Fragmento
1
Antibes, Francia. Junio de 1926
Todo, ahora, se hace à trois. Desayuno, luego ir a nadar; almuerzo, luego bridge; cena, luego copas por la noche. Hay siempre tres bandejas de desayuno, tres trajes de baño mojados, tres manos de cartas abandonadas en la mesa cuando la partida, repentinamente y sin explicación, acaba. Hadley y Ernest van acompañados a todas partes de otra mujer, que se desliza entre los dos como una cuchilla. La otra es Fife, la amante de su marido.
Hadley y Ernest duermen juntos en la gran habitación blanca de la villa, y Fife duerme abajo, en un cuarto pensado para una sola persona. La casa está silenciosa y en tensión hasta que alguno de sus amigos llega con jabón o provisiones, y se queda junto a la verja sin decidirse a entrar, pensando que tal vez sea mejor dejarlos a sus anchas.
Los tres —Hadley, Ernest y Fife— vagan por la casa, y aunque saben que viven en la amargura, ninguno quiere ser el primero en dar el toque de retreta; ni la esposa, ni el marido, ni la amante. Llevan semanas así en la villa, como bailarines en incesante movimiento, tratando de agotar a los demás hasta que caigan rendidos.
Ya de buena mañana se siente el calor y las sábanas blancas de algodón cobran un tono azulado a la luz del amanecer. Ernest duerme. Todavía conserva en el pelo la raya del día anterior, y su piel desprende una tibieza carnosa sobre la que Hadley le haría alguna burla si estuviera de humor. Alrededor de los ojos, un halo de arrugas surca la piel bronceada; Hadley lo imagina escrutando el mar por encima del borde de la barca, en busca del mejor lugar para echar el ancla y pescar.
Ernest ha causado sensación en París; es increíble cómo se sale siempre con la suya. Hasta los hombres de su círculo de amigos se han rendido a sus encantos, y algunos son casi más cariñosos con él que las camareras de los bares que frecuentan. Otros ven más allá y advierten su carácter cambiante; a veces manso, a veces bravucón. Se sabe que le quitó las gafas de un manotazo a un tipo por un desaire en el bal musette. Incluso algunos de sus amigos íntimos lo temen, entre ellos Scott, aunque sean mayores que él y de más renombre; no parece que eso importe. Qué sentimientos tan opuestos inspira en los hombres. Con las mujeres es más fácil: giran la cabeza para verlo salir y no le quitan ojo hasta que desaparece. Ella solo conoce a una que no está fascinada por él.
Hadley mira el techo, tumbada en la cama. Las vigas están carcomidas; puede seguir el avance del gusano a través de la madera. Las lámparas se mecen como si las pantallas supusieran un peso enorme, aunque no sean más que papel y varillas. Unos frascos de perfume que no son suyos brillan en el tocador. La luz aprieta al otro lado de la persiana. Hoy volverá a hacer calor.
La verdad es que Hadley solo quiere estar en el frío y viejo París, en la casa de vecinos donde viven, con el olor a pichón asado en la estufa de carbón y el aseo en el rellano. Quiere volver a la cocina estrecha y al cuarto de baño con las paredes manchadas de humedad. Quiere los huevos pasados por agua que suelen tomar para el almuerzo, en una mesa tan pequeña que sus rodillas se tocan. Fue en esa mesa donde Hadley vio confirmadas sus sospechas de la aventura. «Creo que Ernest y Fife se tienen mucho cariño», fue lo que dijo la hermana de Fife. No hizo falta que dijera más.
Sí, ahora mismo Hadley preferiría estar en París, o incluso en Saint Louis, esas ciudades que miman sus cielos cenicientos y sus nubes cargadas de aguanieve; cualquier cosa que no fuera la luz púrpura de la gloriosa Antibes. De noche, la fruta de los árboles cae en la hierba con un ruido sordo, y a la mañana siguiente ella encuentra las naranjas rajadas llenas de hormigas. Alrededor de la casa huele a maduro. Y ya, tan temprano, zumban los insectos.
Hadley se levanta y va a la ventana. Apoyando la frente en el vidrio alcanza a ver la habitación de la amante de su marido. Las cortinas están corridas. Su hijo Bumby ahora también duerme abajo desde que ha superado la tos convulsa, la coqueluche, que es la razón de que estén todos en esta villa. Sara Murphy no quería a Bumby cerca de sus hijos, por miedo a que la infección se propagara. Los Fitzgerald tuvieron la bondad de ofrecerles su villa para la cuarentena; nada los obligaba a hacerlo. Y aun así, cuando Hadley recorre las habitaciones y pasa la mano por todos esos objetos sofisticados, le horroriza que su matrimonio vaya a terminar en la casa alquilada de otra familia.
Esta noche, sin embargo, marca el final de la cuarentena. Los Murphy los han invitado a Villa América, y será la primera vez de las vacaciones que el infeliz trío esté en compañía de otros amigos. Hadley aguarda la fiesta con una mezcla de entusiasmo y temor: en esta casa ha sucedido algo que nadie más ha visto, como si alguien hubiera mojado la cama y no quisiera admitir la mancha que se enfría rápidamente en mitad del colchón.
