viernes, 23 de agosto de 2019

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Graham Greene
LA FELICIDAD NOS ANIQUILA*


 El sentimiento de la desdicha es mucho más fácil de sobrellevar que el de la felicidad. En el sufrimiento nos parece tener conciencia de nuestra propia existencia, aunque sea en la forma de un monstruoso egotismo: este dolor mío es individual, este nervio que se retuerce es mío, me pertenece solamente a mí. La felicidad en cambio nos aniquila: perdemos nuestra identidad. Las palabras del amor humano han sido empleadas por los santos para describir su visión de Dios: de igual modo, supongo, podríamos nosotros emplear las de plegaria, meditación, contemplación, para explicar la intensidad del amor que sentimos por una mujer. También nosotros hacemos renuncia de la memoria, del entendimiento, de la inteligencia, y también sentimos la privación, la noche oscura y a veces, como compensación, una especie de paz. El acto mismo del amor ha sido descrito como la muerte chica, y también los amantes sienten a veces la paz chica. Es curioso verme escribiendo estas frases como si hubiese amado lo que en realidad odio. En ocasiones no reconozco mis propios pensamientos. ¿Qué sé yo de frases como "la noche oscura" o la plegaria, yo que sólo tengo una plegaria? Las he heredado, simplemente, como un marido a quien la muerte deja en la inútil posesión de unas ropas de mujer, de unos frascos de perfumes, de unos tarros de pomadas... Y, sin embargo, hubo esta paz...
 Tal se me aparecen hoy aquellos primeros meses de la guerra. ¿O fue una falsa paz lo mismo que una falsa guerra? Ahora parece como si hubieran tendido brazos de reposo y de seguridad sobre todos aquellos meses de incertidumbre y de espera, pero incluso la paz, supongo, debió estar veteada en aquel tiempo de malentendidos y suspicacias. Así como el primer día volví a casa con un sentimiento, no de júbilo, sino tan sólo de tristeza y de resignación, así, una y otra vez, hube de volver con la certeza de ser uno entre tantos, aunque por el instante fuera el favorito. Aquella mujer a la que quería con tal obsesión que si me despertaba por la noche inmediatamente surgía su imagen en mi espíritu, ahuyentando definitivamente el sueño, parecía consagrarme todo su tiempo. Sin embargo, yo no lograba tener confianza en ella: en el acto del amor podía sentirme seguro y dominante, pero, en cuanto me quedaba a solas, no tenía más que mirarme en el espejo para ver la duda, en la forma de un rostro con arrugas y un pie rengo. ¿Por qué yo?
 Siempre había ocasiones en que no podíamos encontrarnos, citas con el dentista o el peluquero, reuniones que tenía que dar Henry, ocasiones en que estaban juntos a solas. De nada me servía decirme que en su propio hogar no tendría la oportunidad de hacerme traición (con el egotismo de los amantes empleaba yo esta palabra con su sugestión de un deber inexistente) mientras Henry trabajaba en las pensiones de las viudas o —pues no tardaron en uncirlo a otro tema— en la distribución de las máscaras antigás y el modelo reglamentario de las fundas de cartón; pues ¿acaso no sabía yo que era posible hacer el amor en las circunstancias más peligrosas, si realmente había el deseo de hacerlo? La desconfianza crece con el éxito del amante. Precisamente la segunda vez que nos encontramos íntimamente fue en una de esas situaciones que yo había calificado de imposibles.
 Me desperté con la tristeza de su última advertencia cautelosa todavía en el oído, pero no habían pasado tres minutos de espera cuando su voz en el teléfono la disipó por entero. Ni antes ni después he conocido ninguna mujer con una capacidad semejante para cambiar de arriba abajo la atmósfera, simplemente con unas palabras por teléfono, y bastaba que entrase en la habitación o pusiera su mano sobre mi brazo para crear ese sentimiento de confianza absoluta que desaparecía en cuanto me separaba de ella.
 —¡Hola!—dijo—. ¿Estabas durmiendo?
 —No. ¿Cuándo puedo verte? ¿Esta mañana?
 —Henry está con un resfrío muy fuerte, y se ha quedado en casa.
 —Si pudieras venir aquí...
 —Tengo que quedarme para atender el teléfono.
 —¿Todo eso porque está resfriado?
 La noche anterior había sentido amistad y compasión por Henry, pero éste se había convertido ya en un enemigo odioso y grotesco, al que hay que exterminar.
 —Es que se ha quedado completamente afónico.
 Sentí un deleite maligno en lo absurdo de, su enfermedad: ¡un funcionario afónico, susurrando inútilmente sobre las pensiones de las viudas!
 —¿No hay modo alguno de que nos veamos?
 —Claro que sí.
 Por un instante el teléfono permaneció mudo y creí que habían cortado. "¡Hola, hola!", vociferé. Pero todo se había reducido a que Sarah había estado pensando cuidadosamente en la cuestión a fin de darme una contestación precisa.
 —A la una le llevaré a Henry una bandeja con la comida. En seguida podríamos tomar nosotros unos sandwiches en mi gabinete. Le diré que quieres comentar la película de anoche, o la novela que estás escribiendo.
 Y apenas cortó la comunicación cortó también el sentimiento de confianza y me dejó pensando en las veces que ya antes habría planeado las cosas de aquel mismo modo.
 Cuando llegué a su casa y toqué el timbre me sentía en el estado de ánimo de un enemigo, o de un detective, vigilando sus palabras como Parkis y su chico vigilaron sus idas y venidas pocos años más tarde; pero en cuanto se abrió la puerta se restableció la confianza.
