujo—. ¿Estás solo ahora?
—Brujo —dijo el monstruo al cabo de un rato—, pienso que tengo ahora razones suficientes para insultarte con palabras indecorosas, cogerte por el pescuezo y tirarte por las escaleras. ¿Sabes por qué? Porque me tratas como si fuera idiota. Desde el principio veo como colocas la oreja, como miras de soslayo la puerta. Sabes muy bien que no vivo solo. ¿Tengo razón?
—La tienes. Perdón.
—Al cuerno con tus perdones. ¿La has visto?
—Sí. En el bosque, junto a la puerta. ¿Es ésa la causa por la que hace algún tiempo que los mercaderes y sus hijas se van de aquí con las manos vacías?
—¿Y sabes eso también? Sí, es por eso.
—Me permites que pregunte...
—No. No te permito.
De nuevo se hizo el silencio.
—Qué más da, como quieras —dijo por fin el brujo, levantándose—. Gracias por tu hospitalidad, señor. Es hora de seguir mi camino.
—De acuerdo. —Nivellen se levantó también—. Por determinadas razones no puedo ofrecerte pasar la noche en el castillo y no te aconsejo pernoctar en estos bosques. Desde que los alrededores se despoblaron, las noches son peligrosas por aquí. Debes volver a la carretera antes de que anochezca.
—Lo tendré en cuenta, Nivellen. ¿Estás seguro de que no necesitas mi ayuda?
El monstruo lo miró de soslayo.
—¿Y estás seguro de que podrías ayudarme? ¿Serías capaz de quitarme esto?
—No hablaba sólo de eso.
—No has contestado a mi pregunta. O, mejor dicho... Creo que has contestado. No serías capaz.
Geralt le miró directamente a los ojos.
—Tuvisteis mala suerte —dijo—. De todos los santuarios en Gelibol y el Valle de Nimnar elegisteis justo Coram Agh Tera, la Araña de Cabeza de León. Para quitar un maleficio de la sacerdotisa de Coram Agh Tera, hacen falta conocimientos y capacidades que yo no poseo.
—¿Y quién las posee?
—¿Te interesa, entonces? Has dicho que todo está bien como está.
—Como está, sí. Pero no como puede llegar a ser. Tengo miedo de que...
—¿De qué tienes miedo?
El monstruo se detuvo en las puertas de la estancia, se dio la vuelta.
—Estoy harto de que siempre preguntes, brujo, en vez de contestarme. Está claro que hay que preguntarte de modo adecuado. Escucha, desde hace cierto tiempo tengo unos sueños terribles. Puede que la palabra «monstruosos» fuera mejor. ¿Tengo razón al tener miedo? En pocas palabras, por favor.
—¿Después de esos sueños, al despertarte, no tienes nunca los pies manchados de barro? ¿Hojas de árboles en las sábanas?
—No.
—¿Y tampoco...?
—No. En pocas palabras, por favor.
—Haces bien en tener miedo.
—¿Se puede contagiar? En pocas palabras, por favor.
—No.
—Por fin. Vamos, te acompañaré.
En el patio mientras Geralt arreglaba las albardas, Nivellen acarició las patas a la yegua, le dio palmaditas en el cuello. Sardinilla, contenta de los mimos, bajó la cabeza.
—Los animales me quieren —se enorgulleció el monstruo—. Y a mí me gustan también. Mi gata Tragoncilla, aunque se escapó al principio, luego volvió conmigo. Durante mucho tiempo fue el único ser vivo que me acompañó en mi soledad. A Vereena también...
Se interrumpió, cerró la boca. Geralt se sonrió.
—¿También le gustan los gatos?
—Los pájaros. —Nivellen mostró los dientes—. Se me escapó, cuernos. Y qué más me da. No es una hija de mercader más, Geralt, ni una búsqueda más de si en viejas historias se encierra una pizca de verdad. Esto es algo serio. Nos amamos. Si te ríes te rompo los morros.
Geralt no se rió.
—Tu Vereena —dijo— es seguramente una náyade. ¿Lo sabías?
—Me lo imaginaba. Delgaducha. Morena. Habla poco, en una lengua que no conozco. No come comida humana. Se pierde en el bosque durante días, luego vuelve. ¿Es normal esto?
—Más o menos. —El brujo apretó la cincha—. Seguro que piensas que no volvería a ti si te convirtieras en ser humano.
—Estoy seguro. Sabes cómo temen las náyades a los humanos. Pocos han visto una náyade de cerca. Y yo y Vereena... Ah, cuernos. Buena suerte, Geralt.
—Buena suerte, Nivellen.
El brujo dio con los talones en los costados de la yegua, se dirigió hacia la puerta. El monstruo se arrastró a su lado.
—¿Geralt?
—Habla.
—No soy tan tonto como piensas. Llegaste aquí siguiendo las huellas de alguno de los mercaderes que estuvieron por aquí hace poco. ¿Le sucedió algo a alguno?
—Sí.
—El último estuvo aquí hace tres días. Con una hija, no de las más guapas, en cualquier caso. Ordené a la casa cerrar todas las puertas y postigos, no di señales de vida. Anduvieron un poco por el patio y se fueron. La muchacha cortó una rosa del rosal de la tía y se la prendió en el vestido. Búscalos en otro sitio. Pero ten cuidado, estos alrededores son horribles. Ya te dije que por la noche el bosque no es muy seguro. Se ven y se escuchan cosas poco buenas.
—Gracias, Nivellen. Me acordaré de ti. Quien sabe, puede que encuentre a alguien que...
—Puede. Y puede que no. Es mi problema, Geralt, mi vida y mi castigo. Me he acostumbrado a soportar esto. Si empeora, también me acostumbraré. Y si empeora demasiado, no busques a nadie, ven aquí tú solo y termina el asunto. Como los brujos. Suerte, Geralt.
Nivellen se dio la vuelta y marchó enérgicamente en dirección al palacio. No se volvió a mirar ni una sola vez.
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