Graham Greene
LA FELICIDAD NOS ANIQUILA*
El
sentimiento de la desdicha es mucho más fácil de sobrellevar que el de la
felicidad. En el sufrimiento nos parece tener conciencia de nuestra propia
existencia, aunque sea en la forma de un monstruoso egotismo: este dolor mío es
individual, este nervio que se retuerce es mío, me pertenece solamente a mí. La
felicidad en cambio nos aniquila: perdemos nuestra identidad. Las palabras del
amor humano han sido empleadas por los santos para describir su visión de Dios:
de igual modo, supongo, podríamos nosotros emplear las de plegaria, meditación,
contemplación, para explicar la intensidad del amor que sentimos por una mujer.
También nosotros hacemos renuncia de la memoria, del entendimiento, de la
inteligencia, y también sentimos la privación, la noche oscura y a veces, como compensación,
una especie de paz. El acto mismo del amor ha sido descrito como la muerte
chica, y también los amantes sienten a veces la paz chica. Es curioso verme
escribiendo estas frases como si hubiese amado lo que en realidad odio. En
ocasiones no reconozco mis propios pensamientos. ¿Qué sé yo de frases como
"la noche oscura" o la plegaria, yo que sólo tengo una plegaria? Las
he heredado, simplemente, como un marido a quien la muerte deja en la inútil
posesión de unas ropas de mujer, de unos frascos de perfumes, de unos tarros de
pomadas... Y, sin embargo, hubo esta paz...
Tal se me
aparecen hoy aquellos primeros meses de la guerra. ¿O fue una falsa paz lo
mismo que una falsa guerra? Ahora parece como si hubieran tendido brazos de
reposo y de seguridad sobre todos aquellos meses de incertidumbre y de espera,
pero incluso la paz, supongo, debió estar veteada en aquel tiempo de
malentendidos y suspicacias. Así como el primer día volví a casa con un
sentimiento, no de júbilo, sino tan sólo de tristeza y de resignación, así, una
y otra vez, hube de volver con la certeza de ser uno entre tantos, aunque por
el instante fuera el favorito. Aquella mujer a la que quería con tal obsesión
que si me despertaba por la noche inmediatamente surgía su imagen en mi espíritu,
ahuyentando definitivamente el sueño, parecía consagrarme todo su tiempo. Sin
embargo, yo no lograba tener confianza en ella: en el acto del amor podía
sentirme seguro y dominante, pero, en cuanto me quedaba a solas, no tenía más
que mirarme en el espejo para ver la duda, en la forma de un rostro con arrugas
y un pie rengo. ¿Por qué yo?
Siempre había
ocasiones en que no podíamos encontrarnos, citas con el dentista o el
peluquero, reuniones que tenía que dar Henry, ocasiones en que estaban juntos a
solas. De nada me servía decirme que en su propio hogar no tendría la
oportunidad de hacerme traición (con el egotismo de los amantes empleaba yo
esta palabra con su sugestión de un deber inexistente) mientras Henry trabajaba
en las pensiones de las viudas o —pues no tardaron en uncirlo a otro tema— en
la distribución de las máscaras antigás y el modelo reglamentario de las fundas
de cartón; pues ¿acaso no sabía yo que era posible hacer el amor en las
circunstancias más peligrosas, si realmente había el deseo de hacerlo? La
desconfianza crece con el éxito del amante. Precisamente la segunda vez que nos
encontramos íntimamente fue en una de esas situaciones que yo había calificado
de imposibles.
Me desperté
con la tristeza de su última advertencia cautelosa todavía en el oído, pero no
habían pasado tres minutos de espera cuando su voz en el teléfono la disipó por
entero. Ni antes ni después he conocido ninguna mujer con una capacidad
semejante para cambiar de arriba abajo la atmósfera, simplemente con unas palabras
por teléfono, y bastaba que entrase en la habitación o pusiera su mano sobre mi
brazo para crear ese sentimiento de confianza absoluta que desaparecía en
cuanto me separaba de ella.
—¡Hola!—dijo—. ¿Estabas durmiendo?
—No. ¿Cuándo
puedo verte? ¿Esta mañana?
—Henry está
con un resfrío muy fuerte, y se ha quedado en casa.
—Si pudieras
venir aquí...
—Tengo que
quedarme para atender el teléfono.
—¿Todo eso
porque está resfriado?
La noche
anterior había sentido amistad y compasión por Henry, pero éste se había
convertido ya en un enemigo odioso y grotesco, al que hay que exterminar.
—Es que se ha
quedado completamente afónico.
Sentí un
deleite maligno en lo absurdo de, su enfermedad: ¡un funcionario afónico,
susurrando inútilmente sobre las pensiones de las viudas!
—¿No hay modo
alguno de que nos veamos?
—Claro que
sí.
Por un
instante el teléfono permaneció mudo y creí que habían cortado. "¡Hola,
hola!", vociferé. Pero todo se había reducido a que Sarah había estado
pensando cuidadosamente en la cuestión a fin de darme una contestación precisa.
—A la una le
llevaré a Henry una bandeja con la comida. En seguida podríamos tomar nosotros
unos sandwiches en mi gabinete. Le diré que quieres comentar la película de
anoche, o la novela que estás escribiendo.
Y apenas
cortó la comunicación cortó también el sentimiento de confianza y me dejó
pensando en las veces que ya antes habría planeado las cosas de aquel mismo
modo.
Cuando llegué
a su casa y toqué el timbre me sentía en el estado de ánimo de un enemigo, o de
un detective, vigilando sus palabras como Parkis y su chico vigilaron sus idas
y venidas pocos años más tarde; pero en cuanto se abrió la puerta se
restableció la confianza.
