LA CEBOLLA Y EL DESEO *
Los celos, o
tal he creído siempre, existen sólo con el deseo. Los autores del Antiguo
Testamento eran aficionados a emplear las palabras "un Dios celoso" y
quizá era su manera tosca y oblicua de expresar la creencia en el amor de Dios
por el hombre. Pero supongo que hay distintas clases de deseo. Mi deseo ahora
estaba más cerca del odio que del amor, y Henry —pues tenía razones para creer
lo que Sarah me había dicho una vez sobre el particular— hacía tiempo que había
dejado de sentir un deseo físico por ella. Sin embargo, me parece que en
aquellos días estaba tan celoso como yo. Su deseo era simplemente de
compañerismo: por primera vez se sentía excluido de la confianza de Sarah;
preocupado y casi al borde de la desesperación, no sabia lo que estaba pasando
o iba a pasar. Vivía en una terrible inseguridad. En este sentido, su trance
era peor que el mío. Yo tenía la seguridad de no poseer nada. No podía tener
más de lo que había perdido, mientras él tenía aun la presencia de ella en la
mesa, el ruido de sus pasos en la escalera, el abrir y cerrar de las puertas,
el beso en la mejilla. Dudo que, ahora, hubiese mucho más que eso; pero aun
así, ¡qué ración para un hambriento! Sin embargo, lo que hacía peor la cosa es
que él había gozado en otro tiempo de la sensación de seguridad que yo nunca
tuve. Es más, en el momento mismo en que Mr. Parkis se iba, atravesando el
prado comunal, Henry ni siquiera sabía que Sarah y yo hubiésemos sido amantes.
Y, al escribir esta palabra, mi cerebro vuelve, irresistiblemente contra mi
voluntad, al punto mismo en que comenzó el sufrimiento.
Toda una
semana transcurrió después del beso apresurado que le había dado la primera vez
en Maiden Lane antes de que volviera a telefonearle. Durante la comida, había
dicho de pasada que, como a Henry no le gustaba, apenas iban al cine. Estaban
dando en Warner una película sacada de un libro mío, y así, parte por vanidad,
parte porque me parecía que, aunque no fuera sino por cortesía, el beso debía
tener una continuación, parte también porque aun continuaba interesándome la
vida conyugal de un modesto funcionario, invité a Sarah a venir conmigo.
—¿Supongo que
es inútil decirle a Henry que nos acompañe?
—En efecto.
—¿Quizás
podría venir a cenar con nosotros a la salida?
—En este
momento está abrumado de trabajo. Un condenado liberal ha anunciado para la
próxima semana una interpelación en la Cámara sobre la cuestión de la viudas.
Puede decirse
que un liberal —rae parece recordar que un gales, de nombre Lewis— fue para
nosotros una ayuda eficaz aquella noche.
La película
no era buena y, a veces, hasta resultaba sumamente penoso ver situaciones que
me habían parecido tan reales cuando las escribí, deformadas en los clisés
habituales de la pantalla. Me arrepentí de haber traído a Sarah, en vez de
haberla llevado a cualquier otra parte. Al principio, como es natural, le había
dicho: "Eso no es en modo alguno lo que yo escribí", pero no podía
continuar diciéndolo todo el tiempo. Ella, en un arranque de conmiseración, me
tocó el brazo, y desde ese momento permanecimos con las manos tomadas en el
ademán inocente que emplean lo mismo los niños que los amantes. Súbita e
inesperadamente, aunque sólo por unos minutos, la película pareció cobrar vida.
Olvidé que el libreto era mío, y por una vez siquiera mis propias palabras, y
me sentí sinceramente conmovido por una breve escena que transcurría en un
restaurant. El amante había pedido un biftec con cebolla y la mujer titubeaba
un instante en comer la cebolla porque a su marido no le gustaba el olor; el
amante se sentía herido e irritado porque comprendía lo que había detrás de
aquella vacilación, que le traía a las mientes el beso inevitable cuando eíla
volviera a su casa. La escena había salido bien. Yo había querido dar la
impresión del amor en un simple episodio de la vida cotidiana, sin retórica de
acción ni de palabras, y lo había logrado. Durante unos pocos segundos me sentí
feliz; aquello era escribir, lo único que realmente me interesaba en el mundo.
Sentí deseos de volver inmediatamente a casa, para releer la escena. Tenía
entre manos una nueva obra. ¡Qué lástima haber invitado a comer a Sarah Miles!
Poco después,
sentados a una mesa en Rule y encargada ya la comida, Sarah exclamó:
—Había una
escena que, cuando menos, está en su libro.
—Efectivamente.
—¿La de la
cebolla?
—Justo.
Y en ese
momento colocaron sobre la mesa un plato con cebolla. Involuntariamente, pues
aquella noche no me había pasado por el espíritu desearla, pregunté:
—Y a Henry,
¿tampoco le gusta la cebolla?
—No puede
aguantarla. Y a usted, ¿le gusta?
—Sí.
Entonces ella
me sirvió y luego se sirvió.
