Mujeres de cuento: Carson McCullers
Lo terrible, en mi caso, es que durante mucho tiempo no he sido más que un Yo. Todo el mundo forma parte de un Nosotros, salvo yo. Si uno no forma parte de un Nosotros, se siente verdaderamente demasiado solo. (Carson McCullers)
Si uno piensa en Carson McCullers, y uno debería habitualmente pensar en Carson McCullers, siempre se imagina a una adolescente, una niña adulta lúcida y fascinante. En su momento lo fue, pero la Carson en la que más tarde se convirtió tiene mucho y nada que ver con esa imagen: era una mujer enferma, tan enferma que escribir era al mismo tiempo un martirio y la única razón por la que superarse cada día, porque si había algo que Carson deseaba de veras era sobrevivir, y la escritura estaba fuertemente ligada a su propia supervivencia: pero para escribir debía sufrir unos dolores terribles. Sí, es cierto que la literatura de McCullers no necesita de justificaciones para ser admirada, desde luego se trata de una de las escritoras con más talento, pero no hay que obviar los esfuerzos físicos que Carson debía afrontar cada vez que quería dedicarse a aquello para lo que había nacido.
La vida y la historia de los grandes nombres de la literatura siempre están salpicadas de controversia, y en este caso no podía ser de otro modo, el personaje lo pide a gritos: no solo por ser temida y admirada, sino por ser verdaderamente particular —ambigua, terca y extravagante… contradictoria. Pero antes de empezar a hablar de lo que para los demás era Carson, hablemos de sus libros, sus personajes, su imaginario sudista, caracterizado por el hedonismo, la imaginación, la pereza y, sobre todo, la sensibilidad.
Cuando pienso en Carson McCullers, y habitualmente pienso en Carson McCullers, suelo equivocarme y recuerdo a Frankie; para mí, uno de sus personajes más memorables. No hay manera de deshacer a una de la otra, empezando por el conflicto con el nombre: Lula Carson y Frankie dan paso a Carson McCullers y F. Jasmine, y de ahí, de esa doble imagen de sí mismas, empiezan a brotar la polémica y las dudas, la confusión, el paso de la adolescencia a la madurez. Ambas quieren ser adoptadas, quieren pertenecer a otra tribu, ser miembro de (la boda de un hermano, por ejemplo): sus heroínas están cargadas, asumen la carga de Carson; de ahí, probablemente, de esa manera de desembarazarse de sus propios conflictos, de ahí la necesidad de seguir escribiendo a pesar de que su cuerpo se niegue a ponérselo fácil. Si Lula no puede ser Frankie, tendrá que ser Lula todo el tiempo: y eso es mucho peso para una persona como Carson.
Bailarina, pianista, lectora… Escritora
Cuando digo que McCullers era, sobre todo, una persona sensible, no me refiero únicamente a la sensibilidad emocional, sino también la artística. A través de sus cuentos podemos ver claramente qué cosas gustaban a Carson, qué cosas le desagradaban, de qué injusticias quería hablar, y es en su ficción donde encontramos a la más real de las Lulas: que quiso ser concertista de pianos podemos verlo gracias a sus cuentos, que en muchas ocasiones tienen la música como eje. También quiso ayudar a la economía familiar bailando, pero su padre le dijo, amablemente: «cariño, cuando crezcas, lo comprenderás todo mejor». Pero es probable que Carson jamás creciera lo suficiente para comprender ese tipo de cosas que una adolescente no puede comprender. Tocar el piano era una de las principales actividades de Lula Carson, cuando aún no se había convertido en la escritora McCullers, y una gran fuente de consuelo: a menudo el arte tenía que ver con su estabilidad.
Pero una neumonía con complicaciones a los quince años (que no resultó serlo y necesitaron treinta años para darse cuenta de que era una crisis de reumatismo articular agudo) y su convalecencia dan testimonio de la primera vez que Carson cambió de idea: sustituiría el piano por la escritura, se había decidido, quería dedicarse a la literatura. Por eso, cuando debe trabajar en lugares comunes, ordenados, disciplinados pero poco creativos, se siente tan frustrada. No deberá, de todos modos, tomar parte de la vulgaridad laboral. Con quince años, no son muchos los adolescentes que pueden elegir entre los diferentes dones que creen poseer, pero Carson Smith era excéntrica, rara, y estaba condenada a comunicarse a través del arte. Ya por entonces Carson empieza a ser, y no dejará nunca de serlo, una «rara muchacha con nombre masculino, a la que le gusta vestirse de hombre impulsada por un deseo más o menos consciente de travestirse».
