sábado, 24 de agosto de 2019

Casa de citas / Graham Greene / Preferiría estar muerto

Julianne Moore (Sara Miles) y Ralph Fiennes (Maurice Bendrix)
El fin de la aventura

Graham Greene
PREFERIRÍA ESTAR MUERTO*


 "Querido señor: —comenzaba la carta—. Celebro poder informarle que yo y mi chico hemos entrado en contacto con la criada del Nº 17. Esto ha permitido a la investigación ir más de prisa, ya que a veces puedo echar un vistazo a la agenda de compromisos y también registrar todos los días el cesto de los papeles, obteniendo así indicios como el documento que incluyo y que le agradeceré me devuelva con las observaciones del caso. La persona en cuestión también lleva un diario desde hace algunos años, pero la doméstica, a la que para mayor seguridad me referiré en lo sucesivo como "mi amigo", no me ha dejado aun consultarlo, pues la persona lo guarda bajo llave, circunstancia que quizá pueda parecer un tanto sospechosa. Aparte del importante documento adjunto, la persona parece pasar gran parte de su tiempo en no cumplir con los compromisos que figuran en la agenda, la que puede ser considerada como una pantalla, dicho sea sin el menor deseo de pensar mal ni de parecer predispuesto en contra en una investigación de este orden, donde la verdad es lo único que importa en beneficio de todos los interesados."
 No es la tragedia lo único que nos hiere: lo grotesco tiene también sus armas, ignominiosas y ridiculas. Hubo momentos en que sentí deseos de estrujar los informes evasivos e inútiles de Mr. Parkis y de hacérselos tragar en presencia misma de su chico. Era como si en mi propósito de atrapar a Sarah (pero ¿con qué finalidad? ¿Para hacer daño a Henry o a mí mismo?) hubiera dejado a un payaso entrar dando volteretas en nuestra intimidad. Intimidad: la palabra misma olía a informe de Mr. Parkis. ¿No escribió una vez: "Aunque no tengo ninguna prueba directa de qué haya habido realmente intimidades en Cedar Road 16, la persona mostraba un propósito evidente de engañar"? Pero esto fue más adelante. Por el actual informe lo único nuevo que supe era que en dos ocasiones Sarah, que, según la agenda, tenía cita con el dentista y con la modista, no había acudido a ellas, si es que realmente habían existido, escapando así a Mr. Parkis. En seguida, al dar vuelta a la última página dei informe, escrito con tinta violeta y la letra menudita de Mr. Parkis, en papel barato de block, vi la letra clara y resuelta de Sarah. No creí que la reconocería tan súbitamente al cabo de casi dos años.
 Era sólo un pedazo de papel prendido con un alfiler al dorso de la última página y aparecía marcado con una gran A en lápiz rojo. Debajo de la A, Mr. Parkis había escrito: "Importante, para posibles actuaciones ulteriores, que todas las pruebas documentales sean devueltas para su archivación." El pedazo había sido rescatado del cesto de papeles y alisado cuidadosamente, como habría podido hacerlo la mano de un amante. Y seguramente debía estar dirigido a un amante: "No necesito escribirte ni hablarte, tú lo sabes todo de antemano, sin que yo lo diga; pero cuando se ama, se siente la necesidad de utilizar todos los medios que se han venido utilizando. Sé que estoy empezando a amar, pero desearía ya abandonarlo todo, todo lo que no eres tú, y únicamente el temor y la costumbre me lo impiden. Querido..." Esto era todo. Aquello me miraba descaradamente desde el papel, haciéndome sentir hasta qué punto había olvidado cada línea de las notas que en otro tiempo me dirigiera. ¿Acaso no las habría conservado de haber declarado en alguna de ellas su amor tan abiertamente como en ésta, en lugar de haberme escrito siempre "entre líneas", como ella decía, sin duda por temor a que no las guardara con el cuidado debido? Pero este amor de ahora había hecho saltar la jaula de las líneas. No había podido resignarse a permanecer encerrado entre ellas. Había una palabra convenida, de cifra secreta, que recordaba: "cebollas". Esta palabra representaba cautamente en nuestra correspondencia la pasión. El amor era designado como "cebollas"; incluso hacer el amor era "cebollas". "Desearía ya abandonarlo todo, todo lo que no eres tú..." y las "cebollas", pensé con rencor, las cebollas: tal habría sido el estilo en mi tiempo.
