Juan Rulfo
FLORENCIO Y LA MUERTE
1
—¿Qué es lo que dice Juan Preciado?—Dice que ella escondía sus pies entre las piernas de él. Sus pies helados como piedras frías y que allí se calentaban como en un horno donde se dora el pan. Dice que él mordía los pies diciéndole que eran como pan dorado en el horno. Que dormía acurrucada, metiéndose dentro de él, perdida en la nada al sentir que se quebraba su carne, que se abría como un surco abierto por un clavo ardoroso, luego tibio, luego dulce, dando golpes duros contra su carne blanda; sumiéndose, sumiéndose más, hasta el gemido.Pero que le había dolido más su muerte. Eso dice.
—¿A quién se refiere?
—A alguien que murió antes que ella, seguramente.
—¿Pero quién pudo ser?
—No sé. Dice que en la noche en la cual él tardó en venir sintió que había regresado ya muy noche, quizá de madrugada. Lo notó apenas, porque sus pies, que habían estado solos y fríos, parecieron envolverse en algo; que alguien los envolvía en algo y les da calor. Cuando despertó los encontró liados en un periódico que ella había estado leyendo mientras lo esperaba y que había dejado caer al suelo cuando ya no pudo soportar el sueño. Y que allí estaban sus pies envueltos en periódico cuando vinieron a decirle que él había muerto.
—Se ha de haber roto el cajón donde la enterraron, porque oye como un crujir de tablas.
—Sí, yo también lo oigo.
2
—Esa noche volvieron a sucederse los sueños ¿Porqué ese recordar intenso de tantas cosas? ¿Porqué no simplemente la muerte y no esa música tierna del pasado?
—Florencio ha muerto, señora.
—¡Qué largo era aquel hombre! ¡Qué alto! Y su voz era dura. Seca como la tierra más seca. Y su figura era borrosa, ¿O se hizo borrosa después?, como si entre ella y él se interpusiera la lluvia. “¿Qué había dicho? ¿Florencio? ¿De cuál Florencio hablaba? ¿del mío? ¡Oh!, porqué no lloré y me anegué entonces en lágrimas para enjuagar mi angustia. ¡Señor, tú no existes! Te pedí tu protección para él. Que me lo cuidaras. Eso te pedí. Pero tú te ocupas nada más de las almas. Y yo lo que quiero de él es su cuerpo. Desnudo y caliente de amor; hirviendo de deseos; estrujando el temblor de mis senos y de mis brazos. Mi cuerpo transparente suspendido del suyo. Mi cuerpo liviano sostenido y suelto a sus fuerzas. ¿Qué haré de mis doloridos labios?”
Mientras Susana San Juan se revolvía inquieta, de pie, junto a la puerta, Pedro Páramo la miraba y contaba los segundos de aquel nuevo sueño que ya duraba mucho. El aceite de la lámpara chisporreaba y la llama hacía cada vez más débil su parpadeo. Pronto se apagaría.
Si al menos fuera dolor lo que sintiera ella, y no esos sueños sin sosiego, esos interminables y agotadores sueños, él podría buscarle algún consuelo. Así pensaba Pedro Páramo, fija la vista en Susana San Juan, siguiendo cada uno de sus movimientos. ¿Qué sucedería si ella también se apagara cuando se apagara la llama de aquélla débil luz con que él la veía?
Después salió cerrando la puerta sin hacer ruido. Afuera el limpio aire de la noche despegó de Pedro Páramo la imagen de Susana San Juan.
Ella despertó un poco antes del amanecer. Sudorosa tiró al suelo las pesadas cobijas y se deshizo hasta el calor de las sábanas. Entonces su cuerpo se quedó desnudo, refrescado por el viento de la madrugada. Suspiró y luego volvió a quedarse dormida.
Así fue como la encontró horas después el padre Rentería; desnuda y dormida.
3
En el comienzo del amanecer, el día va dándose vuelta, a pausas; casi se oyen los goznes de la tierra que giran enmohecidos; la vibración de esta tierra vieja que vuelca su oscuridad.
