viernes, 3 de diciembre de 2021

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Julio Cortázar en París


Miguel Herráez
CORTÁZAR, PARIS, BESTIARIO Y OTROS TÍTULOS


«Yo digo que París es una mujer; y es un poco la mujer de mi vida», dirá el escritor en su madurez. Una mujer y una atracción por ella que Cortázar, como tantos jóvenes argentinos y americanos, del norte, centro y sur, nunca mantuvo en secreto. Y una topografía que explorará en este primer viaje, el cual le servirá para corroborarse en su pasión por cuanto ella ofrecerá de experiencias, pese a esos escasos mil quinientos pesos mensuales con los que tendrá que sobrevivir en una de las ciudades, ya por entonces, más caras de Europa. El dinero, un verdadero problema.


    ¿La solución, ante esa exigua cantidad? Refugiarse en la Cité universitaire international de París, más accesible, en «una piecita»: comida frugal, a base de dátiles, las buenas y crujientes baguettes con queso gruyère, vino y café de frasco. Lugar alejado del centro. Pero eso tenía el remedio del metro. Un subte de ramificaciones inacabables (quince líneas, más de trescientas estaciones, con el primer tren que sale de cabecera a las 5.30 h y el último a las 0.30 h ) que el escritor llegará a dominar en un futuro mediato, ya en su segundo y definitivo viaje, cuando cambiará el pasaporte de turista por el de residente y, más tarde, por el de ciudadano francés.
    El efecto de París en el escritor fue de un hechizo muy superior a la impresión que obtuvo de su contacto con Italia, pese a esa Florencia y el Vecchio o Roma, Pisa o Venecia de tantas reminiscencias byronianas. París fue otra cosa. La división, tan porteña, de la ciudad en grandes bulevares (el de Sébastopol, Saint Michel, Les Champs-Élysées), pero también los rincones olvidados (en El Marais, la place Dauphine, la Bibliotheque de l’Arsenal ) y las calles (rue del Lombards, Verneuil, la rue de Vaugirard), los pasajes cubiertos, tan porteños también; los puentes (Pont des Arts, Pont-Neuf), los canales (Saint-Martin), las plazas (Saint-Germain-des-Prés, la de Saint Sulpice, la place de la Contrescarpe), los bouquinistes a la orilla del Sena, todo el Barrio Latino, los museos (el Louvre, el Musée d’Art Moderne, el de las Artes Africanas de la avenue Daumesnil; el Rodin), los jardines (el Jardin des Plants, el de Luxembourg, el de Monceau, el de Buttes-Chaumont), las fachadas (desde los diseños arquitectónicos de Hector Guimard hasta las ventanas simples en las que se adivinan vigas y plantas y alguien bebiendo de una taza) y los cafés (Flore, Deux Magots, Le Dôme, La Rotonde, la Coupole, el Old Navy) en donde hervía el espíritu del existencialismo sartriano y camusiano, en donde gravitaba también el recuerdo de la Stein y Hemingway y Joyce y Picasso.
    París se convirtió, tras la estancia de cuatro semanas, en una aspiración insistente, en un anhelo de regresar, de vuelta decidida. Cuando eso ocurra, el escritor hablará de París como mito cotidiano. «Mi mito de París actuó en mi favor. Me hizo escribir un libro, Rayuela, que es un poco la puesta en acción de una ciudad vista de una manera mítica. Toda la primera parte que sucede en París es la visión de un latinoamericano, un poco perdido en sus sueños, que se pasea en una ciudad que es una inmensa metáfora. Me acuerdo, hay un personaje que dice que París es una inmensa metáfora. Una metáfora, de qué. No lo sé. Pero París no ha cambiado, y esta ciudad sigue siendo absolutamente mítica para mí. Uno cree conocer París, pero no hay tal; hay rincones, calles que uno podría explorar el día entero, y más aún de noche. Es una ciudad fascinante; no es la única… Londres… Pero París es como un corazón que late todo el tiempo; no es el lugar donde vivo. Es otra cosa. Estoy instalado en este lugar donde existe una especie de ósmosis, un contacto vivo, biológico.»
    Y en este viaje, que no fue solo tomarle el latido a la ciudad sino también ir al cine, al teatro y a numerosas exposiciones de pintura, encontró, como ya hemos dicho, a la Maga, el personaje protagónico con Oliveira, más París, de Rayuela , una novela aún no proyectada —si es que fue proyectada en algún momento como discurso, más bien lo fue como contradiscurso—, aunque ya emergiera embrionada en otro relato que Cortázar escribía en ese tiempo (en el invierno de 1950), El examen.