Reeves McCullers, un narrador
Claro que tuvimos momentos felices, pero fueron precisamente esos momentos los que lo hicieron todo más difícil. Si Reeves hubiese sido un hombre enteramente malvado, habría sido un alivio para mí, pues habría podido dejarle sin librar tantos y tan duros combates. (Carson McCullers)
En 1935 ocurrió algo que cambiaría para siempre la vida de Carson, incluido el nombre y el apellido: conoce a Reeves McCullers, el que será su esposo. El flechazo es inmediato y el trágico final de la pareja aún queda lejos. Reeves quiere ser escritor pero le falta talento, a pesar de ser un gran narrador y acaparar la atención de todos cuando está contando alguna anécdota; Carson, en cambio, aún no es demasiado consciente de su vocación, pero tiene lo que su marido tanto anhela: la gracia para escribir. Ambos hacen un trato, una vez casados, para poder equilibrar la vocación y la vida práctica: durante un año, se dedicarán a escribir alternamente, y solo aquel que consiga salir airoso económicamente de la prueba, lo hará de manera continuada. Pero Reeves jamás tendrá la oportunidad de intentarlo, porque enseguida ambos se dan cuenta de que si en la pareja habrá un escritor, será Carson. La frustración que le supone a Reeves este descubrimiento es interminable y, probablemente, uno de los motivos de su suicidio, o el principio de una depresión que lo acapara todo. Carson, por entonces, empieza a sumergirse en lo que pronto será su modus operandi: las iluminaciones. Trabajando en sus personajes se da cuenta de que hay un momento en que sucede la iluminación, que es una especie de dictado que cambia el destino de sus personajes: es un fulgor, un destello que convierte a un hombre sin problemas en un sordomudo.
Mi comprensión es solo fragmentaria. Comprendo a los personajes, pero la novela en sí permanece en un estado de indefinición. La clave aparece a veces como por azar, en esos instantes que nadie, menos el autor, puede comprender. Instantes que, en mi caso, se dan generalmente tras un gran esfuerzo. Revelaciones que son la bendición del trabajo. Toda mi obra se ha escrito así. (Carson McCullers)
Reeves y Carson habían acordado alternar dos años de escritura que no se llevarán a cabo para él, y ahí empieza lo que después se convertirá en el funcionamiento de la relación: son dos amigos que llegan a acuerdos, en los que uno de los dos amigos cede —y este acostumbra a ser siempre Reeves. Para Carson, su marido es su doble, pero en bondadoso. Clarice Lispector decía que un escritor debía llevar una vida casi burguesa, porque su tarea le supone demasiado esfuerzo y dedicación, y en esta pareja de buenos amigos, uno malo y otro bueno, la burguesía intelectual sale a flote, y Reeves llegará a quejarse de que Carson descuida la casa: algo inusual para una mujer. También era inusual en una mujer la vestimenta y el comportamiento de Carson, y todo aquello que le pareció simpático cuando la conoció se le volvió en contra. Como dice Josyane Savigneau en la biografía de CIRCE, «en ese matrimonio, el escritor es ella».
Carson y la sexualidad
Su ambigüedad no era solo física, y no solo desconcertaba por su nombre masculino y su manera de comportarse: también sexualmente se ha dudado de ella. Aunque muchos afirman rotundamente que era homosexual y otros todo lo contrario, la sensación que se tiene tras leer con detenimiento su vida es que Carson amaba la belleza (una belleza subjetiva, no física) y el talento, y no le importaba si el poseedor de ambas cualidades era un hombre o una mujer. El sexo, en sus novelas, siempre está ligado a la vergüenza, a la repulsión, a la perfidia y a la violencia, escribe su biógrafa, y no se descarta que el amor que sentía Carson por ambos sexos fuera un amor infantil, inocente. Así, aparecen esas mujeres-fantasmas, esos amigos imaginarios conseguían desestabilizar al matrimonio; entre ellas, Katherine Anne Porter, Erika Mann o Annemarie Clarac-Schwarzenbach.
