miércoles, 8 de mayo de 2019

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Juan Rulfo
MUJERES Y VENTANA

—¿Ve usted aquella ventana, doña Fausta, allá en la Media Luna, donde siempre ha estado prendida la luz?

      —No, Ángeles. No veo ninguna ventana.
      —Es que ahorita se ha quedado a oscuras. ¿No estará pasando algo malo en la Media Luna? Hace más de tres años que está aluzada esa ventana, noche tras noche. Dicen los que han estado allí que es el cuarto donde habita la mujer de Pedro Páramo, una pobrecita loca que le tiene miedo a la oscuridad. Y mire: ahora mismo se ha apagado la luz. ¿No será un mal suceso?
      —Tal vez haya muerto. Estaba muy enferma. Dicen que ya no conocía a la gente, y dizque hablaba sola. Buen castigo ha de haber soportado Pedro Páramo casándose con esa mujer.
      —Pobre del señor don Pedro.
      —No, Fausta. Él se lo merece. Eso y más.
      —Mire, la ventana sigue a oscuras.
      —Ya deje tranquila esa ventana y vámonos a dormir, que es muy noche para que este par de viejas andemos sueltas por la calle.
      Y las dos mujeres, que salían de la iglesia muy cerca de las once de la noche, se perdieron bajo los arcos del portal, mirando cómo la sombra de un hombre cruzaba la plaza en dirección de la Media Luna.
      —Oiga, doña Fausta, ¿no se le figura que el señor que va allí es el doctor Valencia?
      —Así parece, aunque estoy tan cegatona que no lo podría reconocer.
      —Acuérdese que siempre viste pantalones blancos y saco negro. Yo le apuesto a que está aconteciendo algo malo en la Media Luna. Y mire lo recio que va, como si lo correteara la prisa.
      —Con tal de que no sea de verdad una cosa grave. Me dan ganas de regresar y decirle al padre Rentería que se dé una vuelta por allá, no vaya a resultar que esa infeliz muera sin confesión.
      —Ni lo piense, Ángeles. Ni lo quiera Dios. Después de todo lo que ha sufrido en este mundo, nadie desearía que se fuera sin los auxilios espirituales, y que siguiera penando en la otra vida. Aunque dicen los zahorinos que a los locos no les vale la confesión, y aun cuando tengan el alma impura son inocentes. Eso sólo Dios lo sabe... Mire usted, ya se ha vuelto a prender la luz en la ventana. Ojalá todo salga bien. Imagínese en qué pararía el trabajo que nos hemos tomado todos estos días para arreglar la iglesia y que luzca bonita ahora para la Natividad, si alguien se muere en esa casa. Con el poder que tiene don Pedro, nos desbarataría la función en un santiamén.
      —A usted siempre se le ocurre lo peor, doña Fausta. Mejor haga lo que yo: encomiéndelo todo a la Divina Providencia. Récele un Ave María a la Virgen y estoy segura que nada va a pasar de hoy a mañana. Ya después, que se haga la voluntad de Dios, al fin y al cabo, ella no debe estar tan contenta en esta vida.
      —Créame, Ángeles, que usted siempre me repone el ánimo.Voy a dormir llevándome al sueño estos pensamientos. Dicen que los pensamientos de los sueños van derecho al cielo. Ojalá que los míos alcancen esa altura. Nos veremos mañana.
      —Hasta mañana, Fausta.
      Las dos viejas, puerta de por medio, se metieron en sus casas. El silencio volvió a cerrar la noche sobre el pueblo.


Juan Rulfo, Pedro Páramo
Bogotá, FCE, 1980, segunda edición colombiana, pp. 115-117






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