    Edith, una joven en cuyo carácter se inspiró en parte Cortázar para el personaje de la Maga, se cruzará de una forma imprevista en la vida del escritor, al igual que lo hará en la de Oliveira, «convencida como yo de que un encuentro casual era lo menos casual en nuestras vidas, y que la gente que se da citas precisas es la misma que necesita papel rayado para escribirse o que aprieta desde abajo el tubo de dentífrico». La periodista argentina María Esther Vázquez, que la trató en diversas ocasiones, cuenta cómo ambos se conocieron en el Conte Biancamano, tras zarpar desde el puerto de Buenos Aires, con rumbo a Europa. Fue el sino, el azar, la suerte, la fatalidad, el designio, todas esas palabrejas que poco emocionaban por su valor semántico al escritor, por considerarlas huecas o por nutrirlas de un sentido distinto, lo que les unió en el salón de tercera del barco, luego en una librería del Boulevard Saint Germain, después en un cine, en los jardines del Luxembourg y, por último —con los años—, en el tube londinense. Vázquez cuenta que, según Edith, el escritor le daba mucha importancia «a estos encuentros impuestos por el destino» y que «se hicieron amigos, [y] él le regaló un poema suyo que hablaba del tiempo pasado en el barco, [y que] se titulaba “Los días entre paréntesis”».
    Edith Arón, la Maga, de padres alemanes y de adopción argentina, hablaba francés, inglés y alemán. Con ella anduvo por París y con ella descubrió las primeras claves (no las determinantes, que son del siguiente viaje) de la ciudad, escuchó a Bach, vio un eclipse de luna desde Notre-Dame y botó un barquito de papel en el Sena, y le puso nombre, figura, a esos encuentros surgidos entre ambos y dictados por el acaso. De ella se enamoró y a ella le prestó un pulóver, con ella mantuvo una correspondencia y relación fragmentarias. Cortázar vio en ella un modelo irreverente y atractivo, y le pidió, en carta de 1951 (de nuevo él en América y ella en Europa), desde Buenos Aires, un reencuentro en París, en el que ella debía seguir siendo como había sido desde el primer momento, «brusca, complicada, irónica y entusiasta». Con ella bajará por el Boulevard de Port-Royal, tomará St. Marcel y L’Hôpital, y llegará al Jardin des Plantes, observará por primera vez esas formas larvales, especies de batracios, que son los axolotl, si bien, en ese tiempo ya, desde el punto de vista de un posible compromiso amoroso, la opción de Cortázar no dejaba ningún tipo de dudas de que era por Aurora Bernárdez, con quien se casará el 22 de agosto de 1953.

    El examen es una novela de esta época, aunque el escritor nunca la verá editada, el mismo caso en el que se encontrarán también Divertimento y El diario de Andrés Fava. En 1958 la presentó al Concurso Internacional de Novela convocado por la editorial Losada, y no fue siquiera seleccionada entre las finalistas, por lo que el escritor decidió guardarla. A Fredi Guthmann, en enero de 1951, le dirá, al tiempo que también le comentará que Bestiario se encontraba en imprenta con la editorial Sudamericana, que ya estaba concluida, pero que el editor la había rechazado por razones de tema y lenguaje. Años más tarde, el escritor lamentará esa decisión editorial, ya que El examen respondía a los niveles de exigencia personales que él se autoimponía. En ese 1951, este libro había logrado pasar el filtro de su riguroso plácet.
    Es una novela de estilo voluntariamente roto, beckettiano, kafkiano, arltiano, pero asentada entre parámetros argumentales lo bastante coherentes como para seguir la trama de ese grupo de amigos, que son Clara, Juan, Andrés y Stella, deambulando por Buenos Aires el día previo de un importante y decisivo examen. Los cuatro, junto con el «cronista», recorren el mapa de su ciudad, en el que poco a poco se perfila la amenaza de una niebla inusual y unos hongos que todo lo inundan. El relato, como hemos visto que ocurre en «Casa tomada», juega al juego de abrirse hacia lecturas dispares y precisiones subjetivas. No obstante, en esta novela, en la que se da una preferencia formal más que obvia por el diálogo como instrumento narrativo frente a la descripción y en el que se apuesta en ocasiones por la desarticulación tipográfica, se podría de nuevo aventurar simbólicamente la realidad argentina latente de aquellos años, sus conexiones entre el momento político y la trama alegórica del relato. El escritor siempre consideró que la publicación de este libro quizá hubiera incidido en lo que estaba pasando en la Argentina de esa época. ¿Y qué era lo que estaba ocurriendo en la Argentina del momento? La secuela de una realidad cuyos gérmenes hay que buscarlos en el decenio anterior.
