Donald G. Rodney (1961–1998)
Tate
Tove Ditlevsen
MIS PADRES
Todas las canciones de mi madre tienen muchos versos, tantos que antes de que alcance a terminar la primera, Edvin ya ha vuelto al martillo y mi padre está roncando como un oso. Mi hermano le ha pedido que cante para aplacar su furia ante las lecturas de mi padre. Él es chico, y a los chicos no les gustan las canciones que hacen llorar si se las escucha con atención. A mi madre tampoco le gusta verme llorar, así que me quedo con un nudo en la garganta mientras miro de reojo la ilustración del libro, donde el soldado agoniza en el campo de batalla con una mano tendida hacia la aparición radiante de su madre, que yo sé que no está allí en realidad. Todas las canciones del libro cuentan cosas similares, y mientras mi madre las canta, yo puedo hacer lo que me apetezca, porque se enfrasca tanto en su mundo que nada ajeno a él es capaz de perturbarla. Tampoco oye si los de abajo comienzan a pelearse y a regañar. Abajo vive Rapunzel, la de la larga trenza dorada, con sus padres, que aún no se la han vendido a la bruja a cambio de un ramo de campanillas. Mi hermano es el príncipe e ignora que no tardará en quedarse ciego cuando caiga de la torre. Él clava clavos en su tablita y es el orgullo de la familia. Es lo que tienen los chicos; las chicas solo sirven para casarse y tener hijos. A ellas hay que mantenerlas, que no esperen nada más. El padre y la madre de Rapunzel trabajan en la Carlsberg y se beben cincuenta cervezas al día cada uno. De noche, al volver a casa, siguen bebiendo, y poco antes de la hora de que me vaya a la cama empiezan a chillar y a pegar a Rapunzel con un bastón de los gordos. Siempre aparece en el colegio con moratones en la cara o por las piernas. Cuando se cansan de zurrarle, se abalanzan uno sobre otro armados con botellas y patas de silla rotas, y muchas veces la policía viene a llevarse a uno de los dos, con lo que por fin la casa se queda en calma. Ni a mi madre ni a mi padre les hace gracia la policía. Ellos creen que los padres de Rapunzel tienen derecho a matarse en paz si les viene en gana. Les hacen el trabajo sucio a los de arriba, dice siempre mi padre de los policías, y mi madre nos ha hablado muchas veces del día que los gendarmes se llevaron al abuelo y lo encerraron en la cárcel. No lo olvidará jamás. Mi padre no bebe y tampoco ha estado en la cárcel. Mis padres no se pelean y yo vivo mucho mejor que ellos cuando eran niños. Aun así, cuando abajo por fin reina el silencio y tengo que ir a acostarme, mis pensamientos siempre se tiñen con un ribete negro de miedo. Buenas noches, se despide mi madre antes de cerrar mi puerta y regresar al calor de la salita. Yo me quito el vestido y las enaguas de lana y el corpiño y los leotardos negros que me regalan todas las Navidades, me meto el camisón por la cabeza y me siento un ratito a la ventana a observar el patio negro que se abre abajo, a lo lejos, y el muro de las casas de la escalera exterior, que siempre llora como si hubiese estado lloviendo. Casi nunca hay luz en las ventanas, porque al otro lado del patio solo hay dormitorios y las personas de bien duermen con la luz apagada. Entre los muros alcanzo a ver un cuadradito de cielo en el que a veces brilla una estrella solitaria. Yo la llamo el lucero de la tarde y pienso en ella con todas mis fuerzas cuando mi madre apaga la luz y yo me quedo en la cama viendo cómo las pilas de ropa que hay detrás de la puerta se convierten en brazos largos y retorcidos que tratan de agarrarme por el cuello. Intento chillar, pero todos mis intentos quedan reducidos a un débil susurro, y cuando al fin sale el grito, la cama y yo estamos empapadas de sudor. Mi padre asoma por la puerta y la luz está encendida. Solo has tenido una pesadilla, me dice, a mí también me pasaba a menudo de pequeño. Pero claro, eran otros tiempos. Me estudia pensativo, creo que no le parece apropiado que una niña con una vida tan buena como la mía tenga pesadillas. Le sonrío con timidez a modo de disculpa, como si el grito solo hubiese sido una ocurrencia boba. Me tapo con el edredón hasta la barbilla, porque un hombre no debe ver a una señorita en camisón. Venga, venga, dice; luego apaga y se va, llevándose consigo el miedo de alguna forma, porque me duermo tranquila y la ropa que hay tras la puerta no es más que un montón de trapos viejos. En sueños, me alejo de la noche que pasa frente a la ventana con su séquito de horror, maldad y peligros. Más allá, en Istedgade, tan luminosa y animada durante el día, gimen los coches de policía y las ambulancias mientras yo descanso a salvo oculta bajo el edredón. Los borrachos yacen en el arroyo con la cabeza partida y ensangrentada, y si entras en el Café Charles, te matan. Eso dice mi hermano, y todo lo que él dice es cierto.
Tove Ditlevsen
Trilogía de Copenhague
Seix Barral, Barcelona, 2021, pp. 16-18
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