miércoles, 21 de agosto de 2019

Casa de citas / Graham Greene / La cebolla y el deseo


Graham Greene
LA CEBOLLA Y EL DESEO *

 Los celos, o tal he creído siempre, existen sólo con el deseo. Los autores del Antiguo Testamento eran aficionados a emplear las palabras "un Dios celoso" y quizá era su manera tosca y oblicua de expresar la creencia en el amor de Dios por el hombre. Pero supongo que hay distintas clases de deseo. Mi deseo ahora estaba más cerca del odio que del amor, y Henry —pues tenía razones para creer lo que Sarah me había dicho una vez sobre el particular— hacía tiempo que había dejado de sentir un deseo físico por ella. Sin embargo, me parece que en aquellos días estaba tan celoso como yo. Su deseo era simplemente de compañerismo: por primera vez se sentía excluido de la confianza de Sarah; preocupado y casi al borde de la desesperación, no sabia lo que estaba pasando o iba a pasar. Vivía en una terrible inseguridad. En este sentido, su trance era peor que el mío. Yo tenía la seguridad de no poseer nada. No podía tener más de lo que había perdido, mientras él tenía aun la presencia de ella en la mesa, el ruido de sus pasos en la escalera, el abrir y cerrar de las puertas, el beso en la mejilla. Dudo que, ahora, hubiese mucho más que eso; pero aun así, ¡qué ración para un hambriento! Sin embargo, lo que hacía peor la cosa es que él había gozado en otro tiempo de la sensación de seguridad que yo nunca tuve. Es más, en el momento mismo en que Mr. Parkis se iba, atravesando el prado comunal, Henry ni siquiera sabía que Sarah y yo hubiésemos sido amantes. Y, al escribir esta palabra, mi cerebro vuelve, irresistiblemente contra mi voluntad, al punto mismo en que comenzó el sufrimiento.
 Toda una semana transcurrió después del beso apresurado que le había dado la primera vez en Maiden Lane antes de que volviera a telefonearle. Durante la comida, había dicho de pasada que, como a Henry no le gustaba, apenas iban al cine. Estaban dando en Warner una película sacada de un libro mío, y así, parte por vanidad, parte porque me parecía que, aunque no fuera sino por cortesía, el beso debía tener una continuación, parte también porque aun continuaba interesándome la vida conyugal de un modesto funcionario, invité a Sarah a venir conmigo.
 —¿Supongo que es inútil decirle a Henry que nos acompañe?
 —En efecto.
 —¿Quizás podría venir a cenar con nosotros a la salida?
 —En este momento está abrumado de trabajo. Un condenado liberal ha anunciado para la próxima semana una interpelación en la Cámara sobre la cuestión de la viudas.
 Puede decirse que un liberal —rae parece recordar que un gales, de nombre Lewis— fue para nosotros una ayuda eficaz aquella noche.
 La película no era buena y, a veces, hasta resultaba sumamente penoso ver situaciones que me habían parecido tan reales cuando las escribí, deformadas en los clisés habituales de la pantalla. Me arrepentí de haber traído a Sarah, en vez de haberla llevado a cualquier otra parte. Al principio, como es natural, le había dicho: "Eso no es en modo alguno lo que yo escribí", pero no podía continuar diciéndolo todo el tiempo. Ella, en un arranque de conmiseración, me tocó el brazo, y desde ese momento permanecimos con las manos tomadas en el ademán inocente que emplean lo mismo los niños que los amantes. Súbita e inesperadamente, aunque sólo por unos minutos, la película pareció cobrar vida. Olvidé que el libreto era mío, y por una vez siquiera mis propias palabras, y me sentí sinceramente conmovido por una breve escena que transcurría en un restaurant. El amante había pedido un biftec con cebolla y la mujer titubeaba un instante en comer la cebolla porque a su marido no le gustaba el olor; el amante se sentía herido e irritado porque comprendía lo que había detrás de aquella vacilación, que le traía a las mientes el beso inevitable cuando eíla volviera a su casa. La escena había salido bien. Yo había querido dar la impresión del amor en un simple episodio de la vida cotidiana, sin retórica de acción ni de palabras, y lo había logrado. Durante unos pocos segundos me sentí feliz; aquello era escribir, lo único que realmente me interesaba en el mundo. Sentí deseos de volver inmediatamente a casa, para releer la escena. Tenía entre manos una nueva obra. ¡Qué lástima haber invitado a comer a Sarah Miles!
 Poco después, sentados a una mesa en Rule y encargada ya la comida, Sarah exclamó:
 —Había una escena que, cuando menos, está en su libro.
 —Efectivamente.
 —¿La de la cebolla?
 —Justo.
 Y en ese momento colocaron sobre la mesa un plato con cebolla. Involuntariamente, pues aquella noche no me había pasado por el espíritu desearla, pregunté:
 —Y a Henry, ¿tampoco le gusta la cebolla?
 —No puede aguantarla. Y a usted, ¿le gusta?
 —Sí.
 Entonces ella me sirvió y luego se sirvió.
