martes, 9 de abril de 2024

Un personaje / Marilyn Monroe

 



Marilyn y la cárcel de cristal

Por Carlos Gustavo Álvarez


En uno de esos programas creados para magnetizar el talento que abunda como las orquídeas, una mujer apareció ante el jurado expectante y el público domesticado, que había enmudecido en consonancia, quedó definitivamente absorto en una expresión de sorpresa.

Su cuerpo esbelto lucía tallado en un vestido rojo, como era carmesí el color de sus labios sensuales. El pelo rubio, corto, fulmíneo. La estola de piel blanca se deslizaba debajo de sus hombros voluptuosos. El erotismo ligero de los movimientos y la sonrisa desplegada de sus dientes níveos dieron las pistas certeras de su identidad conmutada.  Cuando habló, ya no hubo dudas: era Marilyn Monroe rediviva. Los asistentes la exaltaron con un aplauso que avasalló la euforia. 

La cadencia de su voz de miel, balanceada entre la obscenidad y la inocencia, de esa mujer corriente y común refugiada en la máscara, convirtió el proscenio de ese escenario en un recodo de fantasía, en el que la taumaturgia del recuerdo hizo aparecer la imagen de quien, en el breve lapso de 36 años, marcó la historia del siglo XX y de la que todavía se habla y se hablará con el encanto de las leyendas.

Entonces allí, en ese alboroto de luces y música y murmullos, un viento impertinente que escapó 14 veces por la rejilla del Metro en el cruce de la Avenida Lexington y la Calle 52 de Nueva York volvió a levantar como hace ya casi 70 años la estela del vestido blanco de esa mujer, para filmar la escena icónica de una película que se volvió libidinosamente inmortal. Y entonces allí, también, volvió a cantar lenta como en un primer beso, acariciante, el “Happy Birthday, Mr. President”, que entonó una noche de mayo de 1962 para John F. Kennedy, amante y fantasma de amor y violencia para el resto de su vida. Allí apareció desnuda en la portada del primer número de la revista Playboy, que como un amuleto atrajo la fortuna a Hugh Hefner desvistiendo a las amas de casa. Y allí siguió siendo lo que los demás querían que fuera, muriendo sin morir ese 4 de agosto de 1962, tan liviano su cuerpo estragado de barbitúricos o asesinada en una historia a la que todavía le germinan aristas de misterio.

La chica del show se retiró vitoreada, con la imagen de los miembros del jurado puestos en pie y aplaudiendo a coro con el público desquiciado.

Había reanimado a una de las dos caras de Marilyn Monroe. Porque como ya se sabe de tanto repetirlo, esa mujer cósmica dividió su rostro, tuvo dos vidas, la existencia troceada entre los fulgores de su cárcel de cristal y la penumbra de un mundo interno y una personalidad lustrosa, a la que los flashes y las cámaras no dejaron brillar, aunque la iluminaran con sevicia.

La leyenda recuerda que ella, la humilde Norma Jeane Mortenson, superaba en cinco puntos el cociente intelectual de Albert Einstein. Pero sufría una inteligencia emocional conturbada desde niña, con un disloque diferente al de manía y extrañeza con el que el genio malgastó y saqueó a su primera esposa, tal y como se cuenta en el libro “A la sombra de Einstein: la maravillosa mente de Mileva Maric”.

Un libro, también, y por supuesto, devolvió la mirada hacia esa otra Marilyn tan tierna y miedosa en exceso, como un niño abandonado en una casa de espantos. Recopila una colección de fragmentos de cartas, poemas y notas personales que la viuda de Lee Strasberg, maestro de actuación de Marilyn y su amigo íntimo, encontró en una caja incógnita  cuando revolcaba el apartamento en busca del orden y del enajenado recuerdo del marido que se fue. Apareció hace ya 14 años, con un prólogo del inolvidable Antonio Tabucchi (“Sostiene Pereira”).

“Qué vergüenza tener treinta años / y ser una niña asustada. / Qué vergüenza que todos me miren / y tener ganas de llorar. / Qué vergüenza los periodistas / preguntándome cosas / y que yo no recuerde / ninguna de las cosas inteligentes / que aprendí para responderlos. / Qué vergüenza esta máscara / de hermosa rubia tonta / que tapa mi verdadero rostro / de tonta rubia tonta”.

