Miguel Herráez
CORTÁZAR
1982-1984
Momentáneamente, tras la muerte de Carol, Aurora se instaló en el apartamento de la rue Martel y ayudó a Cortázar en esos días insoportables y tan difíciles de llevar por el vacío dejado por Carol. Compañía que Julio supo apreciar y agradecer. Los buenos amigos del escritor, como era de esperar, se volcaron en su apoyo, dentro y fuera de París. Un antídoto contra el dolor fue llenarse el tiempo de trabajo y compromisos. En este sentido aceptó participar, sobre todo, en foros en defensa de la causa sandinista. A lo que se opuso con fuerza fue a un eventual homenaje que varios amigos pretendieron organizar en su honor.
A Yurkievich, impulsor del mismo, le rogó encarecidamente que no fuese adelante esa idea. Si bien, por supuesto, reconocía que en ese proyecto solo cabía el cariño hacia su persona, objetaba que su escenificación le reportaría una gran angustia. Consideraba que se sentía incapaz de afrontar un suceso de esas características. Comprensible, de otro lado, en alguien para quien la única realidad era la tumba de Carol, frente a la cual «voy a ver pasar las nubes y el tiempo sin ánimos para nada más», seguirá confesándole a Yurkievich. Más de un amigo suyo llegó a temer que su estado depresivo lo empujara a suicidarse. Sin embargo, Cortázar amaba demasiado la vida como para cometer ese acto. Su intención era la de seguir adelante, aunque tuviera que ocultar su propia interioridad emocional e integrarse en las causas políticas de los últimos años.
Con el transcurso de las semanas, se readaptó a las nuevas circunstancias y se decidió a viajar. En verano aceptó la invitación de Mario Muchnik y pasó varios días en la casa de este y de su esposa Nicole en Segovia. Según cuenta el propio Muchnik fue un tiempo de sosiego, de paseos sin rumbo en coche por los pueblos de alrededor, sesiones de lectura, escritura y siesta, además de mucha conversación acompañada de cordero asado y ensalada. A este respecto, Muchnik dice: «Nuestra “colonia” de amigos de Segovia y Torrecaballeros recibió a Julio con fervor. Lo llevaron a conocer la ciudad, lo agasajaron, le dieron y le pidieron charla, le preguntaron mil cosas. Julio estaba apabullado. Una noche hubo una gran fiesta con baile en casa de los Peñalosa, y lo sacaron a bailar la jota. ¡Julio bailando la jota! Es que hay gente que lo niega, como por ejemplo Ugné Karvelis, con quien me tocó compartir una entrevista radiofónica en Buenos Aires un año más tarde. Agresiva conmigo, Ugné espetó al micrófono que yo mentía cuando contaba esa anécdota: Julio no bailaba. Estuve por decirle que no habrá bailado con ella, pero que sí bailó con nosotros. Me contuve por apocamiento». De estos días, hay una fotografía hecha por el mismo Muchnik de Cortázar entre dos guardias civiles en el Molino del Salado. Admiradores suyos, le pidieron ser fotografiados con él. El escritor accedió. En ella aparece muy delgado, comprensivo ante la situación, pero serio. En este sentido, quizá la fotografía que muestra al Cortázar más triste es una de esa serie: sentado en un sillón de cuero, con la mirada perdida, transmite el vacío en que está inmersa su propia existencia. Es la mirada de un hombre roto.
A su vuelta a París, se concentró en las pruebas de Los autonautas de la cosmopista, un proyecto que llegó a ilusionarle por la cargaemotiva que conllevaba. A lo largo del otoño sacó energías para afrontar el montaje definitivo del libro, que saldría impreso en noviembre de 1983, un año justo después de su conclusión. Le ayudaron en la edición Aurora, Julio Silva, Laure Bataillon y Françoise Campo, estas últimas para ajustar el texto francés escrito por Carol.