Finalmente, los McCullers dejan de ser marido y mujer, pero quedarán para siempre unidos, porque en algunas parejas la separación les une más que la convivencia, como en el caso de Carson y Reeves. Había una atracción que los repelía y los reclamaba constantemente, y Carson amó siempre a Reeves aunque es más que evidente que no eran compatibles. Pero entonces ocurre lo impensable: que el marido se convierte en el teniente McCullers y desde el centro de entrenamiento Camp Forrest le escribe una carta absolutamente tierna a Carson, que pronto adoptará con placer el rol de esposa de la guerra, de esperante. Precisamente porque en la distancia no deberán convivir, Carson y Reeves vivirán a través de la correspondencia un amor indestructible, tierno y puro, que no quedará manchado y roto por la vida diaria. En las cartas, Reeves es un hombre dócil y atento, dispuesto a hacer por Carson todo cuanto ella desee: parece que sí, que es el gemelo bueno, frente a la caprichosa y adolescente Carson. Esa es la imagen que muchos de los que la conocieron tienen de ella, que es la actitud un poco insolente pero sensible que tiene Frankie en la novela; Carson, además, debe combatir no solo contra su excesiva personalidad, sino también contra su enfermedad, que no la abandonará hasta el día de su muerte. Pero el narrador y la escritora están enamorados uno del otro, y Reeves conoce «ese pájaro salvaje que a veces se adueña» del corazón de Carson y la respeta y la acompaña, y es mucho más fácil ahora acompañarla, desde el ejército. Carson y Reeves vuelven a casarse, y cuando le preguntan a él por qué vuelve a hacerlo, dice que se ha casado de nuevo con ella porque cree que todos son abejorros, y que Carson es la reina de las abejas.
Iluminaciones, fulgor nocturno
Aunque esos dictados parecen magia, lo cierto es que Carson es una trabajadora incansable y una lectora voraz.
He hecho un pacto conmigo misma: tener acabada esta monstruosa historia el 15 de marzo. Esta mañana he estado trabajando varias horas. Pero es ese tipo de trabajo que el menor patinazo puede estropear. Algunas partes las he corregido al menos veinte veces. Tengo que acabar pronto y sacarme esto de la cabeza, pero, al mismo tiempo, tengo que conseguir que sea algo hermoso, muy bien hecho. Pues, al igual que para un poema, esa es su única justificación. Desde este punto de vista, la lectura de Henry James es un tanto desalentadora. […] Yo pensaba en lo muchísimo que le debo a Proust. No ya porque haya «influido en mi estilo» ni por nada similar, sino por la dicha de saber que existe algo que uno siempre puede tomar como referencia, un gran libro que jamás perderá su esplendor, que, por muy familiar que resulte, por mucho que se relea, jamás parecerá aburrido. (Carson McCullers)
Carson extrae material literario de sí misma, y su propio tejido emocional, tan variado y con tantos matices, consiguen perfilar a los personajes que habitan en sus cuentos y novelas. Si se lee la biografía después de haber disfrutado de toda su obra, se irán encontrando por aquí y por allá constantes referencias a su propia vida: el amor por la música, el alcoholismo, los sentimientos que Reeves despierta en ella, su propia transformación en otra persona en la madurez. Todo forma parte de Carson y de su obra, y por eso gran parte de lo que la escritora fue aparece en sus personajes. Su hermana Rita afirma que, «de todos los personajes creados por Carson McCullers, el que, según sus padres y amigos, se le asemeja más es Frankie: adolescente vulnerable, tan exasperante como atrayente, siempre en busca de su «nosotros»».