    En esta línea, el escenario político de la Argentina a principios de los años cincuenta es el consecuente de un régimen, como el peronista, cuya supervivencia pasa por el cúmulo de paradojas ideológicas que lo sustenta y que ya hemos ido insinuando, desde los grupos integrados en su seno (yrigoyenistas, obreros, determinados sectores sindicalistas no comunistas, círculos católicos, ligas mesocráticas, el ejército con su peso tácito y latente, verdadero partido de Perón) hasta la política de presiones extranjeras ejercida por las potencias vencedoras de la Segunda Guerra Mundial, las cuales consideraban traidores a todos aquellos países de posición neutral, caso de la Argentina, en el conflicto de 1939-45. De ahí los celebrados logros de la legislación obrera, provocados por el aprieto del propio régimen necesitado de los apoyos y respaldos interiores a partir de los que hacer frente a los envites del exterior, sin duda conducentes a ampliar la confusión. El resto viene rodado por sí mismo: nacionalismo, autoritarismo, populismo. Y eso, en efecto, se traduce en una atmósfera de vida inquietante y difícil, masificadora, contradictoria y absurda, que son muchos de los rasgos implícitos del volumen.
    El examen es también una novela marechaliana, como lo será Rayuela. Hablaríamos, si se quiere, de ciertos débitos, que en ningún momento descalifican por oportunista el hacer de Cortázar (como tampoco se puede descalificar Adán Buenosayres desde su conexión con el Ulysses, de Joyce), pues su propuesta va más allá, supera las fronteras de la novela de Leopoldo Marechal.
    Recordemos que Adán Buenosayres se publicó en 1948 en la editorial Sudamericana y no le pasó desapercibida a Cortázar, quien se ocupará de ella con una reseña en el número 14 de la revista Realidad, impulsada por Francisco Ayala, en Buenos Aires, correspondiente a marzo-abril de 1949. Por cierto, tuvieron que transcurrir diecinueve años hasta que Marechal, por carta, le diera las gracias por dicha reseña.
    En esta reseña, Cortázar dirá: «Una gran angustia signa el andar de Adán Buenosayres, y su desconsuelo amoroso es proyección del otro desconsuelo que viene de los orígenes y mira a los destinos. Arraigado a fondo en esta Buenos Aires, después de su Maipú de infancia y su Europa de hombre joven, Adán es desde siempre el desarraigado de la perfección, de la unidad, de eso que llaman cielo. Está en una realidad dada, pero no se ajusta a ella más que por el lado de fuera, y aun así se resiste alos órdenes que inciden por la vía del cariño y las debilidades. Su angustia, que nace del desajuste, es en suma la que caracteriza —en todos los planos mentales, morales y del sentimiento— al argentino, y sobre todo el porteño, azotado de vientos inconciliables». Toda una percepción que será reproducida en estos personajes urbanitas que merodean sin horizonte fijo, lo cual preanuncia al Horacio Oliveira de diez años más tarde: personajes, estancias y propuestas en los que vemos cristalizar el uso del humor (un humor, repetimos, marechaliano), aquel desde el que Adán Buenosayres volvía «a la línea caudalosa de Mansilla y Payró, al relato incesantemente sobrevolado por la presencia zumbona de lo literario puro, que es juego y ajuste e ironía», según palabras de Cortázar, y según modos igualmente reconocibles por siempre en su producción posterior.
    Con todo ello El examen, que se convertirá en una de las nostalgias que acompañará siempre al escritor («tal vez hubiera sido bueno que se publicara»), no tuvo suerte y se vio arrinconado, y lo fue precisamente porque la novela, amén de proyectar esas pulsaciones a las que hemos hecho mención en el terreno argumental, se distanciaba de la poética del buen gusto, del pensamiento anclado en una visión armónica del discurso, del registro de estructuras y expresión formalistas. Cortázar se inclinó por la heterodoxia, desde Beckett y Kafka, hasta Arlt y Marechal, lo que no se comprendió ni se admitió. Lo cual nos reenvía al tema del estilo, dado que la novela fue rechazada porque el editor consideró, desde un plano puritano de lo expresivo, que era un libro que contenía un lenguaje demasiado vulgar. Un libro en el que se habla igual que se habla en la vida, en el que unos personajes jóvenes se expresan como se expresan los jóvenes en cualquier capital del mundo, una novela que no busca maquillar la realidad, transformarla, sino mostrarla.