Días después voló a Managua, con la intención de hacer un recorrido de campo con Sergio Ramírez, escritor y quien fuera vicepresidente del gobierno sandinista, en la frontera de Nicaragua con Honduras. Se trataba de comprobar en el terreno los algo más que rumores de apoyo a la guerrilla somozista por parte de EE. UU. y denunciarlo a través de sus colaboraciones de prensa, sobre todo con sus artículos para la agencia Efe, que recogería más tarde en el volumen Nicaragua tan violentamente dulce. Dado que el espacio fronterizo era sumamente peligroso, el escritor llegó a pedirle a Julio Silva que, en el caso hipotético de que pudiera ocurrirle lo peor, su deseo era el de ser enterrado en la misma tumba de Carol. También, con mucha sutileza, puesto que solo algunos amigos (el propio Silva, Tomasello y Yurkievich) iban a estar al tanto de esta incursión con los militares, días antes de su partida Cortázar notificó a Aurora que ella, según escrito testamentario en el bufete Ploquin de París, era la destinataria de sus bienes, además de seguir siendo poseedora legal de la mitad de sus derechos de autor, derechos que le cediera cuando se divorciaron antes de la boda con Carol.
Al mismo tiempo centró su respaldo en el recién publicado libro de cuentos Deshoras.
En Deshoras, compuesto por ocho relatos, de entre los cuales citamos «Segundo viaje», «La escuela de noche», «Deshoras», «Pesadillas» y «Diario de un cuento», lo fantástico reduce distancias de lo real. No hablaríamos solo de permeabilidades entre una y otra cosa, sino que nos referiríamos a unicidad. Más aún, lo fantástico se encuentra más cercano de la llamada realidad: hay un borramiento de los órdenes que intentan eliminar el efecto de extrañamiento en el lector. De cualquier modo el volumen precisa, al mismo tiempo, en determinados títulos, como es habitual en la producción última de Cortázar, una muy clara denuncia de la situación de represión que vive América Latina, en general, y particularmente la Argentina.
Del tomo, a Cortázar le gustaba en especial «Diario para un cuento», por el reto técnico que supuso su escritura, su forma experimentalista que nos recuerda la heterodoxia cortazariana, su hábil procedimiento de alteraciones y dislocaciones a través de las cuales se autointerroga hacia dónde debe abrir ventanas ese relato que crece al calor de esos mismos interrogantes metanarrativos, con el personaje de Anabel de trasfondo, pero sobre todo la figura de Bioy Casares, a quien se homenajea. Si bien los encuentros entre Cortázar y Bioy fueron más bien esporádicos (dos en Buenos Aires y otro en París), entre ambos había una marcada corriente de simpatía. En su diario, con fecha de 12 de febrero de 1984, Bioy dejó escrito, en referencia a la no escritura y, por tanto, frustrado envío de una carta de agradecimiento a Cortázar por este cuento, lo siguiente, que nunca leyó ni supo el propio Cortázar: «¿Cómo explicar, sin exageraciones, sin falsear las cosas, la afinidad que siento con él si en política muchas veces hemos estado en posiciones encontradas? Es comunista, soy liberal. Apoyó la guerrilla; la aborrezco, aunque las modalidades de la represión en nuestro país me horrorizaron. Nos hemos visto pocas veces. Me he sentido muy amigo de él. Si estuviéramos en un mundo en que la verdad se comunicara directamente, sin necesidad de las palabras, que exageran o disminuyen, le hubiera dicho que siempre lo sentí cerca y que en lo esencial estábamos de acuerdo».