Enfermedad
Pero todo cuanto Carson puede ser queda anulado por su enfermedad, que le impide ser, para bien y para mal, todo lo que desea ser. Lo más importante: le dificulta la escritura y en más de una ocasión siente que su propia cura debe pasar por avanzar en su historia, pero se ve incapacitada físicamente. La frustración y la desesperación que despierta en ella la enfermedad es más de lo que Carson puede aceptar. Necesita crear, y hacerlo con cierto nivel, utilizar todo su talento para su obra, pero el dolor la paraliza demasiado. El final de su vida queda demasiado marcado por esta circunstancia, que todos ven como espectadores. «El dolor prácticamente jamás se apiada de mí», escribe Carson, y en 1948 intenta suicidarse cortándose las venas. Queda ingresada en un centro psiquiátrico que la destruye, porque su médico considera la escritura una neurosis en sí, pero McCullers se niega —renegar de su condición de escritora sería como hacerlo de su identidad. Entre ella y quienes la rodean intentan creer que la enfermedad es psicosomática, y en realidad, ojalá lo hubiera sido.
Carson deberá volver a familiarizarse con los hospitales tras sufrir un aborto natural, aunque en su autobiografía se empeña en culpar a su madre, que la obliga a deshacerse de un hijo. No se sabe muy bien por qué Carson tendía a inventar parte de la realidad, qué conseguía con ello, ni en qué medida era consciente de su mentira, o si era su manera de combatir su propia circunstancia. En cualquier caso, no deja de haber versiones y versiones sobre un mismo hecho, incluso sobre su relación con Reeves hay una manera fría de contar, en cartas, sus sentimientos, mientras sus hechos se empeñan en contradecirla o, cuanto menos, poner en cuarentena su verdad. Pero, a pesar de todo, y con todo me refiero a su mala salud, Carson continúa adelante y concentra toda su energía en su obra: en los guiones de sus novelas, en su éxito, en las opiniones de los demás. Odiada y admirada, siempre. Sin investigar mucho, por autores como Arthur Miller, que dice haber leído y disfrutado de algunas de sus historias pero no recuerda ningún título: era, bajo su criterio, una autora menor y por eso le dedica su indiferencia y su mala memoria. Era experta en despertar animadversión, lo cual hacía que su talento fuera, para los demás, algo molesto. ¿Por qué iba a ser tan complicado admirar a Carson siendo un conocido suyo, sino por lo que opinaban de ella como persona y no como escritora? La pequeña Faulkner no deja de ponerse trabas, y los demás aceptan estas trabas para no tener que reverenciar el excelente trabajo que lleva a cabo, el gran retrato que hace de la sociedad sureña.
Confío en que sus futuros biógrafos no pretendan hacerla pasar a la posteridad toda vestida de blanco o con una aureola. Carson era una perra, y no quiero que aparezca como un ángel. (Robert Walden)
Todo cuanto yo pudiera decirle acerca de ella podría ser negado por cualquier otra persona, y ambos testimonios serían igualmente ciertos. Carson era el ser más angelical del mundo, y al mismo tiempo el más infernal, el más odioso de los demonios. (Arnold Saint Subber)
En la salud y en la enfermedad
Carson quiere ser capaz de escribir, sin embargo, «tanto en la enfermedad como en la salud pues, de hecho, mi salud depende casi completamente de mi posibilidad de escribir». Después de que en 1953 Reeves se suicide en un hotel parisino, y teniendo en cuenta que la enfermedad y la parálisis del cuerpo le impiden tener vida más allá de la escritura, Carson pone un único objetivo en su vida: seguir creando para seguir sobreviviendo. Así, las últimas páginas de su biografía giran en torno a la figura de su médico, Mary Mercer, y sus dudas sobre si amputarse la pierna inválida o no, sobre su dolor y su literatura. Al principio decía que la calidad de Carson McCullers es incuestionable y lo sería aunque hubiera sido una persona sana, pero además no lo fue. El 15 de agosto de 1967, Carson sufre un nuevo ataque cerebral: después de superar un cáncer de mama y de más operaciones de las que cabe imaginar, finalmente McCullers entra en coma. El ataque le ha paralizado todo el lado derecho, es decir, el bueno, y sabiamente su cuerpo decide no despertar más a Carson: sin el lado bueno, todo su cuerpo, dispuesto para la escritura, le resultará inútil.
