JANE MASON
Hace una noche cálida. Fife sube los escalones de hierro que llevan al estudio y golpe suavemente la ventana. Ernest levanta la vista y sonríe. Ella agita una copa en una mano y él asiente con la cabeza; algo en su manera de gesticular lo hace sonreír.
Fife se prepara un gin tonic en la cocina y le deja a Ernest un whisky con lima junto a sus papeles, besándolo en la coronilla. Sigue enfrascado en la obra de teatro; se pregunta si le pedirá que la lea. Durante una década ha leído y editado todo lo que ha escrito. Lo ve tan absorto en la escritura que no quiere molestarlo. Si algo adora más que a él, son sus palabras.
Fife se sienta a la mesa junto a la piscina y se entretiene escuchando el repiqueteo de las teclas y mirando el velo de musgo que recubre los árboles. Un pavo real se pasea por la terraza. Fue un regalo de Jane Mason, una amante anterior a Martha, y cada vez que Fife lo ve siente un impulso de sacar un rifle y volarle la cabeza. La aventura con Jane fue hace años y no duró mucho, unos seis meses; hasta entonces Fife había creído que tenían una relación plena y feliz. Seguían yendo juntos a todas partes, a cazar codornices en Wyoming, a las corridas de toros en Hendaya, y cuando se separaban, se escribían cartas tan largas que era como si el otro estuviera allí. Ello lo echaba de menos cuando se marchaba. En sus ausencias solía romper a llorar en el momento más imprevisto, ya fuera cruzando una calle o comiendo bombones de chocolate rellenos de menta.
Y entonces Jane entró en escena, con su pelo dorado y sus ojos de un azul delicado, y Ernest empezó a hacer misteriosos viajes a Cuba. Sin embargo, Fife nunca se sintió realmente amenazaba por Jane. Era una mujer demasiado inestable: se rompió la columna al tirarse por un balcón después de que discutieran acaloradamente. A Ernest siempre le habían gustado las mujeres felices y sanas, y la aventura, si podía llamársele así, acabó casi en el momento en que empezó.
La señorita Gellhorn, en cambio, robusta y campechana, en nada se parecía a la sumisa señorita Mason. En el estudio, las manos de Ernest caen incesantemente sobre el teclado de la máquina de escribir. Fife siente el sabor amargo de la ginebra en la nariz cada vez que da un sorbo. Un cubito de hielo cruje entre las burbujas, como un hueso al quebrarse. Fife se pasa las manos por el pelo, sintiendo los restos del último calor del día, y apura el último trago del coctel.
¡Qué atracción, qué magnetismo el de ese hombre! Las mujeres se tiran por los balcones y lo siguen a las guerras. Las mujeres se hacen la vista gorda con una aventura, porque un matrimonio a tres bandas es preferible que estar sola.
Fife se prepara un gin tonic en la cocina y le deja a Ernest un whisky con lima junto a sus papeles, besándolo en la coronilla. Sigue enfrascado en la obra de teatro; se pregunta si le pedirá que la lea. Durante una década ha leído y editado todo lo que ha escrito. Lo ve tan absorto en la escritura que no quiere molestarlo. Si algo adora más que a él, son sus palabras.
Fife se sienta a la mesa junto a la piscina y se entretiene escuchando el repiqueteo de las teclas y mirando el velo de musgo que recubre los árboles. Un pavo real se pasea por la terraza. Fue un regalo de Jane Mason, una amante anterior a Martha, y cada vez que Fife lo ve siente un impulso de sacar un rifle y volarle la cabeza. La aventura con Jane fue hace años y no duró mucho, unos seis meses; hasta entonces Fife había creído que tenían una relación plena y feliz. Seguían yendo juntos a todas partes, a cazar codornices en Wyoming, a las corridas de toros en Hendaya, y cuando se separaban, se escribían cartas tan largas que era como si el otro estuviera allí. Ello lo echaba de menos cuando se marchaba. En sus ausencias solía romper a llorar en el momento más imprevisto, ya fuera cruzando una calle o comiendo bombones de chocolate rellenos de menta.
Y entonces Jane entró en escena, con su pelo dorado y sus ojos de un azul delicado, y Ernest empezó a hacer misteriosos viajes a Cuba. Sin embargo, Fife nunca se sintió realmente amenazaba por Jane. Era una mujer demasiado inestable: se rompió la columna al tirarse por un balcón después de que discutieran acaloradamente. A Ernest siempre le habían gustado las mujeres felices y sanas, y la aventura, si podía llamársele así, acabó casi en el momento en que empezó.
La señorita Gellhorn, en cambio, robusta y campechana, en nada se parecía a la sumisa señorita Mason. En el estudio, las manos de Ernest caen incesantemente sobre el teclado de la máquina de escribir. Fife siente el sabor amargo de la ginebra en la nariz cada vez que da un sorbo. Un cubito de hielo cruje entre las burbujas, como un hueso al quebrarse. Fife se pasa las manos por el pelo, sintiendo los restos del último calor del día, y apura el último trago del coctel.
¡Qué atracción, qué magnetismo el de ese hombre! Las mujeres se tiran por los balcones y lo siguen a las guerras. Las mujeres se hacen la vista gorda con una aventura, porque un matrimonio a tres bandas es preferible que estar sola.
Las señoras Hemingway
Barcelona, Lumen, 2014, pp. 127-128
Nota: Fife es Paulina Pfiffer, la segunda esposa de Hemingway. Martha Gellhorn, amante en el momento de la narración, será la tercera.
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