Cortázar también, por su eje temático, sentía una inclinación por el cuento «Pesadillas». Este representa ese enfoque de su compromiso político al que aludíamos a partir de una situación símbolo: el estado comatoso de una niña, Mecha, y su conexión con la realidad siniestra de la dictadura videlista que se materializa justo con el regreso a la consciencia de la adolescente. Ahí se pondría en entredicho el autismo de la sociedad argentina ante años de sucesos represivos. La atmósfera del relato, construida con una gran destreza, nos remite a la vez a esa anécdota tan suya de grupo familiar que vemos, solo que sin la nostalgia de otros ya enumerados o en el mismo «Deshoras», este uno de los mejores relatos del conjunto, con sus referencias a Banfield y el rescate de un mundo añorante. Cabría integrar en esta línea «La escuela de noche», solo que ahí es el descubrimiento y el ingreso en un universo deforme y disoluto: condiscípulos y profesores, hombres disfrazados de mujeres, en una fiesta de la perversión y de lo insólito, que sorprende a Nito y a Toto, tras superar a escalo el muro de la escuela normal un sábado por la noche.
Cuando se publicó Deshoras, algunos críticos destacaron algo que ya se hizo notar con la edición de Queremos tanto a Glenda: el escaso riesgo que corría Cortázar en la construcción de sus nuevos relatos. Determinados sectores de la crítica, principalmente española, indicaron que el escritor reincidía en un mismo modelo de seguridad narrativa sin apostar por la aventura de otros años y de otros libros. Es posible que, en alguna medida, eso fuese así. Si comparamos mecánicas de cuentos de sus primeros libros, entre Bestiario o Final del juego y estos otros títulos que citamos, quizá observemos cambios mínimos en la naturaleza de su discurso (un lenguaje menos condescendiente con el lector, por ejemplo, si se quiere), pero no así en los núcleos temáticos que sí muestran la gran evolución que hemos ido desgranando a lo largo de estas páginas. En este sentido, el propio escritor, en alguna de sus últimas entrevistas, reconoció su proclividad cada vez mayor hacia unas maneras expresivas menos barrocas, derivadas hacia una voz más seca. Pero nunca aceptó el término involución aplicado a su quehacer narrativo.
Mientras tanto, el momento en la Argentina se hallaba en un plano de máxima inquietud por diferentes razones. En la Argentina de 1982 el entramado dictatorial se vio forzado a cambiar. La situación interna del país, con una cada vez más expresa contestación desde dentro hacia el autoritarismo de una debilitada Junta Militar, y la presión exterior, también cada vez más creciente, forzó al régimen a un intento cohesionador y de apoyo implícito. ¿Cuál podía ser un argumento nacionalista compartido por la casi totalidad de la ciudadanía argentina? ¿Cuál podría ser un potente motivo de afinidad emocional que pudiera unir a todos, según criterios del almirante Jorge Isaac Anaya? La respuesta no era difícil de encontrar y los militares dieron con ella: las islas Malvinas. Y decidieron invadirlas, aprovechando el contencioso iniciado involuntariamente por el industrial chatarrero Constantino Davidoff, adjudicatario de la labor de desmantelamiento de las abandonadas instalaciones balleneras, desde el instante en que uno de sus cuarenta y dos operarios trasladados a las islas decide izar la bandera argentina el 19 de marzo de 1982; algo que los británicos consideraron un atentado contra su soberanía intocable.
Las Malvinas, las Falkland Islands para los británicos, era y es una de las reivindicaciones históricas de la Argentina desde 1833, fecha en la que, en nombre de la Gran Bretaña, el archipiélago que forma parte de la provincia de Tierra del Fuego, con unos dos mil quinientos habitantes dedicados a la ganadería y a la pesca, fue ocupado con el mismo descaro con que Gran Bretaña ha ocupado y se ha asentado en territorios ajenos a lo largo de la historia. La réplica de Galtieri, entonces nombre visible de la Junta Militar, fue la de tomar las dos islas principales, Gran Malvina y Soledad, y el centenar de islotes, en abril de 1982, siglo y medio después de que lo hicieran los aventureros provenientes de Londres. No obstante, lo previsible no se hizo esperar. La escuadra británica, teledirigida formalmente por Lord Carrington, navegó con timón firme hacia la defensa de lo que consideró sus súbditos. Llegó y triunfó.
