Pablo Picasso |
Juan Rulfo
DAMIANA CISNEROS
Faltaba mucho para el amanecer. El cielo estaba lleno de estrellas, gordas, hinchadas de tanta noche. La luna había salido un rato y luego se había ido. Era una de esas lunas tristes que nadie mira, a las que nadie hace caso. Estuvo un rato allí desfigurada, sin dar ninguna luz, y después fue a esconderse detrás de los cerros.
Lejos, perdido en la oscuridad, se oía el bramido de los toros.
“Esos animales nunca duermen —dijo Damiana Cisneros—. Nunca duermen. Son como el diablo, que siempre anda buscando almas para llevárselas al infierno.” Se dio vuelta a la cama, acercando la cara a la pared. Entonces oyó los golpes.
Detuvo la respiración y abrió los ojos. Volvió a oír tres golpes secos, como si alguien tocara con los nudos de la mano en la pared. No aquí, junto a ella, sino más lejos; pero en la misma pared.
“¡Válgame! Si no serán los tres toques de San Pascual Bailón, que viene a avisarle a algún devoto suyo que ha llegado la hora de su muerte.”
Y como ella había perdido el novenario desde hacía tiempo, a causa de sus reumas, no se preocupó; pero le entró miedo y, más que miedo, curiosidad.
Se levantó del catre sin hacer ruido y se asomó a la ventana.
Los campos estaban negros. Sin embargo, lo conocía tan bien, que vio cuando el cuerpo enorme de Pedro Páramo se columpiaba sobre la ventana de la chacha Margarita.
—¡Ah, qué don Pedro! —dijo Damiana—. No se le quita lo gatero. Lo que no entiendo es por qué le gusta hacer las cosas tan a escondidas; con habérmelo avisado, yo le hubiera dicho a la Margarita que el patrón la necesita para esta noche, y él no hubiera tenido ni la molestia de levantarse de su cama.
Cerró la ventana al oír el bramido de los toros. Se echó, sobre el catre cobijándose hasta las orejas, y luego se puso a pensar en lo que le estaría pasando a la chacha Margarita.
Más tarde tuvo que quitarse el camisón porque la noche comenzó a ponerse calurosa...
—¡Damiana! —oyó.
Entonces ella era muchacha.
—¡Ábreme la puerta Damiana!
Le temblaba el corazón como si fuera un sapo brincándole entre las costillas.
—Pero ¿para qué, patrón?
—¡Ábreme, Damiana!
—Pero si ya estoy dormida, patrón.
Después sintió que don Pedro se iba por los largos corredores, dando aquellos zapatazos que sabía dar cuando estaba corajudo.
A la noche siguiente, ella, para evitar el disgusto, dejó la puerta entornada y hasta se desnudó para que él no encontrara dificultades.
Pero Pedro Páramo jamás regresó con ella.
Por eso ahora, cuando era la caporala de todas las sirvientas de la Media Luna, por haberse dado a respetar, ahora, que estaba ya vieja, todavía pensaba en aquella noche cuando el patrón le dijo: “¡Ábreme la puerta Damiana!”
Y se acostó pensando en lo feliz que sería a estas horas la chacha Margarita.
Después volvió a oír otros golpes; pero contra la puerta grande, como si la estuvieran aporreando a culatazos.
Otra vez abrió la ventana y se asomó a la noche. No veía nada; aunque le pareció que la tierra estaba llena de hervores, como cuando ha llovido y se enchina de gusanos. Sentía que se levantaba algo así como el calor de muchos hombres. Oyó el croar de las ranas; los grillos; la noche quieta del tiempo de aguas. Luego volvió a oír los culatazos aporreando la puerta.
Una lámpara regó su luz sobre la cara de algunos hombres. Después se apagó.
“Son cosas que a mí no me interesan”, dijo Damiana Cisneros, y cerró la ventana.
Juan Rulfo, Pedro Páramo
Bogotá, FCE, 1980, segunda edición colombiana, pp. 109-111
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