    Diario de Andrés Fava es un relato que pertenece no solo también a esta época sino que es una parte desprendida por el propio autor del cuerpo orgánico de El examen, al considerarlo naturalmente autónomo. Es una muy pequeña metanovela de apunte enredado, repleta de dislocaciones en el argumento y provista de reconocibles guiños autobiográficos que durante siempre se harán presentes en el escritor: la reflexión acerca de la literatura, la presencia de lo onírico y su influencia en la vida, el mundo de la infancia, el poder del recuerdo, la novela como fuente de ficciones, etc., son el referente de este texto de personajes difusos y situaciones impresionistas que en gran medida peca de petulancia juvenil. Cortázar había intentado escribir una novela de la nada. Una novela cuyo tema debía ser la ausencia del mismo. En este principio se enuncia la base de su posterior 62. Modelo para armar, novela que publicará en 1973.
    Divertimento, novela breve también de publicación póstuma, sigue las pautas de los dos títulos anteriores: una apostasía frente a la convención principalmente narrativa. Relato culturalista, con un trasfondo entretejido de referencias pictóricas y musicales, amén de literarias, en el que los personajes existen en un mundo de destinos aleatorios, interconectados por la circunstancia global que actúa en nuestra existencia. Lo cierto es que esta, como las dos anteriores, podemos considerarla, desde el punto de vista estructural, como una rayuelita, pero solo eso. Nada en ella sobresale (salvemos de nuevo, si acaso, la perspectiva cortazariana), si exceptuamos el mensaje que preanuncia y cuya corporeidad se materializará en 1963 con Rayuela.
    No obstante, en este 1951, año en que en él se instalará el pensamiento recurrente de regresar a París, la editorial Sudamericana publicará lo que Cortázar siempre consideró su auténtico primer libro, Bestiario. Los relatos integrados en él serán los primeros sobre los que empezó a sentirse seguro de haber expuesto lo que quería decir.
    Firmado ya sin seudónimo o sin el segundo nombre de pila, Bestiario, que agrupa ocho cuentos, significará el verdadero principio del principio de su carrera de escritor. Todo lo demás, lo publicado hasta el momento, Presencia, Los Reyes ; lo inédito, De este lado, La otra orilla, El examen, Diario de Andrés Fava, Divertimento, Pieza en tres escenas; lo extraviado, Las Nubes y el Arquero, o aquello que se encuentra en proceso de escritura, como el ambicioso ensayo sobre Keats continuado desde años, quedará en la otra esquina de su vida como quedarán también ya de un modo desdibujado sus días en Bolívar, Chivilcoy e inclusive Mendoza.
    Bestiario establece el antes y el después, un antes que se desintegrará hasta el punto de interrumpir su correspondencia, tan cara un lustro atrás, con las Duprat o con Mecha Arias o con Gagliardi (no obstante mantendrá la de Eduardo A. Castagnino esporádicamente), y un después que mira hacia Europa, pero que, curioso, no olvidará sin embargo Banfield. Se podría argumentar que Banfield es la infancia (suavemente triste, suavemente enfermiza, absoluta) del escritor y que como tal es un reino, como a todo individuo le ocurre, no solo que con los años no desaparece sino que crece. Pero también Bolívar, Chivilcoy y Mendoza andan adheridas a su experiencia en años decisivos, determinantes, y, por el contrario, serán barridas por una suerte de olvido voluntario.
    En Bestiario aparece el modelo de cuento cortazariano cuya huella lo hará en seguida reconocible como propio, como suyo, el sello Cortázar: la existencia de un mundo perteneciente y su capacidad por traducirlo con peculiaridad, con una mirada personal. El mismo cuento que da título al volumen, «Bestiario», «Casa tomada», «Carta a una señorita en París», «Lejana», «Cefalea», «Ómnibus», «Circe» o «Las puertas del cielo», sirvieron para forzar la atención sobre un autor desconocido en la nómina de los escritores argentinos del período, no ya muy joven, es cierto, 37 años, alguien que había leído ya miles de libros y exigía su presencia por méritos más que sobrados. Algo, de cualquier manera, que no ocurrirá de inmediato, al menos por lo que respecta a su difusión entre el público lector —ya que sí repercutió en el mundillo literario, donde prendió con fuerza al pasar su nombre de boca en boca, que es la forma menos solemne pero la más sólida de ganar adeptos—, debido a que el volumen permaneció los primeros meses sin distribuir: embalado en los fondos de los sótanos de la editorial en Buenos Aires.