La humillante derrota argentina ante la flota británica, bajo el mandato de Thatcher —y lo peor, la muerte de 750 argentinos y 236 británicos—, implicó a su vez el declive definitivo de la Junta Militar, que no acertó a imaginar una contestación tan frontal por parte del Reino Unido, pues nunca pensó que los británicos reaccionarían con tanta violencia y siempre pensó que, con la neutralidad de EE. UU., siempre estarían a tiempo de controlar la crisis. La situación obligó a que se convocaran elecciones, en las que venció Raúl Alfonsín, líder de la Unión Cívica Radical, cuyo gobierno procesó a los responsables de la dictadura iniciada seis años atrás. Empezaba con ello el ansiado cambio.
La ciudadanía buscaba un arranque desde el que dejar atrás tanta represión y muerte. Cortázar vivió esperanzado, como cualquier argentino, el proceso hacia la transición democrática. Más de treinta años de exilio voluntario y destierro forzoso, suponía un duro aprendizaje en cuanto a percepciones del hecho argentino. Como tantos otros, aspiraba a que quedaran no solo en el recuerdo sino en el olvido bochornoso los gobiernos y los tiempos turbios de Aramburu, Frondizi, Illia, Onganía y todo lo que vino tras ellos hasta Videla, Viola y Galtieri. Esa esperanza, ese deseo de secundar una regeneración, fue lo que le impulsó a ir a Buenos Aires en noviembre de 1983 a la toma de posesión del cargo por parte de Alfonsín. Pero el nuevo presidente de la República, sorpresivamente, no quiso recibirle.
Los motivos que se impusieron para ese rechazo frontal de Raúl Alfonsín pasó por filtros de orden, sobre todo, ideológico, de consejeros próximos que buscaron desencuadrar la posibilidad de ofrecer un apretón de manos de Alfonsín y Cortázar frente a los fotógrafos de prensa o de televisión. La actitud del mandatario, mezquina y mal calculada, dejó muy en entredicho la figura de este frente a la de Cortázar y su hacer, tan batalladores, tan combativos y hostigantes durante años por lograr la normalización constitucional en la Argentina. De otro lado, algo incuestionable sería que, pese a ese proyecto político distinto que defendía Cortázar para América Latina respecto al de Alfonsín, el valor de símbolo que proyectaba el escritor estaba por encima de referentes menores y pacatos. A Cortázar le dolió mucho ese desplante. Tras la muerte del escritor, según nos cuenta Aurora Bernárdez, Alfonsín contactó con ella y le aseguró que en aquella ocasión él ignoraba que el escritor había estado en Buenos Aires. Algo difícil de creer. Osvaldo Soriano hizo alusión a estos datos a los que nos referimos: «Recuerdo la última madrugada de Julio en Buenos Aires. Esquina de San Martín y Tucumán, paraditos, la cara triste de Solari [Hipólito Solari Yrigoyen] que, abochornado, no había conseguido no solo que recibieran a Julio, sino que ni siquiera le hubiesen mandado un mensaje, alguien que le diera la mano en nombre del Presidente».
De cualquier manera, una vez más Cortázar se hallaba con una mirada a 1,93 de la realidad, ésta sociopolítica o de estrategia y protocolo sociopolíticos a todas luces equivocada. Él tenía su recompensa, la popular; esa forma del calor humano que muy poco tenía que ver con los grandes acontecimientos y las celebraciones de mantel oficialista. Tenía la estimación del instante y la afección de sus lectores. El reconocimiento de la gente anónima, y eso fue el modo en que fue acompañado por los porteños, tal como le confesó a Mario Muchnik: «Te doy un ejemplo: a la salida de un cine de la calle Corrientes donde había visto la película de Soriano, No habrá más penas ni olvidos, me encontré con una manifestación que subía por Corrientes, dos o tres Madres y Abuelas, un par de diputados radicales, y centenares de gente joven, algunos adolescentes y hasta niños, que gritaban por los desaparecidos y el retorno a la libertad. Como era inevitable, me vieron en la vereda: la manifestación se paró en seco, y todos se precipitaron hacia mí, me envolvieron en una marea humana, me besaron y abrazaron y estuvieron a punto de arrancarme la campera, sin hablar de los centenares de autógrafos que tuve que distribuir. Bueno, te lo cuento porque te dará una idea, pero es una anécdota entre muchas: por ejemplo la del muchacho taxista que me reconoció y que después de un viaje muy largo, se negó a cobrarme y me dijo que era el día más feliz de su vida».
