Durante largo tiempo contempló al búho, que dormitaba en su rama. Mil pensamientos brotaron de su mente acerca de la guerra, de los días en que los búhos caían del cielo, muertos. Recordó que en su infancia había alcanzado a comprobar la extinción de una especie tras otra. Los periódicos anunciaban un día la desaparición de los zorros, el siguiente la de los tejones, hasta que la gente dejó por último de leer aquellos perpetuos obituarios.
Pensó también en su necesidad de un animal verdadero. Una vez más se manifestaba el odio que le inspiraba su oveja eléctrica, que debía cuidar y atender como si estuviera viva. La tiranía de los objetos, pensó. Ella no sabe que yo existo. Como los androides, carece de la capacidad de apreciar la existencia de otro ser. Jamás había pensado antes en la semejanza entre los animales eléctricos y los andrillos. Un animal eléctrico era una forma inferior, un robot de menor calidad. O a la inversa, un androide era una versión altamente desarrollada del seudoanimal. Las dos ideas le resultaban repulsivas.
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