 ¿Es posible enamorarse comiendo cebolla? No parece probable y sin embargo podría jurar que fue en ese mismo momento cuando me enamoré de Sarah. Claro está que no se trataba simplemente de las cebollas; era aquella sensación súbita de una mujer individual, de una franqueza que más tarde había de hacerme a menudo tan feliz y tan desgraciado.
 Avanzando la mano por debajo del mantel la puse sobre su rodilla, y en seguida vino la de ella a reunirse con la mía, manteniéndola donde estaba.
 —Es un excelente biftec —dijo; y su respuesta me sonó a poesía:
 —El mejor que he comido nunca.
 No hubo ni persecución ni seducción. Dejamos en nuestro plato la mitad del biftec, y terciada la botella de clarete, y salimos a Maiden Lane con la misma intención en el espíritu de ambos. Exactamente en el mismo lugar que la vez anterior, ante el portal y la reja, nos besamos.
 —Estoy enamorado —le dije.
 —Yo también.
 —No podemos ir a casa.
 —No.
 Tomamos un taxi junto a la estación de Charing Cross y le dije al chofer que nos llevara a Arbuckle Avenue. Tal era el nombre que habían dado entre ellos a Leinster Terrace, la fila de hoteles que bordeaba el lado de la estación de Paddington, con nombres lujosos: Ritz, Carlton y el resto. Las puertas de estos hoteles estaban abiertas siempre y se podía obtener una habitación en cualquier momento del día por una hora o dos. Hace una semana fui a echar un vistazo al lugar. La mitad de él había sido hecha añicos por las bombas, y el sitio en que hicimos el amor aquella noche era puro aire. Era el Bristol; había en el hall un helécho en maceta y una encargada de pelo azulado nos llevó al cuarto mejor, un cuarto de estilo edwardiano, con una gran cama dorada de, matrimonio, cortinas de terciopelo rojo y un espejo de cuerpo entero. (La gente que venía a Arbuckle Avenue nunca quería camas gemelas.) Recuerdo perfectamente los detalles más insignificantes: la encargada que me preguntó si pensábamos pasar la noche; los quince chelines que costaba la habitación, sólo por unas horas; la estufa eléctrica que sólo funcionaba mediante monedas de un chelín (que no teníamos ni ella ni yo), pero no recuerdo otra cosa: ni lo que hicimos ni la cara que puso Sarah esta primera vez; solamente que los dos estábamos nerviosos e hicimos el amor bastante mal.
 La cosa no tenía importancia. Lo importante era haber empezado. Entonces teníamos la vida por delante. ¡Ah!, hay también otra cosa que recordaré siempre. En la puerta misma de nuestro cuarto ("nuestro" al cabo de media hora), en el momento de besarla de nuevo y decirle lo que me repugnaba la idea de que tuviera que volver al lado de Henry, me dijo:
 —No te preocupes. Está ocupado con las viudas.
 —Me exaspera el pensar que va a besarte.
 —No lo hará. No hay nada que deteste más que la cebolla.
 La acompañé a su casa. La luz del despacho de Henry se veía por debajo de la puerta. Subimos la escalera y en su gabinete permanecimos unos instantes tomados de la mano, apretados el uno contra el otro, sin fuerzas para separarnos.
 —Henry nos habrá oído, subirá, en el momento menos pensado puede aparecer —dije.
 —Le oiríamos subir —repuso ella, y añadió con una pavorosa lucidez—: hay un peldaño que siempre cruje.
 No era hora de quitarme el abrigo. Nos besamos y en ese momento oímos el crujido del peldaño. Cuando Henry entró contemplé con tristeza la cara impasible de Sarah, que dijo:
 —Te estábamos esperando para que nos ofrecieras algo de beber.
 —Naturalmente —asintió Henry—. ¿Qué prefiere usted, Bendrix?
 Contesté que cualquier cosa, y solamente un trago, pues tenía que trabajar en casa.
 —Creía que no trabajaba usted nunca de noche.
 —¡Bah!, esto no cuenta. Es una simple reseña.
 —¿Sobre algún libro interesante?
 —No demasiado.
 —Me gustaría tener esa capacidad suya de expresar lo que siente. Sarah me acompañó hasta la puerta de calle, y allí nos besamos de nuevo. En ese instante era Henry y no Sarah quien me inspiraba simpatía. Era como si todos los hombres pasados y futuros proyectasen su sombra sobre el presente.
 —¿Qué te pasa? —me preguntó Sarah, que tenía una intuición especial para sentir lo que había detrás de un beso, el menor susurro interior.
 —Nada —repliqué—. Mañana por la mañana te telefonearé.
 —Sería mejor que yo te llamase a ti —dijo ella.
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 Cautela que no pudo menos de hacerme pensar: "¡Qué ducha debe ser en esta clase de asuntos!", y recordé el peldaño que siempre —"siempre" había sido la palabra empleada— crujía.

*Libro Primero, Capítulo VII

Graham Green
El fin de la aventura
Sur, Buenos Aires, 1979, pp. 40-43

The 100 best novels No 71 / The End of the Affair by Graham Greene (1951)
Graham Green / El fin de la aventura / Reseña de Vargas Llosa

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