Este fue su último recorrido por Buenos Aires. Lo cierto es que fue su despedida de la ciudad, de su amiga. Ya no volvió a ella. Cortázar sabía que la enfermedad lo iba reduciendo y minando, en su avance sigiloso lo iba mermando, pese a su resistencia. Se trataba del reencuentro final con la ciudad que amó y que tanto le acompañó, sobre la que tanto escribió. De nuevo Suipacha y Maipú, «el sabor del Cinzano con ginebra Gordon en el Boston de Florida», los olores de la platea del Colón, «el silencio del puerto a medianoche en verano», la acera cuadriculada y mojada de la calle Corrientes con sus cafés, librerías de lance y pizzerías, «algunas lecherías de la madrugada», los toldos tan parisinos de los cafés de Mayo esquina Bernardo de Yrigoyen, «el superpúlman del Luna Park con Carlos Beulchi y Mario Díaz», Lavalle y sus tipas de ramas rojizas y retorcidas antes de llegar a 25 de Mayo, «la fealdad de la Plaza Once»; El Abasto, Almagro, Monserrat, San Cristóbal, Caballito, Flores, Villa Crespo, Palermo, Recoleta, Belgrano, el reloj de la torre de plaza Retiro, San Telmo, Barracas, el Parque Rivadavia con sus bancos solitarios y los árboles añosos y el sonido seco y dulce de un bandoneón, los pasajes. Banfield en la retina de un niño que observa hormigas tumbado en el jardín de su casa. Su Buenos Aires de pibe, su Buenos Aires de muchacho, como escribió él mismo para el tango que compuso: «Cuénteme, cuénteme de ese Buenos Aires tan lejano ahora para mí».
Los tres meses que separarán el regreso de Buenos Aires de su muerte, fue un tiempo también de despedidas. Aquella fue una Navidad muy fría y triste, pese al apoyo de Aurora, que se trasladó a la rue Martel; pese al abrazo de los amigos. Exámenes periódicos y visitas médicas, la espera de veredictos del hospital Necker. Adelgazamiento acelerado, muy acelerado. Molestias intestinales permanentes y problemas de piel. Febrícula recurrente. Un cansancio que se convertía fácilmente en semiletargos a cada rato y le impedía escribir o leer o simplemente conversar. La evolución de la enfermedad daba paso a la fase blástica, con infiltraciones generales en el organismo. El ingreso hospitalario parecía inevitable. En enero entró en el hospital de St. Lazare, muy próximo de su casa, y en él aún escribiría los textos poemáticos para el libro de Luis Tomasello, Negro el 10, compuesto por diez serigrafías de relieves negros del pintor argentino de caracteres similares a la citada obra Un elogio del tres. Aurora, Tomasello y Yurkievich fueron quienes sobrellevaron cotidianamente el peso de la enfermedad, entre otros motivos porque Cortázar le rogó a Aurora que se redujera al máximo el volumen de visitas. «Me pusieron un colchón junto a la cama y dormía en él. Tomasello le masajeaba las piernas a Julio. Cuando venía Saúl por las mañanas con los periódicos, aprovechaba e iba a la rue Martel a ducharme», nos cuenta Aurora Bernárdez.