—¿Verdad que la noche está llena de pecados, Justina?
—Sí, Susana.
—¿Y es verdad?
—Debe serlo, Susana.
—¿Y qué crees que es la vida, Justina, sino un pecado? ¿No oyes? ¿No oyes cómo rechina la tierra?
—No, Susana, no alcanzo a oír nada. Mi suerte no es tan grande como la tuya.
—Te asombrarías. Te digo que te asombrarías de oír lo que yo oigo.
Justina siguió poniendo orden en el cuarto. Repasó una y otra vez la jerga sobre los tablones húmedos del piso. Limpió el agua del florero roto. Recogió las flores. Puso los vidrios en el balde lleno de agua.
—¿Cuántos pájaros has matado en tu vida, Justina?
—Muchos, Susana.
—¿Y no has sentido tristeza?
—Sí, Susana.
—Entonces, ¿qué esperas para morirte?
—La muerte, Susana.
—Si es nada más eso, ya vendrá. No te preocupes.
Susana San Juan estaba incorporada sobre sus almohadas. Los ojos inquietos, mirando hacia todos lados. Las manos sobre el vientre, prendidas a su vientre como una concha protectora. Había ligeros zumbidos que cruzaban como alas por encima de su cabeza. Y el ruido de las poleas en la noria. El rumor que hace la gente al despertar.
—¿Tú crees en el infierno, Justina?
—Sí, Susana. Y también en el cielo.
—Yo sólo creo en el infierno —dijo. Y cerró los ojos.
Cuando salió Justina del cuarto, Susana San Juan estaba nuevamente dormida y afuera chisporroteaba el sol. Se encontró con Pedro Páramo en el camino.
—¿Cómo está la señora?
—Mal —le dijo agachando la cabeza.
—¿Se queja?
—No, señor, no se queja de nada; pero dicen que los muertos ya no se quejan. La señora está perdida para todos.
—¿No ha venido el padre Rentería a verla?
—Anoche vino y la confesó. Hoy debía de haber comulgado, pero no debe estar en gracia porque el padre Rentería no le ha traído la comunión. Dijo que lo haría a hora temprana, y ya ve usted, el sol ya está aquí y no ha venido. No debe estar en gracia.
—¿En gracia de quién?
—De Dios, señor.
—No seas tonta, Justina.
—Como usted lo diga, señor.
Pedro Páramo abrió la puerta y se estuvo junto a ella, dejando que un rayo de luz cayera sobre Susana San Juan. Vio sus ojos apretados como cuando se siente un dolor interno; la boca humedecida, entreabierta y las sábanas siendo recorridas por manos inconscientes hasta mostrar la desnudez de su cuerpo, que comenzó a retorcerse en convulsiones.
Recorrió el pequeño espacio que lo separaba de la cama y cubrió el cuerpo desnudo, que siguió debatiéndose como un gusano en espasmos cada vez más violentos. Se acercó a su oído y le habló: “¡Susana!”, y volvió a repetir: “¡Susana!”
Se abrió la puerta y entró el padre Rentería en silencio, moviendo brevemente los labios:
—Te voy a dar la comunión, hija mía.
Esperó a que Pedro Páramo la levantara recostándola contra el respaldo de la cama. Susana San Juan semidormida estiró la lengua y se tragó la hostia. Después dijo: “Hemos pasado un rato muy feliz, Florencio.” Y se volvió a hundir entre la sepultura de sus sábanas.
4
—Tengo la boca llena de tierra.
—Sí, padre.
—No digas: “Sí, padre”. Repite conmigo lo que yo vaya diciendo.
—¿Qué va usted a decirme? ¿Me va a confesar otra vez? ¿Por qué otra vez?
—Ésta no será una confesión, Susana. Sólo vine a platicar contigo. A prepararte para la muerte.
—¿Ya me voy a morir?
—Sí, hija.
—¿Por qué entonces no me deja en paz? Tengo ganas de descansar. Le han de haber encargado que viniera a quitarme el sueño. Que se estuviera aquí conmigo hasta que se me fuera el sueño. ¿Qué haré después para encontrarlo? Nada, padre. ¿Por qué mejor no se va y me deja tranquila?