    A este respecto, Francisco Porrúa dice lo siguiente: «Cuando llegué a Sudamericana ya estaba publicado Bestiario, pero la edición estaba prácticamente en los almacenes, sin vender. Como ocurre muy a menudo en estos casos, había una especie de rumor en Buenos Aires de que había un libro muy bueno en Sudamericana. Aldo Pellegrini y la gente que leían la publicación surrealista A partir de cero habían descubierto a Julio Cortázar, pero no el lector común». Parece ser que ese era el grado de conocimiento que se tenía de Cortázar.
    En este mismo sentido, el escritor peruano afincado en Palma de Mallorca, Carlos Meneses, que trató al escritor en París y en España, nos cuenta: «Cuando en 1952 fui por primera vez a Buenos Aires, no sabía de la existencia de un escritor llamado Julio Cortázar. Sus libros no habían roto los límites argentinos, quizá ni siquiera habían salido de la capital federal. Por eso los escritores que me interesaron entonces, en mi calidad de estudiante de literatura fueron Mallea, Lainez y sobre todo Borges, pero ni siquiera oí pronunciar el nombre de Cortázar. Solo cuatro años más tarde cayó en mis manos su obra Los Reyes . Y ya hallándome en París, en 1960, me empezaron a hablar de él. De una gran novela, que se llamaba Los premios, de varios libros de cuentos, de unos artículos que había publicado contra las dictaduras. Y fue entonces cuando me interesó conocerlo y no paré hasta que tuve esa oportunidad».
    Por otra parte, el escritor argentino Lázaro Covadlo comenta y refuerza esta consideración refiriéndose a Bestiario en estos términos: «Tengo conmigo —amarilleado y a punto de deshojarse— un ejemplar de la segunda edición, publicado por Sudamericana, de Buenos Aires, en 1964. Casi toda la primera edición durmió alrededor de diez años en los almacenes de la editorial. Hasta que lo descubrió y lanzó el director editorial Paco Porrúa (mítico Porrúa: primer editor de Cien años de soledad ; traductor y editor de Ray Bradbury. Porrúa es un tema aparte). Sí, hasta que Porrúa sacó a Cortázar a la luz, éste padeció la maldición del escritor de culto. Es cierto que en la frontera de los cincuenta y los sesenta circulaba en Buenos Aires cierto rumor Cortázar y lo recomendaba Aldo Pellegrini, por entonces gurú de los surrealistas rioplatenses, pero Julio Cortázar no dejaba de ser el gran desconocido. Supe de él en 1959, cuando Sudamericana editó Las armas secretas y el rumor Cortázar entonces empezó a hacerse ensordecedor [83] ».
    Del volumen, el cuento «Bestiario» es quizá el que introduce en su sentido estructural una mayor baza rompedora. Se da en él una cierta estrategia laberíntica, que no es más que uno de los varios procedimientos de elisión de que se vale el escritor en este relato, como es el contrapunto, la superposición o el fragmentarismo, y lo hace a partir de una perspectiva de cambio. Si en «Casa tomada» todo su clima proyecta, pese a la tensión implícita, un efecto de armonía, de serena magnanimidad, en «Bestiario» se subvierte este por un registro desarticulador. Se diluyen algunos de los elementos estructurales del discurso tradicional, como es la coherencia, aquí voluntariamente transgredida, y se apuesta, en esta línea, por un mensaje complejo, pero no por lo que se dice sino por cómo se dice.
    Las sensaciones que experimenta la niña Isabel, invitada a pasar unos días a la casa de campo de Nino —es una de las pocas historias cortazarianas localizadas fuera del medio urbano—, se combinan con una descripción de hechos que evoluciona vertiginosamente, en la que se da un trasfondo de encuentros y desencuentros entre los personajes en apariencia secundarios que son Rema y el Nene. Destacar en un ángulo de la anécdota, pero no por eso de peso pequeño en la vertebración del relato, la presencia de un tigre, que cifra el elemento fantástico, el cual deambula por dentro y por fuera de la casa, y que es el encargado de provocar la sorpresa argumental al final de la narración.
