Camino de su trabajo, Rick Deckard, como sabe Dios cuántas otras personas
solían hacer, se detuvo un momento ante una de las mayores tiendas de animales
de San Francisco. En el centro del escaparate, a lo largo de toda la manzana, había
un avestruz dentro de una caja de plástico transparente y calentada. Según la
placa-informe de la caja, acababa de llegar del zoológico de Cleveland. Era el único
avestruz de la Costa Oeste. Después de contemplarlo, Rick permaneció unos
minutos mirando el precio con expresión sombría. Luego se dirigió hacia la Corte
de Justicia de la calle Lombard, adonde llegó con un cuarto de hora de retraso.
Mientras abría la puerta de su despacho, su jefe, el Inspector de Policía Harry
Bryant, lo llamó. Tenía la cara roja, orejas salientes e iba vestido descuidadamente;
sus ojos revelaban perspicacia y conciencia de casi todo lo que tenía importancia.
—Lo espero a las nueve y media en el despacho de Dave Holden —el
inspector hojeaba rápidamente los papeles de copia mecanografiados que llevaba
sujetos a una tablilla—Holden está en el Horpital Mount Zion con una herida de
láser en la columna. Tiene por lo menos para un mes, hasta que consigan una de
esas nuevas secciones plásticas de columna.
—¿Qué ocurrió? —preguntó Rick, pasmado. El día anterior el jefe de
cazadores de bonificaciones del departamento estaba perfectamente. Al terminar la
jornada había partido en su coche aéreo, como de costumbre, a su piso situado en
Nob Hill, la populosa zona de mayor prestigio de la ciudad.
Bryant murmuró algo por encima del hombro acerca de las nueve y media en
el despacho de Dave, y abandonó a Rick. Y cuando éste entró en el suyo, escuchó la
voz de su secretaria, Ann Marsten, a su espalda.
—¿Sabe qué le ocurrió al señor Holden, señor Deckard? Le dispararon —
siguió a su jefe al interior del despacho, encerrado y repleto, y puso en marcha la
unidad de filtrado del aire.
—Sí —respondió él, ausente.
—Habrá sido uno de esos nuevos andrillos superinteligentes que está
fabricando la Rosen Association —dijo la señorita Marsten—¿Ha leído el folleto de
la compañía y el manual de instrucciones? El cerebro Nexus-6 que emplean tiene
dos trillones de elementos y puede seleccionar diez millones de caminos neurales
distintos —bajó la voz—¿No le han dicho nada de la llamada de esta mañana? La
señorita Wild me contó: exactamente a las nueve.
—¿Alguien llamó aquí? —preguntó Rick.
—No —respondió la señorita Marsten—El señor Bryant llamó a la WPO, en
Rusia, y les preguntó si estaban dispuestos a enviar una protesta formal por escrito
al representante en el este de la Rosen Association.
—¿Todavía quiere Harry que retiren del mercado la unidad cerebral Nexus¿?
—no le extrañaba; desde la presentación de sus características y estudios de
rendimiento en agosto de 1991, la mayoría de las agencias policiales que se
ocupaban de androides fugados estaba protestando—La policía soviética no puede
hacer más que nosotros —dijo; legalmente, los fabricantes del Nexus-6 estaban
amparados por las disposiciones coloniales, puesto que su casa matriz estaba en
Marte—Mejor sería aceptar la nueva unidad como un hecho consumado. Siempre
ha ocurrido lo mismo con cada unidad cerebral mejorada. Recuerdo los aullidos de
sufrimiento ciando la gente de Sudermann presentó el viejo T-14 en el 89. Todas las
policías del hemisferio occidental gimieron que ningún test podía detectar su
presencia en caso de entrada ilegal. Y en verdad durante un tiempo fue así.
Más de cincuenta androides T-14, según recordaba, habían conseguido llegar
a la Tierra de una u otra manera, sin ser detectados durante un año entero, en
algunos casos. Pero luego el Instituto Pavlov, de la Unión Soviética, creó un test de
empatía de Voigt; y ningún androide T-14, por lo que se sabía, había logrado
burlarlo.
—¿Quiere saber lo que ha dicho la policía rusa? —preguntó la señorita
Marsten—También lo sé —su cara pecosa y anaranjada resplandecía.