La vida se desvanecía, presente y recuerdo se fundían. Françoise Campo, que lo visitó días antes del fallecimiento, cuenta: «Desgraciadamente, la última visión que tengo de él es en su lecho de muerte. Tenía la cara muy enflaquecida. Y eso hacía que resaltaran más sus ojos, aquellos ojazos inmensos, de vidente. Lo rodeábamos Saúl y Gladis Yurkievich, su ex esposa Aurora y yo. Julio estaba muy mal. Pero, de repente, su cara comenzó a apaciguarse. Levantó una de sus inmensas manos y nos preguntó: “¿Oyen esa música?”. Tenía el rostro lleno de alegría y nos decía: “Qué lindo que estén aquí conmigo oyendo esa música”. Yo me decía: “Dios mío, si se muriera ahora, si se muriera escuchando esa música que él dice que oye y diciéndonos ‘qué lindo, qué hermoso’. Pero se murió dos días después, sin música».
Fue el 12 de febrero, domingo, cuando murió. Estaban a su lado Aurora Bernárdez y Luis Tomasello, fieles de entre los fieles, además de Saúl Yurkievich. Dice Tomasello que a Cortázar no le gustaba nada aquella habitación del hospital, cuya ventana daba a un patio desnudo y a una reja perteneciente a una dependencia policial, y por eso murió con la cabeza vuelta hacia la pared opuesta [161] . Omar Prego, que lo había visitado semanas antes, cuenta que Cortázar le había confesado que de lo que tenía ganas era de ver árboles.
La muerte, no por esperada en el círculo de amigos, dejó de sorprender a muchos otros, también amigos, pero menos próximos. Igual que les ocurriría a tantos de sus lectores.
Andrés Amorós, responsable de una edición crítica de Rayuela, fue uno de esos amigos (amigo, sobre todo, epistolar) a quien la noticia le dejó perplejo, dado que ignoraba hasta qué punto la enfermedad en Cortázar había ido venciéndole. A este respecto, nos cuenta y nos retrotrae un par de años atrás, momento en que le propuso llevar a cabo esa edición anotada de su novela:
Después de una larga charla sobre Rayuela , una mañana, se me ocurrió decirle que sería divertido hacer una edición de la novela como si se tratara de un requeteclásico, con cientos, miles de notitas a pie de página. Como siempre que se trataba de algo verdaderamente serio, hablaba yo, a la vez, en serio y en broma. Ante mi sorpresa, Julio se asustó. «Es una idea preciosa, muy propia de un cronopio, pero yo no tengo el tiempo necesario para hacer ese horrible trabajo», me dijo. Le aclaré el malentendido: no pretendía abrumarlo; si él quería, yo podría embarcarme en ese disparate. Suspiró, aliviado. «Usted es la persona más adecuada para hacerlo», me respondió. Le aclaré que no me movía ningún interés académico: no soy profesor de literatura hispanoamericana, con eso no ganaría ningún mérito y muy poco dinero. Solo intentaría divertirme, entender mejor algunas claves de la gran novela y ayudar a algunos lectores. No hacía falta hablar más: los dos nos conocíamos de sobra. Añadí que no le molestaría —es mi norma, con los autores vivos— con consultas. Le llevaría la edición cuando estuviera publicada.
Así lo hice: trabajé mucho, consulté muchos libros de referencia, muchos callejeros, muchos diccionarios; aprendí mucho de música clásica, de jazz , de cine, de pintura, de literatura; pedí ayuda a muchos amigos. Llegué a dibujar un plano sumario del París de Rayuela : me divertí mucho. Las pruebas de mi edición —que publicaba Cátedra— estaban ya corregidas a comienzos del año 1984. Le escribí a Julio contándoselo y diciéndole que, en el próximo viaje a París, pensaba enseñárselas. Me extrañó su silencio: él, siempre tan puntual, tan educado.
