Cioran
DELIRIOS Y PENSAMIENTOS
Nadie se mata, como se piensa comúnmente, en un acceso de demencia, sino más bien en un acceso de insoportable lucidez, en un paroxismo que puede, si se empeña uno, ser asimilado a la locura, pues una clarividencia excesiva, llevada hasta su límite y de la que quisiera uno desembarazarse a cualquier precio rebasa el cuadro de la razón. El momento culminante de la decisión no testimonia, pese a todo, ningún embotamiento: los idiotas no se matan prácticamente nunca; pero puede uno matarse por miedo, por presentimiento de la idiotez. El acto mismo se confunde entonces con el último sobresalto del espíritu que se recoge , que reúne todos sus poderes y todas sus facultades antes de anularse. En el umbral de la última derrota se prueba a sí mismo que no está completamente perdido. Y se pierde, en plena posesión instantánea de todos sus medios.
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Son nuestros sufrimientos los que dan cierto peso a nuestros pensamientos y les impiden convertirse en piruetas; también son ellos los que nos hacen proclamar que no hay realidad en ninguna parte, que ni ellos son reales. De este modo, nos sugieren una estratagema de defensa: triunfamos sobre ellos declarándolos irreales, refiriéndolos a la engañifa general. Si fuesen soportables, ¿qué necesidad habría de disminuirlos y de desenmascararlos? Como no tenemos otra salida que asimilarlos, sea a la pesadilla, sea al capricho, lo más cómodo es optar por este último.
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La única manera de apartar a alguien del suicidio es empujarlo a él. Nunca te perdonará tu gesto, abandonará su proyecto o retrasará su ejecución, te tendrá por un enemigo, por un traidor. Si creías volar en su ayuda, salvarle, él no ve en tu solicitud más que hostilidad y desprecio. Lo más extraño es que inquiría por tu aprobación, mendigaba tu complicidad. ¿Qué esperaba exactamente? ¿No te habrás engañado sobre la naturaleza de su zozobra? ¡Qué error por su parte el dirigirse a ti! En ese estadio de su soledad, lo que hubiera debido chocarle es la imposibilidad de entenderse con otro que no fuera
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«¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo, si pierde su alma?»
¡Ganar el mundo, perder el alma! He logrado algo mejor: he perdido ambos
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Todo lo que se cree haber ahogado vuelve a salir a la superficie tras un cierto tiempo: defectos, vicios y obsesiones. Las imperfecciones más patentes de las que se ha «corregido» uno retornan disfrazadas, pero tan molestas como antes. El trabajo que se habrá tomado uno para deshacerse de ellas no habrá sido, empero, completamente inútil. Tal deseo, alejado durante mucho tiempo, vuelve a aparecer; pero sabemos que ha vuelto; ya no nos lacera en secreto ni nos coge desprevenidos; nos domina, nos avasalla, seguimos siendo sus esclavos, es cierto, pero esclavos que consienten. Toda sensación consciente es una sensación que hemos combatido sin éxito. Nos aflige de otro modo, pues su victoria la habrá expulsado de nuestra vida profunda.
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Napoleón, en Santa Elena, gustaba de hojear de vez en cuando una gramática… De ese modo, al menos, probaba que era francés .
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La crueldad, nuestro más antiguo rasgo, es rara vez calificada de adoptada, simulada o aparente, denominaciones propias, por el contrario, a la bondad, que, reciente, adquirida, carece de raíces profundas: es una invención tardía, intransmisible, que cada uno se empeña en reinventar y no lo logra más que por fogonazos, en esos momentos en que la naturaleza se eclipsa, en que uno triunfa sobre sus ancestros y sobre uno mismo.
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Es parloteo toda conversación con alguien que no ha sufrido.
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De nada sirve ser un monstruo si no se es también un teórico de lo «monstruoso».
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Nuestras oraciones reprimidas estallan en sarcasmos.
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El delirio es, sin disputa, más hermoso que la duda, pero la duda es más sólida.
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Ver en la calumnia de las palabras nada más que palabras es la única manera de soportarla sin sufrir. Desarticulemos cualquier opinión que tengan contra nosotros, aislemos cada vocablo, tratémosle con el desdén que merece un adjetivo, un sustantivo o un adverbio.
Emil Cioran
El aciago demiurgo
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