    A la vista de estos cuentos, hay que subrayar que inician una muda en el recorrido del Cortázar de finales de los cuarenta y principios de los cincuenta hacia una dimensión más cualitativa. «Llama el teléfono, Delia» y «Bruja», relatos que hicieron dudar a Cortázar en su primaria integración en el volumen de Bestiario, si bien definitivamente los desterró, quedan atrapados en una etapa anterior, como hemos dicho, menos madurada. En el conjunto agrupado en Bestiario, del mismo modo, nos encontramos ante una propuesta de mensaje compacta que se resume en la idea de conquista, de irrupción de lo extraño en lo cotidiano. Esa penetración, en la que los críticos han querido ver una vez más la fuerza alegóricosimbólica del peronismo y sus implicaciones sociales, se extiende, por ejemplo, desde el desplazamiento que sufren los hermanos en la «Casa tomada», la presión de los «monstruos» o «cabecitas negras» en el cuento «Las puertas del cielo», que representan el ciudadano trivial, contra la clase media; el tigre acechante que hemos reseñado en «Bestiario» o el personaje de «Carta a una señorita en París» que vomita conejitos (invasión también) en ese departamento de Suipacha prestado por alguien que vive en París ignorante de lo que está ocurriendo en su casa porteña.
    En enero de 1951, tras su regreso a Buenos Aires, Cortázar le confesará por carta a Fredi Guthmann que siente nostalgia por París y que, si pudiera irse para siempre, no dudaría en hacerlo.
    En los siguientes meses, el deseo solo irá en aumento. En la retina del recuerdo le quedan el Sena, los bulevares, la Maga, el Barrio Latino, los cines, las caídas de agua que corren pegadas a las aceras, los cafés y ese cielo incoloro de París. Pero, muy en especial, esa posibilidad de exilio voluntario le supondría el alejamiento de la realidad argentina que aborrecía. La pretensión empezará a convertirse en un hecho cuando a finales de otoño de 1951 el gobierno francés, con un De Gaulle momentáneamente distanciado del poder, le concede una beca para estudiar en París El resultado del concurso de méritos (currículo y proyecto investigador, en su caso referido a las hipotéticas conexiones entre la literatura inglesa y la francesa), con más de cien participantes para la plaza, le apoderará por nueve meses, de noviembre de 1951 a julio de 1952, sin otra condición que la de llevar a cabo el desarrollo del proyecto presentado.
    Al principio, pese a la fuerza de su anhelo por ir, la cuestión le produjo cierta angustia. Muchos problemas se le cruzaban. No solo se trataba, como hizo, de vender sus discos de jazz o de regalar sus libros a los amigos, había que solucionar el mantenimiento económico de su madre y hermana, que dependían, como ya hemos dicho, de los ingresos del escritor; y a ello era necesario añadir y saber si podría vivir en París con los quince mil francos que comportaba la beca. Por experiencia sabía que dicha cantidad no era un sueldo para permitirse más de una comida diaria, y eso escogiendo, de entre los baratos, el local para comer. Es decir, los comedores de estudiantes o los bistrots olvidados donde servían sopa de cebolla y andouillettes à la Lyonnaise , que ahí se llamaban simplemente salchichas de cerdo a la parrilla, pero nada de ajo: Cortázar lo repudiaba; le gustaba decir que como buen vampirólogo. Lo cierto es que era alérgico a su consumo, de ahí muchas de sus permanentes jaquecas. No obstante afrontó el «hermoso lío» con entusiasmo, más siendo, como era, un comensal extremadamente mesurado, frugal siempre lo fue, pues «solo los canallas pueden asustarse por razones de proteínas e hidratos de carbono».
    El asunto del mantenimiento de su familia, lo resolvió con un compromiso que estableció con la editorial Sudamericana: el pacto le obligaba a traducir libros, y esta, a cambio, le abonaría los suficientes emolumentos en pesos argentinos a D. a Herminia y a Memé para su sustento. De otro lado, su supervivencia en París la dejó más al azar, siempre con el respaldo de la cantidad de dinero fijada por la beca; ya encontraría algo con qué completar el exiguo sueldo. Tras dichas determinaciones, los preparativos del viaje fueron concretándose. La fecha de salida sería para el lunes 15 de octubre en el Provence (he aquí, de nuevo, una de las figuras cortazarianas: en los años sesenta, Cortázar y Bernárdez comprarán una casita en Saignon, en la Provence) con llegada a suelo francés, Marsella, el 1 de noviembre. Dos o tres días más tarde arribaría a la capital, donde se alojaría, por iniciativa de su amigo Sergio, en una pieza de la orilla izquierda del Sena, en la rive gauche , con un pago de siete mil francos por mes, algo más caro (seis mil) que la habitación que los responsables de la beca le habían localizado en la Cité universitaire, esta con la desventaja de su alejamiento del centro urbano de la ciudad.