—Se lo preguntaré a Harry Bryant —respondió Rick, irritado. Los chismes le
desagradaban porque siempre eran más precisos que la verdad. Se sentó ante su
mesa y deliberadamente se puso a buscar algo en un cajón. La señorita Marsten
comprendió la insinuación y se retiró.
Rick extrajo un viejo y arrugado sobre de papel de manila. Se echó atrás en su
sillón de estilo importante, y hurgó en su contenido hasta que encontró lo que
buscaba: los datos existentes sobre el Nexus-6.
Un momento de lectura justificó la afirmación de la señorita Marsten: el
Nexus-6 poseía efectivamente los dos trillones de elementos, así como la
posibilidad de optar entre diez millones de combinaciones de actividad cerebral.
En 45 centésimas de segundo un androide equipado con esa estructura cerebral
podía asumir una cualquiera entre catorce actitudes de reacción. En otras palabras,
los androides con la nueva unidad cerebral Nexus-6 —desde un punto de vista
pragmático y nada disparatado— sobrepasaban a una considerable porción de la
humanidad, aunque fueran los del nivel inferior. Para bien o para mal. En algunos
casos los criados superaban a los amos. Pero había nuevos criterios, por ejemplo el
test de empatía de Voigt-Kampff. Un androide, por dotado que estuviera en cuanto
a capacidad intelectual pura, no podía encontrar el menor sentido en la fusión que
experimentaban rutinariamente los seguidores del Mercerismo, y que tanto él
mismo como prácticamente todo el mundo, incluso los cabezas de chorlito
subnormales, lograban sin dificultad.
Se había preguntado, como casi todos en un momento u otro, por qué
precisamente los androides se agitaban impotentes al afrontar el test de medida de
la empatía. Era obvio que la empatía sólo se encontraba en la comunidad humana,
en tanto que se podía hallar cierto grado de inteligencia en todas las especies, hasta
en los arácnidos. Probablemente la facultad empática exigía un instinto de grupo
sin cortapisas. A un organismo solitario, como una araña, de nada podía servirle.
Incluso podía limitar su capacidad de supervivencia, al tornarla consciente del
deseo de vivir de su presa. Y en ese caso, todos los animales de presa, incluso los
mamíferos muy desarrollados, como los gatos, morirían de hambre.
En una ocasión había pensado que la empatía estaba reservada a los
herbívoros o a los omnívoros capaces de prescindir de la carne. En última
instancia, la empatía borraba las fronteras entre el cazador y la víctima, el vencedor
y el derrotado. Como en el caso de la fusión con Mercer, todos ascendían juntos y
una vez terminado el ciclo, juntos caían en el abismo del mundo-tumba.
Curiosamente, esto parecía una especie de seguro biológico, aunque de doble filo.
Si alguna criatura experimentaba alegría, la condición de todas las demás incluía
un fragmento de alegría. Y si algún ser humano sufría, ningún otro podía eludir
enteramente el dolor. De este modo, un animal gregario como el hombre podía
adquirir un factor de supervivencia más elevado; un búho o una cobra sólo podían
destruirse.
Evidentemente, el robot humanoide era un cazador solitario.
A Rick le gustaba pensar así: su trabajo se tornaba más aceptable. Si retiraba
—o sea, mataba— a un andrillo, no violaba la regla vital establecida por Mercer.
Sólo matarás a los Asesinos, había dicho Mercer el año en que las cajas de empatía
aparecieron en la Tierra. Y en el Mercerismo, a medida que se desarrollaba hasta
construir una teología completa, el concepto de los que matan, los Asesinos, había
crecido insidiosamente. En el Mercerismo, un mal absoluto tironeaba el
deshilachado manto del anciano que subía, vacilante; pero no se sabía quién ni qué
era esa presencia maligna. Un merceriano sentía el mal sin comprenderlo. De otro
modo, un merceriano era libre de situar la presencia nebulosa de los Asesinos
donde le parecía más conveniente. Para Rick Deckard, un robot humanoide
fugitivo, equipado con una inteligencia superior a la de muchos seres humanos,
que hubiera matado a su amo, que no tuviera consideración por los animales ni
fuera capaz de sentir alegría empática por el éxito de otra forma de vida, ni dolor
por su derrota, era la síntesis de los Asesinos.
Pensar en los animales le trajo el
recuerdo del avestruz que había visto en la tienda. Apartó por el momento la
información referente a la unidad cerebral Nexus-6, tomó una pulgada de rapé del
señor Siddon, números 3 y 4, y reflexionó. Luego consultó su reloj y, viendo que
tenía tiempo, cogió el videófono de su mesa y pidió a su secretaria:
—Con la tienda de animales Happy Dog, de la calle Sutter.