Carson era justo lo opuesto una persona suicida. Lo opuesto a una mujer quejumbrosa, autocompasiva. Era… sí… una escritora magnífica, un ser magnífico. Una naturaleza. Una persona. Eso es lo que hay que comprender. (Mary Mercer)
Una íntima orden de batalla
«Un escritor no es alguien que, por un lado, ama, odia, se regocija, se indigna o sufre y, por otro, «en sus ratos libres», escribe». Josyane Savigneau reflexiona sobre lo que no es un escritor en la biografía que hace de Carson McCullers. De cómo el biógrafo de un escritor debe tener en cuenta que la vida y la obra se van entrelazando, pero también cuándo hay que separar el grano de la paja: que Carson McCullers muriera joven y sufriera intensamente, y esto generara así una obra menor en cantidad que la de muchos grandes de la literatura, es irrelevante a la hora de hablar de la calidad de sus relatos y novelas breves. Hay que saber hasta dónde buscar y en qué momento detener la búsqueda —no es fácil—. Entonces, sabemos qué no es un escritor: alguien que vive al margen de su escritura, o que vive al margen de la vida; de acuerdo, pero, ¿qué es un escritor?, ¿la escritura es un oficio y una manera de estar en el mundo?, ¿es igual al resto de oficios y vocaciones?
Una de mis citas preferidas sobre el acto —involuntario— de escribir es de Clarice Lispector. Me parece la mejor explicación de cómo el escritor lleva la literatura en las entrañas como lleva uno los órganos más necesarios o como decía Julio Cortázar que llevaba Buenos Aires, como se llevan los zapatos: «Mi vida me quiere escritor y entonces escribo. No es una elección: es una íntima orden de batalla». Es de una precisión y una elegancia excepcional, pero no lo digo con extrañeza, Lispector nos tiene acostumbrados.
Entonces, ¿un profesional de cualquier otro oficio no ha sido llamado a esa íntima orden de batalla pero en otro campo? Desde luego, puede ser. Es evidente que hay muchísimas vocaciones y que la vida puede entenderse a través de ellas, puede ser la medida del comportamiento de la persona que las elige, puede condicionarlo todo hasta el punto de convertirse en el centro de todas las cosas: puede ser esencial. ¿Y por qué el escritor es menos indivisible entre inspiración y vida? Marguerite Duras decía: «Escribir pese a todo». Por esa grieta decido indagar.
Escribir pese a todo
Cuando quiero entender algo procuro simplificarlo hasta que no se puede más, reducirlo al ejemplo más inverosímil, mezquino o extremista. Expongo todas las profesiones del mundo a un mismo hecho y así es como veo que el escritor (en realidad, cualquier artista) es distinto, por mucha vocación que tenga el futbolista, el carnicero o el cirujano. Allá voy: se muere la persona que más amas en el mundo. Puede ser tu madre, tu hijo, tu hermana, tu perro. Todos los oficios contra un acontecimiento brutal en tu universo particular de persona mortal y humana, vulnerable: ¿quién va a vivirlo, analizarlo, matizarlo, explicarlo a través de su trabajo? Probablemente: el poeta, el pintor, el escritor, el director de cine. Incluso el lector. ¿Quién va a tratar de entender el dolor, el azar, lo desafortunado de la vida sino el que se expresa a través de un arte que lo canaliza todo y le da un resultado equis para poder asimilarlo? Sí, desde luego: el futbolista estará deseando volver a tener una pelota en los pies para poder deshacerse de su pesar, el carnicero estará deseando volver a sus cuchillos para poder deshacerse de su pesar, el cirujano estará deseando volver a su posición para poder deshacerse de su pesar. Pero cuando acaben el partido, la jornada y la operación: la madre, el hijo, la hermana o el perro seguirán ahí, muertos, y volverá la incomprensión.
El escritor no descansa. «Escribir pese a todo». Pese a que fallen las fuerzas y no se tengan ganas. Quizá pase un tiempo hasta que se sea capaz de escribir una sola línea, pero la cabeza estará preparando el terreno —cavando, cultivando—. Es indivisible. Blanca Varela, cuando intenta hacer un pequeño recorrido sobre su vida, se da cuenta: «Lo que pasó después, lo demás, si no está escondido entre mis poemas, está entonces definitivamente perdido. Hablo de lo que hace la vida de cualquier persona, de cualquier mujer, como es mi caso. La casa, el amor, los niños, la lectura, la música, los viajes, la ciudad, y también el tedio, el dolor, la impotencia, la soledad y el silencio. Las dos caras enemigas reconciliadas por ese activo sueño que puede ser la poesía». Aquello que no fue fijado en la escritura se diluye: como si el fotógrafo solo recordara los lugares que ha captado con su máquina. Así es la vida que pasa por la escritura: si no está, desaparece.