    No obstante antes de su partida, el escritor tuvo que afrontar el doloroso trance de la venta de un preciado tesoro: debía desprenderse de su acopio de discos de jazz . El hecho de llevar a cabo esta operación nos da cuenta de la auténtica intención, no tan secreta, de Cortázar respecto a su traslado definitivo a París. Nadie que piense en regresar a su casa a menos de un año, se deshace de doscientos discos coleccionados desde 1933, con Parker, Armstrong, Smith, Charles, Holliday, Waters, Ellington, durante casi veinte años y a los que se les tiene un cariño muy especial. A París solo se llevó uno, Stack O’Lee Blues , un antiguo blues de sus tiempos de estudiante y que conservaba, según confesión propia, toda su juventud metida en el vinilo.
    De nuevo París. Pero ahora será de un modo diferente. Sin el dictado vertiginoso del excursionista que ansía verlo todo. Ahora será el residente pausado que, en lugar de ver las cosas pendiente del reloj, palpa y huele y ve también, se sumerge, se mezcla y se convierte en la propia vida de la ciudad.
    Llegó del verano porteño y se instaló en pleno invierno y en una ciudad que bien descendía a los ocho grados bajo cero. Y empezó a descubrir los rincones que le harán sentir, como dirá años más tarde, esa situación de gracia con que los surrealistas determinaban ciertos estados anímicos: la Galerie Vivienne, el passage des Panoramas, el de Jouffroy, el passage du Caire, la Galerie Sainte-Foy, el de Choiseul, que anuncian una vida de tiempos y espacios distintos a los del exterior; igual que el metro, al que se baja y «se entra en una categoría lógica totalmente diferente»; los cafés, la Bibliotheque de L’Arsenal, un café de Passy, las esclusas solitarias, ajenas a la depredación turística, del Canal Saint-Martin; la place de la République, el Parc Montsouris, de esas connotaciones mágicas; la Cour de Rohan, la atmósfera inenarrable frente al Pont Neuf, junto a la estatua de Enrique IV que parece un cuadrito de Paul Delvaux; la rue Fürstenberg (en verdad una placita), el jardín del Gran Palais, la place des Victories, las callejuelas del distrito deLautréamont, la fragancia amarilla de la place Vendôme, el frío de París, doloroso, inacabable, lento casi hasta bien entrado junio, pero que se combate como la lluvia, una lluvia que caía uno de cada dos días y de septiembre a mayo, frío y lluvia de los que protegerse al fondo de una taberna (serrín en el suelo, el olor acre de vino) con un café y una medialuna y con sentirse dichoso. «No quiero hacer romanticismo barato. No quiero hablar de estados alterados. Pero es evidente que ese hecho de ponerme a caminar por una ciudad como París durante la noche me sitúa respecto a la ciudad y sitúa a la ciudad con respecto a mí en una relación que a los surrealistas les gustaba llamar “privilegiada”. Es decir, que en ese preciso momento se producen el pasaje, el puente, las ósmosis, los signos. Caminar por París —y por eso califico a París como ciudad mítica— significa avanzar hacia mí».