En aquel
tiempo no se trató un instante de quién quería a quién: el deseo era mutuo y
conjunto. Henry comió en su bandeja, sentado en la cama contra las dos
almohadas y vestido con su batón de lana verde, mientras nosotros, en el
gabinete de abajo y con la puerta entornada, hacíamos el amor sobre el duro
entarimado, sin otro sostén que un simple almohadón. Llegado el momento, tuve
que ponerle suavemente la mano sobre la boca, para amortiguar el extraño
lamento de entrega, triste y ronco, por temor a que Henry pudiera oírlo desde
arriba.
¡Pensar que
hubo un momento en que había esperado abrir con ganzúa su cerebro! Tendido en
el suelo a su lado, sin apartar los ojos de ella, como si no debiera volver a
verla —su cabellera de un castaño indefinido como un charco de licor derramado,
la respiración jadeante como si acabara de correr una carrera, y, semejante a
una joven atleta, yaciera en el agotamiento del triunfo...
En ese
momento crujió la escalera. Durante un instante ambos permanecimos inmóviles.
Los sandwiches estaban sobre la mesa, intactos, y los vasos vacíos. Sarah
susurró: "Está bajando la escalera". En seguida, se sentó en un
sillón, con un plato en el regazo y un vaso al lado.
—Suponte
—sugerí— que hubiese oído algo.
—No se habría
dado cuenta de lo que era.
Debí poner
cara de incredulidad, pues explicó con melancólica ternura:
—¡Pobre
Henry!, ni una sola vez ha ocurrido en estos diez años Pero, de todas maneras,
no estábamos tan seguros, y permanecimos escuchando en silencio hasta que la
escalera crujió de nuevo.
Mi voz me
pareció a mí mismo rajada y falsa mientras decía, quizá demasiado alto:
—Me alegro
que le gustara la escena de la cebolla.
En ese
momento, Henry se asomó por la puerta, con una bolsa de agua caliente en su
funda de franela gris.
—Hola,
Bendrix —susurró.
—No debiste
haber bajado —le riñó Sarah.
—No quería
molestaros.
—Estábamos
hablando de la película de anoche.
—Espero que
no les habrá faltado nada —y echó una ojeada al clarete que me había servido
Sarah—. Debiste haberle dado del 23 —protestó con su voz sorda, y se retiró
silenciosamente con la bolsa de goma entre los brazos.
—¿Te importa?
—pregunté a Sarah al quedarnos solos. Pero ella sacudió la cabeza. Realmente no
sabía a punto cierto lo que había querido decir con la pregunta. Quizá pensé
que había podido sentir cierto remordimiento al ver a Henry; pero Sarah tenía
una capacidad asombrosa para eliminar los remordimientos. A diferencia del
resto de nosotros, era invulnerable al sentimiento de culpa. A su juicio, lo
hecho estaba hecho; el remordimiento moría con el acto. Le habría parecido poco
razonable que Henry, de habernos pescado in fraganti, se hubiera irritado por
más de un instante. Dicen que los católicos quedan libertados en el
confesionario de las manos muertas del pasado; en este sentido no cabe duda que
se la habría podido considerar una católica nata, aunque en el fondo creía tan
poco en Dios como yo. O tal pensé entonces, y me pregunto ahora.
Si este libro
mío no logra seguir un camino derecho es porque realmente me siento perdido en
una región extraña, de la cual no tengo mapa alguno. A veces incluso me
pregunto si nada de lo que estoy escribiendo es verdad. Aquella tarde sentía
una confianza tan absoluta cuando, súbitamente, sin que yo se lo preguntara, me
declaró: "Nunca he querido nada ni a nadie como te quiero a ti." Era
como si, sentada en aquel sillón, con un sandwich a medio comer en la mano, se
entregara tan totalmente como lo hiciera cinco minutos antes sobre el suelo. La
mayoría vacilamos en hacer una afirmación tan terminante; recordamos y prevemos
y dudamos. En ella no había la menor duda. Sólo el instante contaba. Se dice
que la eternidad no es una extensión de tiempo sino una ausencia de tiempo, y a
veces me parecía como si su abandono llegase a ese extraño punto matemático de
infinitud, un punto sin dimensiones, que no ocupara espacio alguno. ¿Qué
importaba el tiempo: todo ei pasado y los otros hombres que pudo de tiempo en
tiempo (y aquí tropezamos de nuevo con la palabra) haber conocido, ni todo el
futuro en que pudiera hacer la misma afirmación con el mismo sentimiento de
verdad? Cuando le contesté que yo también la quería de ese modo, el embustero
era yo y novella, pues yo jamás perdí la conciencia del tiempo: para mí el
presente nunca es ahora: siempre es el año pasado o la semana que viene.
Ella no
mentía cuando decía: "Ningún otro; eternamente." No hay
contradicciones en el tiempo, eso es todo; no existen en el punto matemático.
Ella tenía mucha más capacidad de amor que yo. Yo no podía bajar el telón sobre
el momento, no podía olvidar y no podía no temer. Hasta en el momento del amor
era como un policía acumulando pruebas respecto a un crimen que aún no había
sido cometido, y cuando más de cuatro años después abrí la carta de Parkis
todas las pruebas estaban allí, en mi memoria, agravando mi amargura.
Graham Green
El fin de la aventura
Sur, Buenos Aires, 1979, pp. 44-48
The 100 best novels No 71 / The End of the Affair by Graham Greene (1951)
Graham Green / El fin de la aventura / Reseña de Vargas Llosa
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