—Te dejaré en paz, Susana. Conforme vayas repitiendo las palabras que yo diga, te irás quedando dormida. Sentirás como si tú misma te arrullaras. Y ya que te duermas nadie te despertará... Nunca volverás a despertar.
—Está bien, padre. Haré lo que usted diga.
El padre Rentería, sentado en la orilla de la cama, puestas las manos sobre los hombros de Susana San Juan, con su boca casi pegada a la oreja de ella para no hablar fuerte, encajaba secretamente cada una de sus palabras: “Tengo la boca llena de tierra”. Luego se detuvo. Trató de ver si los labios de ella se movían. Y los vio balbucir, aunque sin dejar salir ningún sonido.
“Tengo la boca llena de ti, de tu boca. Tus labios apretados, duros como si mordieran oprimiendo mis labios...”
Se detuvo también. Miró de reojo al padre Rentería y lo vio lejos, como si estuviera detrás de un vidrio empañado. Luego volvió a oír la voz calentando su oído:
—Trago saliva espumosa; mastico terrones plagados de gusanos que se me anudan en la garganta y raspan la pared del paladar... Mi boca se hunde, retorciéndose en muecas, perforada por los dientes que la taladran y devoran. La nariz se reblandece. La gelatina de los ojos se derrite. Los cabellos arden en una sola llamarada...
Le extrañaba la quietud de Susana San Juan. Hubiera querido adivinar sus pensamientos y ver la batalla de aquel corazón por rechazar las imágenes que él estaba sembrando dentro de ella. Le miró los ojos y ella le devolvió la mirada. Y le pareció ver como si sus labios forzaran una sonrisa.
—Aún falta más. La visión de Dios. La luz suave de su cielo infinito. El gozo de los querubines y el canto de los serafines. La alegría de los ojos de Dios, última y fugaz visión de los condenados a la pena eterna. Y no sólo eso, sino todo conjugado con un dolor terrenal. El tuétano de nuestros huesos convertido en lumbre y las venas de nuestra sangre en hilos de fuego, haciéndonos dar reparos de increíble dolor, no menguando nunca, atizado siempre por la ira del Señor.
“Él me cobijaba entre sus brazos. Me daba amor.”
El padre Rentería repasó con la vista las figuras que estaban alrededor de él, esperando el último momento. Cerca de la puerta, Pedro Páramo aguardaba con los brazos cruzados; en seguida, el doctor Valencia, y junto a ellos otros señores. Más allá, en las sombras, un puño de mujeres a las que se les hacía tarde para comenzar a rezar la oración de difuntos.
Tuvo intenciones de levantarse. Dar los santos óleos a la enferma y decir: “He terminado.” Pero no, no había terminado todavía. No podía entregar los sacramentos a una mujer sin conocer la medida de su arrepentimiento.
Le entraron dudas. Quizá ella no tenía nada de que arrepentirse. Tal vez él no tenía nada de que perdonarla. Se inclinó nuevamente sobre ella y, sacudiéndole los hombros, le dijo en voz baja:
—Vas a ir a la presencia de Dios. Y su juicio es inhumano para los pecadores.
Luego se acercó otra vez a su oído; pero ella sacudió la cabeza:
—¡Ya váyase, padre! No se mortifique por mí. Estoy tranquila y tengo mucho sueño.
Se oyó el sollozo de una de las mujeres escondidas en la sombra.
Entonces Susana San Juan pareció recobrar vida. Se alzó en la cama y dijo:
—¡Justina, hazme el favor de irte a llorar a otra parte!
Después sintió que la cabeza se le clavaba en el vientre. Trató de separar el vientre de su cabeza; de hacer a un lado aquel vientre que le apretaba los ojos y le cortaba la respiración; pero cada vez se volcaba más como si se hundiera en la noche.
Juan Rulfo, Pedro Páramo
Bogotá, FCE, 1980, segunda edición colombiana, pp. 103-105, 113-115, 117-119
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