Fui a París porque el Centro Dramático Nacional —del que yo era asesor literario— estrenaba en el Teatro de Europa Luces de Bohemia . Al llegar, entendí su silencio: Julio se estaba muriendo. Recibí la noticia de su muerte en los ensayos de la obra de Valle-Inclán. Después apareció la edición y tuve que hablar en bastantes sitios de Cortázar y de Rayuela. Alguien me acusó de oportunista, de aprovechar la ocasión para «improvisar» una edición en la que llevaba trabajando varios años; otro alguien me descalificó por no conocer el significado de algún argentinismo; otro, me censuró que subrayara demasiado el humor de una obra «tan seria». Julio se hubiera partido de risa: seguro. A mí me quedan algunas cartas y el recuerdo de su amistad.
La causa de la muerte, avalada por el doctor Modigliani, del servicio de gastroenterología de dicho policlínico, fue leucemia mieloide crónica. Diagnóstico que respaldarían, además de Aurora Bernárdez, íntimos amigos del escritor como Saúl Yurkievich, Luis Tomasello, Osvaldo Soriano, Julio Silva, Mario Muchnik, Omar Prego o Rosario Moreno. Por su parte, Cristina Peri Rossi, también amiga y confidente del escritor durante cierto tiempo, a quien Cortázar le dedicara una serie de poemas que aparecería en Salvo el crepúsculo, como también hemos señalado, sugiere que Cortázar se infectó del virus VIH en el hospital de Aix-en-Provence cuando sufrió la hemorragia gástrica dos años atrás; posibilidad de la que también se hace eco Mario Goloboff en su libro, aunque este se limita a indicar esa contingencia. Ambos proponen esa hipótesis por el hecho de que años después saltó a la prensa la noticia de que en Francia, durante el mandato de Laurent Fabius, se cometieron numerosas y trágicas deficiencias e irregularidades en el control hospitalario de sangre transferida a enfermos. El suceso tuvo lugar a mediados de los años ochenta (1984) y afectó a más de cuatro mil personas. Fabius, entonces primer ministro, y su ministra de Asuntos Sociales, Georgina Dufoix, fueron posteriormente juzgados por «homicidios y heridas involuntarias», si bien quedaron absueltos de toda responsabilidad penal (citemos también de entre los treinta procesados a Louis Schweitzer, quien fue director del gabinete de Fabius); no así el doctor Michel Garretta, que ocupó el cargo de director del Centro Nacional de Transfusiones de Sangre, sentenciado a cuatro años de prisión. No obstante, nos atrevemos a expresar que no hay fundamentos, salvo los especulativos y sensacionalistas, que hagan sostener dicha eventualidad de infestación en la persona de Cortázar.
Osvaldo Soriano, que fue testigo de las horas previas del entierro y que acompañó, con otros, a su amigo hasta el cementerio de Montparnasse, dejó escrita la dura impresión de soledad y desconsuelo que supuso el tiempo desde la muerte hasta su enterramiento junto a Carol Dunlop, bajo la losa diseñada (dos páginas de un libro) por Luis Tomasello y la escultura de las nueve curvas cerradas y la sutil cara esculpida por Julio Silva.
Debe ser una ilusión mía, un punto de vista personal y persecutorio, pero era la muerte de un exiliado. El cadáver en su pieza, tapado hasta la mitad con una frazada, un ramo de flores (de las Madres de Plaza de Mayo) sobre la cama, un tomo con las poesías completas de Rubén Darío sobre la mesa de luz. Del otro lado, en la gran pieza, algunos tenían caras dolidas y otros la acomodaban; nadie era el dueño de la casa —Aurora Bernárdez asomaba como la responsable, el más deudo de los deudos, la pobre— y yo sentí que cualquier violación era posible: apoderarse de los papeles, usar su máquina de escribir, afeitarse con sus hojitas o robarle un libro.