Leyendo este poema de Marilyn incluido en el libro encajado, volví a la lectura hambrienta de interés que hice en junio de 1992: “Las vidas secretas de Marilyn Monroe”, escrito por Anthony Summers. Y me sorprendió encontrar, ahora, cuando he vuelto a aprehender la poesía trágica que escribió el otro lado del alma de la diva encumbrada, que mis multiplicados subrayados en los párrafos se orientan a recopilar el lamento psicológico de esa orfandad, de esa extrañeza en la vida, de esa cárcel de cristal que significa vivir con la única opción de ser bella y de gustar a los demás, que te atenazan con sus miradas y te enclaustran y devoran con sus carniceros deseos.

Sí: la belleza como una cárcel de cristal. La jaula de oro de “La calandria”, de Pedro Infante, que pasó a la historia como “La ingrata calandria” por el escarmiento ulterior del pajarito. Tenerlo todo con una sola carencia: la libertad. El miedo a envejecer con un ave de mal agüero acechante en el hombro, maldiciendo una arruga novedosa, coloreando sin cesar las canas alebrestadas, amargándote un dolor, penando el atisbo de una enfermedad, el inevitable correr del tiempo convertido en camino al cadalso.

También volví a mezclar mis retazos literarios, esa maraña de fragmentos que como el libro resarcido de Marilyn convocan otras voces y otros ámbitos. Y por un comentario de Carolina Sanín irreverente, retomé los primeros cuentos de Gabriel García Márquez, que ella señala como los más valiosos. Y extraje este primer párrafo de “Eva está dentro su gato”, del volumen “Ojos de perro azul”, que reproduzco con una ternura filosa:

“De pronto notó que se le había derrumbado su belleza que llegó a dolerle físicamente como un tumor o como un cáncer. Todavía recordaba el peso de ese privilegio que llevó sobre su cuerpo durante la adolescencia y que ahora había dejado caer —¡quién sabe dónde! — con un cansancio resignado, con un último gesto de animal decadente. Era imposible seguir soportando esa carga por más tiempo. Había que dejar en cualquier parte ese inútil adjetivo de su personalidad; ese pedazo de su propio nombre que a la fuerza de acentuarse había llegado a sobrar. Sí; había que abandonar la belleza en cualquier parte; a la vuelta de una esquina, en un rincón suburbano. O dejarla olvidada en el ropero de un restaurante de segunda clase como un viejo abrigo inservible. Estaba cansada de ser el centro de todas las atenciones, de vivir asediada por los ojos largos de los hombres”.

Avivé la mixtura con un poema de Sissi Emperatriz, también ella confinada en su palacio de privilegios, ansiosa de un poquito, solo un barrunto de la libertad que perdió para siempre: “¡Ojalá nunca hubiera dejado el sendero / que a la libertad me había de conducir! / ¡Ojalá no me hubiese extraviado / por las avenidas de la vanidad! / Desperté en un calabozo / con esposas en las manos.”

En fin, que con el pretexto de este libro de Marilyn y de su personalidad duplicada, podría explayarme en este drama de la cárcel de cristal. Incluso recurriendo a gente actual de carne y hueso, como Margarita Rosa de Francisco, a quien considero valiente en su forma de predicar y enseñar la etapa vital que transita, aceptando y liberándose del miedo a envejecer, desde la atalaya de su belleza mirada y admirada.

Si alguna mujer quiere escribirme sobre este pensamiento acerca del cual me he explayado hoy con la intromisión de un forastero, se le agradece. Al fin y al cabo, sobre la belleza de redes que manda hoy también puede imperar la filosofía de Pambelé: “Es mejor ser rico que ser pobre”. Pero no olvides hablar con la niña, la que vagaba en el corazón de Marilyn y a la que ella escribía en un fragmento de su desdicha de infancia y de su herencia maldita que no alivió jamás: “No vuelvas a visitarme, / niñita sola y asustada, / no vuelvas nunca más, / no vuelvas cuando todos me miran, / cuando mi amor me abraza, / cuando cientos de manos / aplauden fervorosas / y cientos de ojos / me desean. / No vuelvas nunca más, / niña que nunca te has ido / de mi lado.”


03.04.2024




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