Vuelve a acostarse y tira de la sábana, apresada bajo el cuerpo de Ernest, para que no advierta que se ha levantado, pero la tiene agarrada firmemente en un puño. «Has robado las sábanas», le susurra Hadley, besándole el borde de la oreja.
Ernest no contesta, pero la atrae hacia su cuerpo. En París le gusta levantarse temprano y suele estar en el estudio alrededor de las nueve. En Antibes, en cambio, esos abrazos se repiten a lo largo del día, como si Ernest y Hadley volvieran a estar en los albores del amor, aunque ambos saben que este verano podría ser el final de todo. Echada a su lado, Hadley se pregunta cómo ha podido perderlo; aunque quizá esa no sea la frase exacta, porque no lo ha perdido. No todavía. Más bien es como si Fife y Hadley hicieran cola para disputarse el último asiento del autobús.
—Vamos a nadar.
—Aún es muy temprano, Hash. —Ernest tiene los ojos cerrados, pero hay un leve movimiento detrás de sus párpados. Hadley se pregunta si, ahora que se ha despertado, estará comparándolas. ¿Mejor la mujer, o la amante? ¿La amante o la esposa? El murmullo del cerebro empieza.
Con un impulso, Hadley saca las piernas de la cama. La luz del sol amenaza con asaltar la habitación al más leve tirón de la persiana. Se siente demasiado grande para este calor. Es como si todo el peso del embarazo se le hubiera depositado en las caderas; cuesta tanto moverse. Hasta el pelo se le antoja pesado.
—Estoy harta de este sitio —dice, pasándose la mano por el cuello sudoroso—. ¿No añoras la lluvia, los cielos grises? ¿O la hierba verde? Cualquier cosa.
—¿Qué hora es?
—Las ocho.
Ernest la agarra de los hombros.
—No.
—¿Por qué no?
—No puedo, simplemente. —La voz se le quiebra en la última palabra.
Hadley va hasta el tocador, sabiendo que Ernest la sigue con una mirada triste. En el espejo ve sus pechos, que despuntan bajo el camisón. Una luz de color hueso llena la habitación al levantar la persiana. Ernest se tapa la cabeza con la sábana; parece tan pequeño, acurrucado ahí. A veces Hadley no sabe qué pensar, si lo considera un niño o un hombre. Es la persona más inteligente que ha conocido, y aun así hay veces que instintivamente lo trata como a un hijo.
El cuarto de baño está más fresco. La bañera con patas es tentadora: casi le dan ganas de llenarla de agua fría y meterse dentro. Se humedece la nuca y se lava la cara. Con el sol, la piel se le ha llenado de pecas y el pelo se le ha puesto más rojizo. Se seca con una toalla y recuerda el último verano en España. Habían visto el encierro de los toros y fueron a darse un chapuzón en la piscina. Al salir, Ernest la secó con una toalla, empezando por los tobillos, entre las piernas, y después los pechos. Su madre habría detestado esa clase de exhibiciones en público. «Las caricias son para el dormitorio», diría ella, pero eso la excitó aún más mientras Ernest secaba suavemente cada palmo de su cuerpo.
Cuando volvieron a París aquel verano, Fife los estaba esperando. Hadley estaba segura, o casi, de que no hubo nada entre ellos hsta más adelante. En invierno. O más bien en primavera. Jinny no había entrado en detalles. Si Ernest hubiera sido un poco más sensato, en lugar de echarlo todo a perder... Hadley no puede evitar sonreírse: parece una de esas amas de casa suspirantes de las revistas que ante Ernest nunca admitiría que le gusta leer.
Al volver a la habitación le tira el traje de baño, que parece haberse acartonado durante la noche. "Venga, Ernest." Él saca un brazo y recoge el bañador. "Váyase antes de que haga demasiado calor."
Al final Ernest se levanta y se pone el traje de baño sin decir palabra. Las nalgas son la única parte blanca que queda en su cuerpo; es tan guapo que a Hadley le duele mirarlo. Mete unas toallas en la bolsa de la playa, con un libro (una novela de e. e. cummings que está intentando leer, sin conseguirlo) y sus gafas de sol, y mira a Ernest, que se pone la misma ropa del día anterior.
Ernest coge una manzana de la despensa y la sostiene en la palma de la mano.
Fuera de la casa, cerca de las lavandas en macetas de barro, el traje de baño de Fife sigue tendido en la cuerda. Se mece, a la espera de sus piernas y sus brazos y su dulce cabecita lánguida. Los Hemingway pasan junto a su habitación ataviados con el uniforme de rayas marineras, gorras de pesador y pantalones cortos blancos, se ponen los zapatos en silencio sobre la gravilla, procurando no despertarla. El señor y la señora Hemingway se sientan como si fueran ellos lo que tienen una aventura.
Noami Wood
Las señoras Hemingway
Barcelona, Lumen, 2014, pp. 11-16
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