 Escribí "sin comentarios" al pie del pedazo de papel, lo metí en un sobre y se lo devolví a Mr. Parkis; pero cuando me desperté por la noche pude recitarme de memoria el párrafo entero y la palabra "abandonarlo" tomó a mis ojos las más diversas imágenes físicas. Acostado, sin poder dormir, un recuerdo tras otro me aguijaban, llenándome de odio y de deseos: su cabellera esparcida sobre el piso y el escalón crujiente, un día en el campo, tendidos en el fondo de una zanja invisible desde el camino, en que se veía a través de la fronda de sus cabellos el rebrillar de la escarcha sobre el suelo duro y un tractor que a nuestro lado pasó en el momento mismo del espasmo sin que el conductor volviera un instante la cabeza hacia nosotros. ¿Por qué el odio no matará el deseo? Habría dado cualquier cosa por dormirme. El pensar siquiera en la posibilidad de un sustitutivo habría sido comportarme como un colegial. Pero tiempo hubo en que traté de encontrar un sustitutivo y no sirvió de nada.
 Sarah y yo solíamos tener largas discusiones sobre los celos. Yo me sentía celoso hasta del pasado, al que ella se refería francamente a medida que iba saliendo a la superficie: aventuras sin significación (salvo quizá la del deseo inconsciente de obtener aquel espasmo final que Henry desgraciadamente no había conseguido proporcionarle). Sarah era tan leal con sus amantes como lo era con Henry, pero lo que debería haberme servido de consuelo (pues indudablemente también sería leal conmigo) no hacía sino irritarme. En un tiempo solía reírse de mi irritación, negándose simplemente a creer en su propia belleza, y me irritaba también que no tuviera celos de mi pasado, ni de mi futuro posible. Yo no admitía que el amor pudiera adoptar otra forma que el mío: medía el amor por la magnitud de mis celos, y desde luego, con arreglo a esta norma, resultaba que no me quería lo más mínimo.
 Las discusiones seguían siempre el mismo patrón y, si me refiero a una ocasión en particular, es porque esta vez terminó en acción, una acción estúpida que no condujo a nada, como no fuera a esta duda que me asalta siempre que me pongo a escribir, la sensación de que quizá era ella y no yo quien tenía razón.
 Recuerdo que esta vez le dije acerbamente:
 —Esta es la consecuencia de tu anterior frigidez. Las mujeres frígidas nunca son celosas; simplemente porque no logran compartir la emoción ajena.
 Me irritó que no intentara defenderse.
 —Es posible que tengas razón —asintió—. Yo lo único que deseo es que seas feliz. No quiero verte descontento. Admito, pues, todo lo que pueda hacerte feliz.
 —Lo que deseas es un pretexto. Si me acuesto con otra mujer, razón para que tú, por tu parte, te acuestes con quien te parezca, ¿no es así?
 —No hay tal cosa. Lo que deseo es verte feliz, eso es todo.
 —¿Incluso me ayudarías, si viniera al caso?
 —Quizá.
 La inseguridad es lo peor que puede sentir un amante. A veces, hasta el matrimonio más rutinario y sin deseo es preferible. La inseguridad tuerce el sentido de todo y envenena la confianza. En una ciudad acosada cada centinela es un traidor en potencia. Ya en los tiempos anteriores a Mr. Parkis me había esforzado en desenmascararla y más de una vez la pillé en pequeños embustes y en evasivas que en realidad no significaban sino el temor que me tenía.
 Yo agrandaba las mentiras e infidelidades, y aun en las palabras más evidentes me empeñaba en leer un sentido oculto. Pues la simple idea de que otro hombre pudiese tocarla me era ya insoportable. Lo temía de continuo y el movimiento más casual de sus manos cuando,hablaba con otros hombres me parecía intencionado y revelador de una secreta intimidad.
 —¿Y tú, no preferirías también verme feliz que desgraciada? —me preguntó, con una lógica intolerable.
 —Preferiría estar muerto o verte muerta —afirmé— antes que con otro hombre. Yo soy un ser normal y quiero como los seres humanos. Pregunta a cualquiera. Todos te dirán lo mismo... si realmente están enamorados. Todos los enamorados son celosos.
 Estábamos en mi cuarto. Habíamos venido a una hora prudente del día, una tarde de fines de primavera, para hacer el amor; por una vez teníamos varias horas por delante, y he aquí que, en vez de hacer eí amor, malgastaba el tiempo en pelearme con ella. Sarah se sentó en la cama y dijo:
 —Lo siento. No quería irritarte. Supongo que tienes razón.
 Pero yo no me di por contento. En aquel momento la odiaba y deseaba creer que ella no me quería; deseaba eliminarla a toda costa de mi organismo. ¿Qué agravio, me pregunto ahora, podía constituir el que me amara o no? Me había sido fiel durante casi un año, me había dado más placer del que habría podido esperar razonablemente, había sobrellevado mis malos humores, y ¿qué le había dado yo en cambio aparte de algunos momentos fugaces de placer? Yo había entrado en esta aventura con los ojos bien abiertos, sabiendo que algún día tenía que terminar, y sin embargo, cuando la sensación de inseguridad, la creencia lógica en el futuro inevitable me envolvía como una ola de melancolía, no se me ocurría otra cosa que hostigarla y molestarla, como si quisiera apresurar el porvenir, franquearle ya la entrada, a manera de un huésped prematuro y temido. Mi amor y mi temor hadan las veces de conciencia. Si los dos hubiéramos creído en el pecado, apenas nos habríamos conducido de otro modo.