El mismo Soriano cuenta que el gobierno de Raúl Alfonsín necesitó casi un día para reaccionar y enviar un telegrama ambiguo y en exceso desabrido: «Exprésole hondo pesar ante pérdida exponente genuino de la cultura y las letras argentinas».
El entierro fue el 14 de febrero, poco antes del mediodía. Aurora intentó retrasarlo para permitir que llegara a tiempo el comandante Tomás Borge, pero la inhumación no se pudo posponer y el séquito entró por la puerta de Edgard Quinet del cementerio a las once de la mañana, se detuvo unos minutos cumpliendo un ritual budista zen (según el periodista y amigo del escritor Ricardo Bada) y giró hacia la derecha, yendo a la tumba de Carol Dunlop (próxima a la de Jean Paul Sartre), que ya permanecía abierta. Depositaron el ataúd y algunos de los presentes echaron flores y puñaditos de tierra sobre él. No había un exceso de personas, pero sí se encontraban los amigos. Estaban, además de Aurora y Ugné, ambas por separado, los más íntimos, desde Gladis y Saúl Yurkievich, Luis Tomasello, Julio Silva, Nicole y Mario Muchnik, Osvaldo Soriano, Omar Prego, Françoise Campo, Plinio Apuleyo Mendoza hasta Claribel Alegría, Mario Goloboff, Abel Posse o los cantautores Daniel Viglietti y Paco Ibáñez, el embajador de Cuba en Francia, Alberto Boza Hidalgo; representantes de la UNESCO y del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional de El Salvador, entre otros. Mezclado en el público estuvo Jack Lang, entonces ministro de Cultura de Francia. Al final, con precipitaciones, llegó Tomás Borge y se incorporó a los últimos minutos del acto, ya concluido.
Entierro del escritor en el cementerio de Montparnasse el 14 de febrero de 1984. Aurora, que cuidó de Julio hasta su muerte, echa flores sobre su ataúd, acompañada por la viuda de Italo Calvino, Chichita, y por Luis Tomasello.
La tumba de Julio Cortázar y Carol Dunlop en el cementerio de Montparnasse, en París.
Andrés Amorós también se encontraba aquel día allí.
«Estuve en el cementerio de Montparnasse aquella mañana, el 14 de febrero de 1984 —nos cuenta—, con poca gente y mucho dolor de verdad. No hubo ninguna ceremonia especial, solo algunos amigos y unos jóvenes que, al conocer la noticia, se habían apresurado a tomar el tren: al acabar, se quedaron allí, leyendo algunos textos del escritor. Alguien sacó unas fotografías. En algunas aparezco yo, de espaldas, con mi abrigo marrón y el pelo largo de entonces. No fue alegre, desde luego, pero, en cierto modo, me gustó haber podido estar allí.» [163]
Todo el mundo coincide en manifestar que lo más impresionante del entierro fue el hondo silencio. Y la espontánea tristeza que conmocionaba a todos los reunidos. También que fue una mañana gélida. Una mañana gélida, pero muy transparente, ya que no llovía sobre París.
MIGUEL HERRÁEZ, poeta, narrador, ensayista y filólogo español, nacido en Valencia el 15 de octubre de 1957. Su innata inclinación hacia el conocimiento de los saberes humanísticos le llevó a desarrollar desde su temprana juventud una brillante carrera en el ámbito de las Letras, que culminó con la obtención de los títulos de doctor en Filología Hispánica y licenciado en Historia Contemporánea. Como era de esperar, esta vocación humanística le ha orientado, en su trayectoria profesional, por el sendero de la docencia: ha tomado parte en numerosos congresos y seminarios de todo el mundo, y dictado cursos de postgrado en algunas aulas universitarias de Hispanoamérica (principalmente, en Argentina). Además de esta constante dedicación profesional a la enseñanza superior, Miguel Herráez Serra ha ejercido el periodismo en diferentes medios de comunicación, y ha ocupado el puesto de corresponsal en su tierra natal levantina del rotativo mejicano El Economista .
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