¿Es posible
enamorarse comiendo cebolla? No parece probable y sin embargo podría jurar que
fue en ese mismo momento cuando me enamoré de Sarah. Claro está que no se
trataba simplemente de las cebollas; era aquella sensación súbita de una mujer
individual, de una franqueza que más tarde había de hacerme a menudo tan feliz
y tan desgraciado.
Avanzando la
mano por debajo del mantel la puse sobre su rodilla, y en seguida vino la de
ella a reunirse con la mía, manteniéndola donde estaba.
—Es un
excelente biftec —dijo; y su respuesta me sonó a poesía:
—El mejor que
he comido nunca.
No hubo ni
persecución ni seducción. Dejamos en nuestro plato la mitad del biftec, y
terciada la botella de clarete, y salimos a Maiden Lane con la misma intención
en el espíritu de ambos. Exactamente en el mismo lugar que la vez anterior,
ante el portal y la reja, nos besamos.
—Estoy
enamorado —le dije.
—Yo también.
—No podemos
ir a casa.
—No.
Tomamos un
taxi junto a la estación de Charing Cross y le dije al chofer que nos llevara a
Arbuckle Avenue. Tal era el nombre que habían dado entre ellos a Leinster
Terrace, la fila de hoteles que bordeaba el lado de la estación de Paddington,
con nombres lujosos: Ritz, Carlton y el resto. Las puertas de estos hoteles
estaban abiertas siempre y se podía obtener una habitación en cualquier momento
del día por una hora o dos. Hace una semana fui a echar un vistazo al lugar. La
mitad de él había sido hecha añicos por las bombas, y el sitio en que hicimos
el amor aquella noche era puro aire. Era el Bristol; había en el hall un
helécho en maceta y una encargada de pelo azulado nos llevó al cuarto mejor, un
cuarto de estilo edwardiano, con una gran cama dorada de, matrimonio, cortinas
de terciopelo rojo y un espejo de cuerpo entero. (La gente que venía a Arbuckle
Avenue nunca quería camas gemelas.) Recuerdo perfectamente los detalles más
insignificantes: la encargada que me preguntó si pensábamos pasar la noche; los
quince chelines que costaba la habitación, sólo por unas horas; la estufa
eléctrica que sólo funcionaba mediante monedas de un chelín (que no teníamos ni
ella ni yo), pero no recuerdo otra cosa: ni lo que hicimos ni la cara que puso
Sarah esta primera vez; solamente que los dos estábamos nerviosos e hicimos el
amor bastante mal.
La cosa no
tenía importancia. Lo importante era haber empezado. Entonces teníamos la vida
por delante. ¡Ah!, hay también otra cosa que recordaré siempre. En la puerta
misma de nuestro cuarto ("nuestro" al cabo de media hora), en el
momento de besarla de nuevo y decirle lo que me repugnaba la idea de que
tuviera que volver al lado de Henry, me dijo:
—No te
preocupes. Está ocupado con las viudas.
—Me exaspera
el pensar que va a besarte.
—No lo hará.
No hay nada que deteste más que la cebolla.
La acompañé a
su casa. La luz del despacho de Henry se veía por debajo de la puerta. Subimos
la escalera y en su gabinete permanecimos unos instantes tomados de la mano,
apretados el uno contra el otro, sin fuerzas para separarnos.
—Henry nos
habrá oído, subirá, en el momento menos pensado puede aparecer —dije.
—Le oiríamos
subir —repuso ella, y añadió con una pavorosa lucidez—: hay un peldaño que
siempre cruje.
No era hora
de quitarme el abrigo. Nos besamos y en ese momento oímos el crujido del
peldaño. Cuando Henry entró contemplé con tristeza la cara impasible de Sarah,
que dijo:
—Te estábamos
esperando para que nos ofrecieras algo de beber.
—Naturalmente
—asintió Henry—. ¿Qué prefiere usted, Bendrix?
Contesté que
cualquier cosa, y solamente un trago, pues tenía que trabajar en casa.
—Creía que no
trabajaba usted nunca de noche.
—¡Bah!, esto
no cuenta. Es una simple reseña.
—¿Sobre algún
libro interesante?
—No
demasiado.
—Me gustaría
tener esa capacidad suya de expresar lo que siente. Sarah me acompañó hasta la
puerta de calle, y allí nos besamos de nuevo. En ese instante era Henry y no
Sarah quien me inspiraba simpatía. Era como si todos los hombres pasados y
futuros proyectasen su sombra sobre el presente.
—¿Qué te
pasa? —me preguntó Sarah, que tenía una intuición especial para sentir lo que
había detrás de un beso, el menor susurro interior.
—Nada
—repliqué—. Mañana por la mañana te telefonearé.
—Sería mejor
que yo te llamase a ti —dijo ella.
Cautela que
no pudo menos de hacerme pensar: "¡Qué ducha debe ser en esta clase de
asuntos!", y recordé el peldaño que siempre —"siempre" había
sido la palabra empleada— crujía.
*Libro Primero, Capítulo VII
Graham Green
El fin de la aventura
Sur, Buenos Aires, 1979, pp. 40-43
The 100 best novels No 71 / The End of the Affair by Graham Greene (1951)
Graham Green / El fin de la aventura / Reseña de Vargas Llosa
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