Triunfo Arciniegas
DÍAS DE HOTEL
No duermo bien a pesar de las numerosas estrellas del hotel. Será la ansiedad o la ausencia de los gatos, pero no me siento bien en esta cama para tres o cuatro personas. Todos los días cambian las sábanas, pasan la aspiradora, lavan la cafetera y traen más café, té y aromáticas, revisan la temperatura y traen más agua, pero van nueve noches y todavía no me acomodo.
La gente no saluda en el ascensor y algunos no contestan el saludo. ¿Cómo hacen para no ver al otro en un espacio tan estrecho? El otro día saludé a un par de treintañeras elegantes y tuve que hablar en voz alta para que al menos una contestara. A otro par, con más años, en piyama y con greñas, les señalé que me dejaron con el saludo en la boca.
Al gringo viejo no lo saludé ni el comedor ni el ascensor. El, por su parte, me ignoró. Subía con una mujerota de unos veinte años años, una morena con unas tetas esplendorosas y un culo de padre y señor mío. Creo que no era la misma con quien desayunó el día anterior. No creo que ninguna de las dos sea su nieta o que el hombre haya venido a Colombia para pasar un rato con la familia. Si la dormida en este hotel cuesta más de un millón trescientos mil pesos y una comida casi doscientos mil, no me imagino cuánto pagará el gringo viejo por un polvo.
Se ven pilotos y azafatas desayunando muy temprano. Vi a José Luis Rodríguez El Puma dos mañanas seguidas, solo y muy serio, flaco y viejo. Creo que vi una reina de belleza de hace algunos años. Vi una negra imponente, con una esplendorosa túnica de rojos y dorados, como una reina africana. Me crucé unas cuantas veces con Satoshi Kitamura y su esposa hasta que al fin me decidí a saludar y darle un libro. Vi desayunando a un ricachón con lentes oscuros, muy barrigón, con pantaloneta y chaclas. Deprimente espectáculo que el hotel permite. Una sola de sus gruesas pantorrilla serviría para alimentar un zoológico un par de días. En un viaje anterior le dije a un tipo con una pinta semejante que respetara porque estaba haciendo un horrible espectáculo. Se lo dije en inglés pero fingió que no entendía y al día siguiente volvió al restaurante con la misma pinta.
Ya no se da tanto. En otros años vi extranjeros vestidos como para atravesar África. ¿Sentirán que somos una civilización primitiva, precaria, salvaje, escasamente desarrollada? No se equivocan. Pero ellos, con esas pintas, parecen caricaturas.
Me doy una o dos horas para desayunar, y por lo común disfruto de tres platos. Escribo en el celular, leo alguna noticia o reviso un libro. Siempre hay trabajo. Me doy tiempo para disfrutar otro manjar. A las diez de la mañana arrojan a la basura lo que queda. Acá se sabe por qué uno vino a este mundo a ser flaco o feliz.
Trato de revisar las entradas y salidas del hotel. Porque me hacen sentir como si todavía fuese el antiguo alumno de la Universidad Javeriana al que le pedían documentos. Un campesino como yo, entre niños bonitos y ricos, elegantes y felices, seguramente les parecía un delincuente. Acá no llegan a tanto. Todos, absolutamente todos, dicen la misma frase de manual e imagino que por micrófono oculto le pasan el dato al siguiente vigiilante: “¿En qué puedo servirle?” “En nada”, contesto con rabia.
Bogotá, 27 de abril de 2024
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