—Sí, señor —respondió la señorita Marsten, abriendo la agenda.
No pueden pedir tanto por ese avestruz, se dijo Rick. Esperan que uno
regatee, como en los viejos tiempos.
—Happy Dog —declaró una voz masculina. En la pantalla apareció una
diminuta cara feliz. Se oían chillidos de animales.
—Ese avestruz que está en el escaparate —empezó Rick, que jugaba con su
cenicero de cerámica—¿Cuál debería ser el pago inicial?
—Un segundo —dijo el vendedor de animales, buscando bloc y bolígrafo—La
tercera parte del total —reflexionó—¿Puedo preguntarle, señor, si piensa ofrecer
algún animal como parte de pago?
Cautelosamente, Rick respondió:
—Aún no lo he decidido.
—Podríamos vender ese avestruz a treinta meses —dijo el comerciante—Con
un interés muy bajo, el seis por ciento mensual. Por lo tanto, con un pago inicial
razonable, las cuotas serían de...
—Baje el precio —dijo Rick—Si le quita dos mil no habrá pago a crédito,
pagaré en efectivo. —Dave Holden está fuera de juego, pensó. Eso podría significar
mucho..., según la cantidad de misiones que aparezcan el mes próximo.
—Señor —repuso el vendedor de animales—, nuestro precio está mil dólares
por debajo del corriente. Consulte su Sidney. Esperaré. Deseo que vea por usted
mismo que el precio es el correcto.
Dios mío, pensó Rick. Se mantiene firme. Sin embargo, por no dar su brazo a
torcer, extrajo del bolsillo el Sidney plegado, y buscó Avestruz coma machohembra, joven-viejo, sano-enfermo, perfecto-con fallas, y examinó los precios.
—Perfecto, macho, joven, sano —informó el hombre—.
Treinta mil dólares —también él tenía el Sidney a la vista—Estamos
exactamente mil dólares por debajo. Entonces, el pago inicial...
—Lo pensaré —interrumpió Rick—, y volveré a llamar.
—¿... su nombre, señor? —preguntó el vendedor vivamente.
—Frank Merriwell —dijo Rick.
—Y su dirección, señor Merriwell. Por si no me encontrara cuando llame...
Inventó una dirección y colgó el videófono. Cuánto dinero, pensó. Y sin
embargo, la gente los compra. Hay quien tiene esas cantidades... Cogió
nuevamente el aparato y dijo con dureza:
—Una línea exterior, señorita Marsten. Y no escuche la conversación; es
confidencial —la miró severamente.
—Sí, señor —replicó la secretaria—Puede llamar —se retiró del circuito y dejó
que él enfrentara solo el mundo exterior.
Rick llamó de memoria al número de la tienda de animales falsos donde
había comprado su falsa oveja. En la pequeña pantalla apareció un hombre vestido
de veterinario.
—Doctor McRae.
—Soy Deckard. ¿Cuánto vale un avestruz eléctrico?
—Diría que algo menos de ochocientos dólares. ¿Cuándo lo quiere? Habrá
que hacerlo especialmente, no tenemos muchos pedidos...
—Lo llamaré más tarde —repuso Rick, y al mirar su reloj descubrió que eran
ya las nueve y media—Hasta luego —colgó deprisa, se puso en pie y muy pronto
se hallaba ante la puerta del despacho del inspector Bryant. Pasó junto a la
recepcionista, atractiva, con trenzas de pelo plateado hasta la cintura, y a la
secretaria del inspector, un antiguo monstruo de las ciénagas jurásicas, taimada y
glacial, semejante a una aparición del mundo-tumba. Ninguna de las mujeres le
habló, ni él a ellas. Abrió la puerta interior y saludó a su superior, que
videofoneaba. Se sentó, con las informaciones sobre Nexus-6, que había llevado
consigo, y las releyó.
Se sentía deprimido. Y sin embargo, dado el descanso forzoso de Dave, lo
natural habría sido que estuviese al menos secretamente complacido.
*Titulo inventado para el tercer capítulo de la novela.
*Titulo inventado para el tercer capítulo de la novela.
Philip K. Dick
¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?
Edhasa, 2008, pp. 45 - 54
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