Carlos Aguasaco
GARCÍA MÁRQUEZ
La única ocasión en que vi y le dirigí la palabra a Gabriel García Márquez fue en 1992. Vino a Colombia para ver en el teatro La Castellana la versión teatral de “La Increíble y triste historia de la Cándida Eréndida y su abuela desalmada”. Yo prestaba el servicio militar y tanto el Capitán como el Coronel sabían que yo quería ser escritor. Me asignaron a la seguridad del Premio Nobel. Mi función era alejar a las personas que se venían encima como si vieran al Papa. Me impresionó ver a personas famosas rogándome que las dejara pasar para verlo o tocarlo. Yo era un muchacho de 17 años armado con un fusil de guerra en un país en que ese año se detonaron 500 bombas. No pensaban en Gabo, pensaban en los carros que pasaban, en los movimientos sospechosos, en las armas, en salir vivo de ese lugar en que estaba reunida la élite del país. En cualquier momento algo iba a estallar y no podía descuidarme. Al salir, fui el último soldado en acompañarlo a él y a su esposa Mercedes al carro en que se iban. Le hablé por primera vez en ese momento y le dije “señor Márquez”, sí, no le dije García Márquez, lo llamé por su apellido materno nada más. Él no me respondió pero Mercedes le llamó la atención y entonces él me miró y me dijo ¿Qué quiere? Un autógrafo -le respondí- ¿Por qué? Replicó con una frialdad que me pareció un gesto de desprecio. Allí estaba yo con mi uniforme y mis armas, un niño en una guerra de la que era víctima en muchos sentidos, tratando de hacer lo “correcto” para salir adelante a pesar de la adversidad y este hombre me pregunta ¿Por qué? Entonces le dije: quiero ser poeta y por eso quisiera su autógrafo. En ese momento algo cambió. Mercedes lo tocó en el brazo y noté que apretó los dedos como para ablandarlo. Gabo me volvió a hablar -Demuéstrelo- dijo y se subió al carro que ya tenía la puerta abierta. Mercedes le hizo bajar el vidrio de la ventanilla para escuchar mi respuesta. Saqué del interior de mi uniforme un sobre de la “Casa de poesía Silva” que amablemente me enviaba correspondencia para invitarme a las lecturas que organizaban. Mire -le dije- voy a la Casa Silva para escuchar poetas y leer en la biblioteca. Gabo me arrebató el sobre de las manos, sin mediar palabras me hizo una señal para que me acercara más a la ventana, miró mi nombre en la placa del uniforme y escribió “Aguasaco, Gabo”. Me lo entregó y me dio la mano, al hacerlo, me miró con una expresión diáfana y amable, era otra persona, por un instante en un momento de intimidad, un hombre mayor y un menor de edad en medio de una guerra, me sonrió y yo miré a Mercedes Barcha que me dijo, “ya verás que te va a ir muy bien…” Gabo mantuvo la mirada firme y cuando nuestros ojos se volvieron a cruzar, hizo un gesto afirmativo con la cabeza y me dijo “gracias por todo Aguasaco”. Hizo un gesto con la mano izquierda y el coche arrancó. Yo guardé el sobre en mi pecho hasta el final del servicio militar. Es más, el día en que me licenciaron para regresar a la vida civil, lo llevaba conmigo en una bolsa detrás del bolsillo del corazón. Luego vino mi vida y hoy mi hermana Gilma Aguasaco me lo envía a Nueva York como un mensaje de hace 32 años. @highlight
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