    Su hospedaje fue, en ese primer período, en la Cité universitaire. El ahorro de mil francos hizo que se inclinara por esta opción. Así nos lo confirma Dolly María Lucero Ontiveros, quien, en un viaje fugaz a París con otras amigas —como ella, estudiantes de posgrado por entonces en Madrid—, tuvo un encuentro buscado con el escritor, al calor de la amistad surgida en los años de Mendoza y tras la sentencia de Cortázar en la que él le comunicó que se iba a Francia definitivamente («¡Dolly, me despido de usted, hasta que volvamos a encontrarnos en París!»):
    "Nuestro entusiasmo era enorme y comenzamos a hacer planes para explorar París, donde yo no conocía a nadie. ¿A nadie? ¿Y si Cortázar estuviera en París? Pero no tenía su dirección, ni la más remota idea de dónde encontrarlo. Sin embargo, algo había que intentar. ¿Y si se hubiese alojado en la Cité Universitaire, donde llegaban muchos argentinos? Sin dilación esa misma mañana, cerca del mediodía, deambulaba por la Cité a la búsqueda del Pabellón Argentino. Allí una amable señora que se ocupaba de ordenar la entrada del mismo, ante mi requerimiento confirmó mi intuición: « Mais, oui, oui, monsieur Cortazár ». Residía allí y solía regresar a las dos de la tarde. Me señaló un asiento y resolví esperar. Tal cual se me informara, y haciendo gala de su puntualidad habitual, vi llegar una alta figura, montada en una bicicleta, era Cortázar, a quien había encontrado en París. ¡Aleluya! Permanecí sentada en aquel banco, entre paralizada e incrédula. El ciclista bajó de su vehículo y pasó junto al banco donde yo semejaba una estatua rescatada del pasado. Algo hizo que se volviera y entonces vi su rostro, donde se reflejaba el más absoluto asombro, solo dijo: «¡Dolly Lucero, qué hace aquí!» Entre exclamaciones y risas le conté cómo esa mañana había llegado a París y cumplía con la promesa de visitarlo. Fue entonces cuando con la ligereza mental que lo caracterizaba pronunció el apelativo y con él recibí mi segundo bautismo: «Dolly, usted es el “rastreador” de Sarmiento». No sorprenderá que su cordial afecto encontrara el tiempo para dedicarme en París, a pesar de sus ocupaciones laborales. Me llevó a conocer museos, a recorrer la zona del París medieval, de la que decía era como estar en el interior de una piedra preciosa, y los parques y paseos. Su compañía fue un verdadero regalo. Volver a escuchar sus explicaciones sobre el arte antiguo y moderno, su entusiasmo por el arte griego, pero también por el egipcio. Cortázar deslumbrado por París. Con razón escribía en carta posterior, después de su visita a Londres: «Londres me gustó. Pasé una linda semana allá. Pero París me gusta más, y no lo cambio por nada del mundo. Usted que lo ha visto, puede comprenderme».
    Al poco, se trasladó al número 56 de la rue d’Alesia, momento en el que encontró un puesto de empaquetador en una distribuidora de libros ubicada en la rue Raymond Losserand. Por esta época se pluriempleó, ya que empezó a trabajar de locutor en Radio Francia Internacional; si bien, sin tanta pompa, hay que decir que se trataba de una emisora que transmitía desde las afueras de París —adonde acudía Cortázar en bicicleta— programas en castellano. Con la llegada de Aurora Bernárdez, y tras limitar sus relaciones con la Maga a una posición de amistad, se cambiará en la primavera de 1953 a un dos piezas con cocinita, sin derecho a ducha (había una municipal próxima a veinticinco francos por baño), y mínimo amueblamiento (a destacar la radio que les regaló Fredi Guthmann), en el 10 de la rue de Gentilly, en el área de la place d’Italie, barrio, a juicio del escritor, poco divertido pero luminoso y tranquilo. Por este abonarán doce mil francos. Teniendo en cuenta que ambos por separado hubieran debido desembolsar siete mil francos cada uno, el alquiler en Gentilly les suponía un ahorro de dos mil francos, cantidad con la que compraron una Vespa Había de transcurrir algo de tiempo y varios domicilios más (54, rue Mazarine; 91, rue Broca; 24 bis, rue Pierre Leroux) hasta que ambos se mudaran al pavillon de la place du Général Beuret, una vieja caballeriza remozada de tres alturas (dos en realidad, pues la planta baja es un pequeño vestíbulo), con patio arbolado y mucho silencio, donde el escritor dará la forma final de Rayuela y donde escribirá algunos de sus cuentos más importantes.
    «El barrio no es lo que es ahora. En aquel entonces, por la noche, para que te hagas una idea, íbamos en pantuflas al cine de la esquina», nos dice Aurora Bernárdez, evocando con una sonrisa aquellos años y mientras cae la tarde sobre la claraboya del piso superior. Nos cuenta una pequeña anécdota de ese tiempo. Cómo en cierta ocasión iniciaron la bajada por las escaleras del metro de Concorde. Aurora caminaba delante de Julio, a poca distancia. Un tipo se le arrimó a Aurora y le susurró algo, y continuó insistiendo con sus susurros molestos. «De repente», explica Aurora, «vi al hombre volar, literalmente lo vi volando hasta que aterrizó en el rellano de abajo, pero cayó de pie. Entonces se volvió sorprendido y descubrió a Julio que, desde su posición alta, parecería alguien de dos metros y medio, y no dijo nada, siguió su trayecto. Yo me giré y le pregunté a Julio, un Julio con la cara congestionada, qué había pasado. “Nada”, me respondió, “con el pie le ayudé a descender”. Julio calzaba un 48».
    Este fue un período dichoso. Pleno y dichoso.

Miguel Herráez
Julio Cortázar / Una biografía revisada

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