 En aquel tiempo no se trató un instante de quién quería a quién: el deseo era mutuo y conjunto. Henry comió en su bandeja, sentado en la cama contra las dos almohadas y vestido con su batón de lana verde, mientras nosotros, en el gabinete de abajo y con la puerta entornada, hacíamos el amor sobre el duro entarimado, sin otro sostén que un simple almohadón. Llegado el momento, tuve que ponerle suavemente la mano sobre la boca, para amortiguar el extraño lamento de entrega, triste y ronco, por temor a que Henry pudiera oírlo desde arriba.
 ¡Pensar que hubo un momento en que había esperado abrir con ganzúa su cerebro! Tendido en el suelo a su lado, sin apartar los ojos de ella, como si no debiera volver a verla —su cabellera de un castaño indefinido como un charco de licor derramado, la respiración jadeante como si acabara de correr una carrera, y, semejante a una joven atleta, yaciera en el agotamiento del triunfo...
 En ese momento crujió la escalera. Durante un instante ambos permanecimos inmóviles. Los sandwiches estaban sobre la mesa, intactos, y los vasos vacíos. Sarah susurró: "Está bajando la escalera". En seguida, se sentó en un sillón, con un plato en el regazo y un vaso al lado.
 —Suponte —sugerí— que hubiese oído algo.
 —No se habría dado cuenta de lo que era.
 Debí poner cara de incredulidad, pues explicó con melancólica ternura:
 —¡Pobre Henry!, ni una sola vez ha ocurrido en estos diez años Pero, de todas maneras, no estábamos tan seguros, y permanecimos escuchando en silencio hasta que la escalera crujió de nuevo.
 Mi voz me pareció a mí mismo rajada y falsa mientras decía, quizá demasiado alto:
 —Me alegro que le gustara la escena de la cebolla.
 En ese momento, Henry se asomó por la puerta, con una bolsa de agua caliente en su funda de franela gris.
 —Hola, Bendrix —susurró.
 —No debiste haber bajado —le riñó Sarah.
 —No quería molestaros.
 —Estábamos hablando de la película de anoche.
 —Espero que no les habrá faltado nada —y echó una ojeada al clarete que me había servido Sarah—. Debiste haberle dado del 23 —protestó con su voz sorda, y se retiró silenciosamente con la bolsa de goma entre los brazos.
 —¿Te importa? —pregunté a Sarah al quedarnos solos. Pero ella sacudió la cabeza. Realmente no sabía a punto cierto lo que había querido decir con la pregunta. Quizá pensé que había podido sentir cierto remordimiento al ver a Henry; pero Sarah tenía una capacidad asombrosa para eliminar los remordimientos. A diferencia del resto de nosotros, era invulnerable al sentimiento de culpa. A su juicio, lo hecho estaba hecho; el remordimiento moría con el acto. Le habría parecido poco razonable que Henry, de habernos pescado in fraganti, se hubiera irritado por más de un instante. Dicen que los católicos quedan libertados en el confesionario de las manos muertas del pasado; en este sentido no cabe duda que se la habría podido considerar una católica nata, aunque en el fondo creía tan poco en Dios como yo. O tal pensé entonces, y me pregunto ahora.
 Si este libro mío no logra seguir un camino derecho es porque realmente me siento perdido en una región extraña, de la cual no tengo mapa alguno. A veces incluso me pregunto si nada de lo que estoy escribiendo es verdad. Aquella tarde sentía una confianza tan absoluta cuando, súbitamente, sin que yo se lo preguntara, me declaró: "Nunca he querido nada ni a nadie como te quiero a ti." Era como si, sentada en aquel sillón, con un sandwich a medio comer en la mano, se entregara tan totalmente como lo hiciera cinco minutos antes sobre el suelo. La mayoría vacilamos en hacer una afirmación tan terminante; recordamos y prevemos y dudamos. En ella no había la menor duda. Sólo el instante contaba. Se dice que la eternidad no es una extensión de tiempo sino una ausencia de tiempo, y a veces me parecía como si su abandono llegase a ese extraño punto matemático de infinitud, un punto sin dimensiones, que no ocupara espacio alguno. ¿Qué importaba el tiempo: todo ei pasado y los otros hombres que pudo de tiempo en tiempo (y aquí tropezamos de nuevo con la palabra) haber conocido, ni todo el futuro en que pudiera hacer la misma afirmación con el mismo sentimiento de verdad? Cuando le contesté que yo también la quería de ese modo, el embustero era yo y novella, pues yo jamás perdí la conciencia del tiempo: para mí el presente nunca es ahora: siempre es el año pasado o la semana que viene.
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 Ella no mentía cuando decía: "Ningún otro; eternamente." No hay contradicciones en el tiempo, eso es todo; no existen en el punto matemático. Ella tenía mucha más capacidad de amor que yo. Yo no podía bajar el telón sobre el momento, no podía olvidar y no podía no temer. Hasta en el momento del amor era como un policía acumulando pruebas respecto a un crimen que aún no había sido cometido, y cuando más de cuatro años después abrí la carta de Parkis todas las pruebas estaban allí, en mi memoria, agravando mi amargura.

*Libro Segundo, Capítulo I

Graham Green
El fin de la aventura
Sur, Buenos Aires, 1979, pp. 44-48

The 100 best novels No 71 / The End of the Affair by Graham Greene (1951)
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