Juan Rulfo
NOTICIAS DE SUSANA SAN JUAN
1
Fue Fulgor Sedano quien le dijo:—Patrón, ¿sabe quién anda por aquí?
—¿Quién?
—Bartolomé San Juan.
—¿Y eso?
—Eso es lo que yo me pregunto. ¿Qué vendrá a hacer?
—¿No lo has investigado?
—No. Vale decirlo. Y es que no ha buscado casa. Llegó directamente a la antigua casa de usted. Allí desmontó y apeó sus maletas, como si usted de antemano se la hubiera alquilado. Al menos le vi esa seguridad.
—¿Y qué haces tú, Fulgor, que no averiguas lo que pasa? ¿No estás para eso?
—Me desorienté un poco por lo que le dije. Pero mañana aclararé las cosas si usted lo cree necesario.
—Lo de mañana déjamelo a mí. Yo me encargo de ellos. ¿Han venido los dos?
—Sí, él y su mujer. ¿Pero cómo lo sabe?
—¿No será su hija?
—Pues por el modo como la trata más bien parece su mujer.
—Vete a dormir, Fulgor.
—Si usted me lo permite.
2
“Le ofrecí nombrarlo administrador, con tal de volverte a ver. ¿Y qué me contestó? ‘No hay respuesta —me decía siempre el mandadero—. El señor don Bartolomé rompe sus cartas cuando yo se las entrego’. Pero por el muchacho supe que te habías casado y pronto me enteré que te habías quedado viuda y le hacías otra vez compañía a tu padre.”
Luego el silencio.
“El mandadero iba y venía y siempre regresaba diciéndome:
“—No los encuentro, don Pedro. Me dicen que salieron de Mascota. Y unos me dicen que para acá y otros que para allá.
“Y yo:
“—No repares en gastos, búscalos. Ni que se los haya tragado la tierra.
“Hasta que un día vino y me dijo:
“—He repasado toda la sierra indagando el rincón donde se esconde don Bartolomé San Juan, hasta que he dado con él, allá, perdido en un agujero de los montes, viviendo en una covacha hecha de troncos, en el mero lugar donde están las minas abandonadas de La Andrómeda.
“Ya para entonces soplaban vientos raros. Se decía que había gente levantada en armas. Nos llegaban rumores. Eso fue lo que aventó a tu padre por aquí. No por él, según me dijo en su carta, sino por tu seguridad, quería traerte a algún lugar viviente.
“Sentí que se abría el cielo. Tuve ánimos de correr hacia ti. De rodearte de alegría. De llorar. Y lloré, Susana, cuando supe que al fin regresarías.”
3
—Hay pueblos que saben a desdicha. Se les conoce con sorber un poco de su aire viejo y entumido, pobre y flaco como todo lo viejo. Éste es uno de esos pueblos, Susana.
“Allá, de donde venimos ahora, al menos te entretenías mirando el nacimiento de las cosas: nubes y pájaros, el musgo, ¿te acuerdas? Aquí en cambio no sentirás sino ese olor amarillo y acedo que parece destilar por todas partes. Y es que éste es un pueblo desdichado; untado todo de desdicha.
“Él nos ha pedido que volvamos. Nos ha prestado su casa. Nos ha dado todo lo que podemos necesitar. Pero no debemos estarle agradecidos. Somos infortunados por estar aquí, porque aquí no tendremos salvación ninguna. Lo presiento.
“¿Sabes qué me ha pedido Pedro Páramo? Yo ya me imaginaba que esto que nos daba no era gratuito. Y estaba dispuesto a que se cobrara con mi trabajo, ya que teníamos que pagar de algún modo. Le detallé todo lo referente a La Andrómeda y le hice ver que aquello tenía posibilidades, trabajándola con método. ¿Y sabes que me contestó? ‘No me interesa su mina, Bartolomé San Juan. Lo único que quiero de usted es a su hija. Ese ha sido su mejor trabajo.’
“Así que te quiere a ti , Susana. Dicen que jugabas con él cuando eran niños. Que ya te conoce. Que llegaron a bañarse juntos en el río cuando eran niños. Yo no lo supe; de haberlo sabido te habría matado a cintarazos.”
—No lo dudo.
—¿Fuiste tú la que dijiste: no lo dudo?
—Yo lo dije.
—¿De manera que estás dispuesta a acostarte con él?
—Sí, Bartolomé.
—¿No sabes que es casado y que ha tenido infinidad de mujeres?
—Sí, Bartolomé.
—No me digas Bartolomé. ¡Soy tu padre!
Bartolomé San Juan, un minero muerto. Susana San Juan, hija de un minero muerto en las minas de La Andrómeda. Veía claro. “Tendré que ir allá a morir”, pensó. Luego dijo:
—Le he dicho que tú, aunque viuda, sigues viviendo con tu marido, o al menos así te comportas; he tratado de disuadirlo, pero se le hace torva la mirada cuando yo le hablo, y en cuanto sale a relucir tu nombre, cierra los ojos. Es, según yo sé, la pura maldad. Eso es Pedro Páramo.
—¿Y yo quién soy?
—Tú eres mi hija. Mía. Hija de Bartolomé San Juan.
En la mente de Susana San Juan comenzaron a caminar las ideas, primero lentamente, luego se detuvieron, para después echar a correr de tal modo que no alcanzó sino a decir:
—No es cierto. No es cierto.
—Este mundo que lo aprieta a uno por todos lados, que va vaciando puños de nuestro polvo aquí y allá, deshaciéndonos en pedazos como si rociara la tierra con nuestra sangre. ¿Qué hemos hecho? ¿Porqué se nos ha podrido el alma? Tu madre decía que cuando menos nos queda la caridad de Dios. Y tú la niegas, Susana. ¿Porqué me niegas a mí como tu padre? ¿Estás loca?
—¿No lo sabías?
—¿Estás loca?
—Claro que sí, Bartolomé. ¿No lo sabías?
4
—¿Sabías, Fulgor, que ésa es la mujer más hermosa que se ha dado sobre la tierra? Llegué a creer que la había perdido para siempre. Pero ahora no tengo ganas de volverla a perder. ¿Tú me entiendes, Fulgor? Dile a su padre que vaya a seguir explotando sus minas. Y allá... me imagino que será fácil desaparecer al viejo en aquellas regiones adonde nadie va nunca... ¿No lo crees?
—Puede ser.
—Necesitamos que sea. Ella tiene que quedarse huérfana. Estamos obligados a amparar a alguien ¿No crees tú?
—No lo veo difícil.
—Entonces andando Fulgor, andando.
—¿Y si ella lo llega a saber?
—¿Quién se lo dirá? A ver, dime, aquí entre nosotros dos, ¿quién se lo dirá?
—Estoy seguro que nadie.
—Quítale el “estoy seguro que”. Quítaselo desde ahorita y ya verás como todo sale bien. Acuérdate del trabajo que dio dar con La Andrómeda. Mándalo para allá a seguir trabajando. Que vaya y vuelva. Nada de que se le ocurra acarrerar con la hija. Ésa aquí se la cuidamos. Allá estará su trabajo y aquí su casa adonde venga a reconocer. Díselo así, Fulgor.
—Me vuelve a gustar como acciona usted, patrón, como que se le están rejuveneciendo los ánimos.
Juan Rulfo, Pedro Páramo
Bogotá, FCE, 1980, segunda edición colombiana, pp. 85-89
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