Aún no escribí sobre eso
El escritor no escribe en sus ratos libres, como dice Joysane Savigneau: no tiene ratos libres. Como tampoco descansa uno de respirar o de pestañear. No exagero. Porque si el escritor tuviera ratos libres, entonces estaría dejando de entender algo esencial del día —se paralizaría un lado de su cuerpo, inútil—. Estaría incomunicado no solo con el mundo, también aislado de sí mismo. Le preguntaron a Saul Bellow qué sentía tras haber recibido el Premio Nobel y contestó: «No lo sé. Aún no escribí sobre eso». ¿En qué otra profesión, incluyendo todas las creativas y artísticas del lado del escritor, necesita uno contarse a sí mismo para comprender algo, para poder desentrañar lo que no se comprende? El pensador, el filósofo, el poeta, el escritor. Todos ellos utilizan sus herramientas, su oficio, para profundizar en cualquier herida. Sí, es agotador. Es como una madre: ¿tiene un rato libre en el que deje de ser madre, en el que deje la maternidad a un lado, o es madre también cuando se da un descanso, un baño, un capricho? ¿No está la madre siempre disponible, igual que la literatura, que la necesidad de escribir? Si no, ¿por qué tantos escritores intentan definir lo que es escribir, el acto, la íntima orden de batalla? Porque si no escriben sobre lo que significa escribir, no significa nada.
«Hay cosas que no pueden decirse, y es cierto. Pero eso que no puede decirse es lo que se tiene que escribir». María Zambrano lo tenía muy claro: hay cosas que no pueden ser dichas, pero sí escritas. También Mario Benedetti decía que hay que «escribir lo que no se puede explicar». ¿Lo que no se puede explicar se entiende mejor cuando uno ejerce de camarero, de socorrista o de albañil? ¿Puede alguien acotar un episodio de su vida siendo panadero o fabricando una pieza pequeñísima de un coche? Este es un elogio de la escritura, del escritor, y eso no significa que este sea el desprestigio del resto de oficios —es solo una explicación de cómo el escritor es menos cuando no está escribiendo, y los demás pueden dejar a un lado su vocación.
Caminante, no hay camino
«En suma, desde pequeño, mi relación con las palabras, con la escritura, no se diferencia de mi relación con el mundo en general». Lo dice Julio Cortázar y no hace falta que lo jure: hay cosas que existen entre líneas, y es cómo un escritor vive. La escritura puede ser decisiva en la vida de un escritor, cómo va descubriendo lo que esté por descubrir. No significa que el profesor, la cocinera o la asistenta social no vivan sobre unos cimientos y una base que les da su experiencia, su mundo profesional: es algo más profundo, incomprensible. El escritor es escritor a su pesar. Jeanette Winterson dice que nunca emplea el verbo convertirse para hablar de su condición de escritora, porque no fue una elección consciente. ¿Qué otra cosa en el mundo puede atraparte sin que lo elijas y tengas que cargar con ello y asumir todas las consecuencias, incluso las más desagradables? La enfermedad, por ejemplo. Y por eso se relaciona muchas veces la escritura con una enfermedad, pero también con la propia cura. No hay quien escape: «no hay vía libre, es una trampa genial», como canta Quique González. ¿Quién puede curarse de algo que duele pero es placentero, y en que es verdugo y víctima a un tiempo?
Simone de Beauvoir decía que «Escribir es un oficio que se aprende escribiendo», del mismo modo que Antonio Machado dijo «se hace camino al andar». No es ninguna casualidad que la vida y el oficio de escritor tengan el mismo método de aprendizaje: es imposible separarlos. Hay que caer del mismo modo que hay que borrar: equivocarse, reconstruir, empezar de nuevo, poner el punto final, pasar de página, revisar, corregir lo que no esté bien. Francisco Umbral lo dice y es indiscutible: «Escribir es la manera más profunda de leer la vida».
No hay comentarios:
Publicar un comentario