 —Tú misma tendrías celos de Henry —aseguré.
 —De ninguna manera. No seas absurdo.
 —Si vieses tu matrimonio en peligro...
 —Mal podría estarlo —replicó frunciendo el ceño.
 Inmediatamente tomé su respuesta como un insulto y, sin decir palabra, bajé la escalera y salí a la calle. ¿Será éste el final?, me preguntaba, haciéndome la escena a mí mismo. No hay que volver atrás. Si puedo eliminarla de mi organismo, no me será difícil hacer un matrimonio de amistad, bien tranquilo. Quizá entonces, como nó estaré bastante enamorado, no me sentiré celoso y viviré seguro. Y mi compasión de mí mismo y mi odio iban dé la mano a través del prado comunal, ya en la penumbra del crepúsculo, como idiotas sin guardián.
 Cuando empecé a escribir dije que ésta era una historia de odio, pero no estoy convencido de que así sea. Acabo de levantar mis ojos del papel y he visto mi propio rostro en un espejo cercano a mi escritorio y no he podido menos de pensar: ¿tiene el odio realmente este semblante? Pues me trajo a las mientes la cara que todos hemos visto en la niñez, devolviéndonos nuestra imagen desde el cristal del escaparate de la tienda, las facciones empañadas por nuestro aliento, mientras miramos con un tal deseo las cosas brillantes e inasequibles que contiene.
 Debió ser en mayo de 1940 cuando tuvo lugar esta discusión. La guerra nos había ayudado en cierto sentido, y de ahí que haya llegado a considerar la guerra como un cómplice inseguro y mal afamado de nuestra aventura. (Deliberadamente solía poner bajo mi lengua la soda cáustica de esta palabra", "aventura", con su insinuación de un comienzo y un final). Supongo que Alemania, por aquella época, había invadido los Países Bajos. La primavera tenía como un cadáver el olor dulzón de la ruina inminente, pero sólo dos hechos tenían importancia en aquel momento para mí: Henry había sido trasladado a Previsión Social y trabajaba hasta tarde; mi patrona se había mudado al sótano por temor a los bombardeos y ya no espiaba el piso de arriba por encima de la barandilla, en acecho de los visitantes indeseables. Mi vida no había sufrido la menor alteración, a causa de mi cojera (tengo un pie ligeramente más corto que el otro como resultado de un accidente de la niñez) sólo cuando comenzaron los bombardeos me sentía en el deber de actuar como guarda. Por el momento era como si hubiese vivido al margen de la guerra.
 Aquella tarde, al llegar a Piccadilly, me sentía desbordar aun de odio y de desconfianza. Sentía la necesidad a toda costa de hacer sufrir a Sarah. Pensé en llevarme a casa a una mujer cualquiera, para acostarme con ella en la misma cama en que había hecho el amor con Sarah; era como si supiese que el único modo de hacerle daño a ella era hacerme daño a mí mismo. En aquel momento las calles estaban sombrías y quietas, aunque en el cielo sin luna se movían de un lado a otro los rayos de los reflectores y se podía oír el zumbido de los cazas nocturnos. No se distinguían las caras de las mujeres de pie en las puertas de las casas y a la entrada de lo refugios todavía no utilizados.
 Tenían que hacer señales con sus linternas eléctricas como gusanos de luz. Durante todo el trayecto de Sackville Street arriba las lucesitas se encendían y se apagaban de continuo. Involuntariamente me pregunté qué estaría haciendo Sarah. ¿Se habría ido a casa o estaría esperando mi posible regreso?
 Una mujer encendió un instante su linterna y me preguntó:
 —¿Vienes conmigo, buen mozo?
 Sacudí negativamente la cabeza y seguí andando. Un poco más arriba de la calle había una muchacha hablando con un hombre. Como iluminara su rostro para que él la viera alcancé a distinguir una criatura joven, morena, todavía no echada a perder: un animal que aún no se daba cuenta de su cautiverio. Pasé de largo, pero a los pocos pasos volví hacia ella, en el momento en que el hombre la dejaba.
 —¿Un trago? —le pregunté.
 —¿Y luego, vendrás conmigo a casa?
 —Sí.
 —En ese caso tomemos antes un trago, si quieres, pero que sea de prisa.
 Entramos en el bar al extremo de la calle y pedí dos whiskys, pero mientras ella bebía el suyo apenas si pude ver su cara a causa de la de Sarah. Era más joven que Sarah, por los diecinueve, más bonita incluso se habría dicho, menos echada a perder, pero simplemente porque había menos que echar a perder. Al cabo de un instante comprendí que su compañía me era tan indiferente como la de un perro o un gato. Me contó que tenía un departamento precioso en un último piso, unas pocas casas más abajo, el monto del alquiler, la edad que tenía, dónde había nacido y que había trabajado en un café todo un año. Me aseguró que no se iba ni mucho menos con cualquiera, pero que en seguida se daba uno cuenta de que yo era un caballero. Me dijo que tenía un canario llamado Jones, nombre de la persona que se lo había regalado y que era muy difícil obtener hierba cana en Londres. Yo pensaba: si Sarah está aún en mi cuarto podría telefonearle. Me pareció oír a la muchacha rogarme que, si yo tenía un jardín, no me olvidara de su canario: "¿No le parecerá a usted mal que se lo pida, verdad?"
 Mirándola por encima de mi vaso de whisky pensé qué extraño era que no sintiese por ella el menor deseo. Era como si, de repente, después de todos los años anteriores de promiscuidad, hubiese crecido. Mi pasión por Sarah había extinguido para siempre lo que sólo era lujuria. Nunca ya podría volver a gozar con una mujer a la que no quisiera.
 Sin embargo, indudablemente, no era el amor lo que me había traído a aquel bar; todo el tiempo, desde que salía de mí casa, había venido diciéndome que era el odio, como me lo digo aún, al escribir ahora sobre ella, tratando de sacármela de mis adentros para siempre, pues a menudo me he dicho también que si ella se moría, podría olvidarla fácilmente.
 Salí del bar, dejando a la muchacha con su whisky todavía por terminar y un billete de una libra, para consuelo de su dignidad profesional, y caminé por New Burlington Street arriba hasta un teléfono público. Como no llevaba linterna conmigo tuve que encender fósforo tras fósforo hasta poder marcar el número entero. En seguida oí el tono de llamada y pude imaginarme el.teléfono sobre mi escritorio y el número exacto de los pasos que tendría que dar Sarah para llegar a él, si estaba sentada en un sillón o echada sobre la cama. No obstante, lo dejé sonar medio minuto en el cuarto vacío. Luego telefonee a casa de ella y la criada me dijo que aún no había vuelto.
 La vi en pensamiento atravesando el prado en medio de la oscuridad, lo que no dejaba de ser un poco expuesto en aquellas tiempos. Consultando mi reloj pensé que, de no haber sido un idiota, aún habríamos podido pasar tres horas juntos. Me volví a casa, solo, y traté de leer un libro, pero todo el tiempo estaba con un oído en el teléfono, al que nadie llamó. Mi orgullo me impidió telefonear de nuevo a Sarah. Al fin me fui a la cama y tomé una dosis doble de soporífero, de modo que lo primero que oí por la mañana fue la voz de Sarah en el teléfono, hablándome como si tal cosa. Fue de nuevo una paz perfecta hasta que mi demonio, sugiriéndome que aquellas tres horas perdidas no tenían para ella la menor importancia, me hizo colgar bruscamente el auricular.
 Nunca he comprendido por qué mucha gente que admite la enorme improbabilidad de un Dios personal se resiste a admitir un demonio personal. ¡He conocido tan íntimamente la manera con que este demonio actúa en mi imaginación! Ninguna afirmación de Sarah pudo jamás contra sus dudas arteras, aunque por lo general aguardaba a que ella se hubiese ido para insinuarlas. Él nos sugería nuestras peleas mucho antes de que tuvieran lugar: más aun que enemigo de Sarah era enemigo del amor, y ¿acaso no es esto lo que se supone es el demonio? Por mi parte se me ocurre que si existiera un Dios de amor, el demonio trataría de destruir incluso la más endeble, la más defectuosa imitación de ese amor. ¿Cómo podría no temer que la costumbre del amor se desarrollara, y cómo podría no tratar de arrastrarnos a todos a la traición, a ayudarle a aniquilar el amor? Si hay un Dios que nos utiliza y modela sus santos en la materia que somos, también el diablo puede tener sus ambiciones, puede soñar en adiestrar incluso a una persona como yo, incluso al pobre Parkis, a ser sus santos, "dispuestos con un fanatismo de segunda mano a destruir el amor doquiera lo encontremos.


*Libro Segundo, Capítulo II

Graham Green
El fin de la aventura
Sur, Buenos Aires, 1979, pp. 48-55

The 100 best novels No 71 / The End of the Affair by Graham Greene (1951)
Graham Green / El fin de la aventura / Reseña de Vargas Llosa

-

No hay comentarios: